Carmen Posadas: Compra el décimo
No sé ustedes, pero yo con los años he ido cambiando de opinión en casi todo. No solo en gustos, amores, prioridades e incluso escala de valores, sino también en percepciones. Cuando era muy joven, pensaba que la llave para abrir todas las puertas, desde las galantes hasta las laborales, era el talento. Como siempre he sido más cerebral que visceral, creía que incluso la seducción tenía que ver con la inteligencia. Esta idea la deseché muy pronto al comprobar la cantidad de gente tontísima que causaba estragos amorosos. Con más frecuencia entre la población masculina que la femenina, debo decir. Me da la impresión de que a nosotras nos enamora más una cabeza pensante que a ellos, tal vez por aquello que cantaba Georges Brassens de que «para el amor no le pide uno a las chicas que hayan inventado la pólvora». En cuanto al talento en el trabajo, es cierto que algo ayuda no ser un perfecto zote, pero sirven más otros atributos inconfesables. A algunos les gusta ponerles nombres dignísimos como ‘inteligencia emocional’ o ‘adaptación al medio’. Pero las más de las veces, y dicho en román paladino, la inteligencia emocional no consiste en otra cosa que en ser pelota y/o manejar el elogio sin sonrojo, mientras que la adaptación al medio se reduce a no hacer olas, no crear envidias, a volar bajo el radar y, si la ocasión lo requiere, practicar el chivatazo. Desilusionada del poder limitado de la inteligencia, busqué (tendría yo unos treinta años por aquel entonces) otra herramienta más eficaz a la hora de abrir puertas. La belleza, me dije, si se combina con algo de cerebro debe de ser imbatible. Era bastante mona por aquel entonces, y tonta nunca he sido –perdón por la inmodestia–, de modo que decidí probar suerte. Fracaso colosal. Me faltaban los tres dones sine qua non de toda mujer fatal: echarle cara a la vida, saber jugar a damisela en apuros y dominar el noble arte de la mentira, de modo que tuve que volver a la casilla de salida y buscar otra llave maestra. La perseverancia, concluí, he aquí un arma infalible. Mirando a mi alrededor llegué a convencerme de que esa debía de ser la clave. La gente tenaz, incluso la que lo es en su encarnación más insufrible como los pesados, los machacones, los coñazo, alcanza metas increíbles, aunque solo sea porque le gana a uno por agotamiento. Para entonces tenía ya cuarenta años y algunas puertas sí había logrado franquear con tan útil ganzúa. Además, creía tener las bendiciones de una de mis escritoras favoritas. Cuando más desesperada estaba porque no conseguía encontrar un buen final para la novela que deseaba presentar al Premio Planeta, vi escritos en una pared a modo de grafiti unos versos de Santa Teresa. Esos que dicen: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza…». El caso es que me dio ánimo, terminé la novela y luego descubrí, casualidades de la vida, que el premio se fallaba el día de Santa Teresa. Desde entonces creo en las casualidades, pero he dejado de hacerlo en el valor omnímodo de la perseverancia. Es cierto que me ayudó mucho y me sigue ayudando en mi trabajo. Pero mi oficio es tan caprichoso que no triunfan en él los más tenaces. Al contrario, hay quienes se pasan la vida perseverando y ni siquiera consiguen que los publiquen. Tampoco la inteligencia garantiza nada. Hay personas llenas de talento que pasan inadvertidas mientras otras tontísimas arrasan, tal como ocurre en todos los órdenes de la vida. ¿Dónde está entonces el «Ábrete, Sésamo»? Me temo que en la combinación de los cuatro atributos antes mencionados con la suerte. Con la azarosa, injusta, arbitraria y caprichosa suerte que nadie controla. ¿O tal vez sí? La mala suerte nadie la puede dominar. Si al salir de casa está previsto que me caiga una maceta en la cabeza, me caerá sin remedio. Pero, en cambio, la buena fortuna sí se puede convocar. ¿Cómo? Buscándola, propiciándola, saliéndole al encuentro. No hay fórmula mágica. La suerte es para el que se la trabaja, y si uno quiere que le toque la lotería, hay que empezar por comprar el décimo. Al menos eso hago yo de un tiempo a esta parte. Y toca.