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Eres una negra

Escena de la obra «Negra», que aborda los conflictos cotidianos en torno a la identidad afroperuana. / Álvaro Benalcázar

Tengo tres años y me atrinchero como un soldadito bajo la mesa del comedor. Una desconocida camina hacia mí y quiere cargarme. Me abrazo a la pata de fierro. Mi madre ha muerto en un accidente de carretera en Abancay, esa pequeña ciudad de los Andes donde vivíamos. Mi padre, mis hermanas y yo hemos migrado a Lima para reponernos de la tragedia. ¿Dónde están ellos para protegerme de esta mujer horrible?

Ella se agacha y extiende los brazos para cogerme como si yo fuese un muñeco. No tiene rostro, ni voz, pero sí un color de piel. Retrocedo hasta que mi espalda, espalda de niño aterrado mimado huérfano, golpea la pared. Desde allí disparo:

–India. India cochina. India de las altas cordilleras –la insulto llorando y enseguida afino la puntería–. Eres una negra. Negra. ¡¡¡Negraaa!!!

Un grupo de adultos celebra la escena en segundo plano. ¡Qué tal carácter tiene Marquito! ¿A quién habrá salido? La mujer se pone de pie y se marcha.

He vencido.

Retrato del autor. / Archivo personal.

***

A los tres años de edad, cuando los niños no hablan bien todavía, yo ya sabía que las personas no somos iguales, que existe gente a la que puedes humillar gritándoles su color. ¿Lo había aprendido en casa, escuchando a los adultos, viendo cómo ellos se trataban los unos a los otros? ¿Lo supe al escuchar cómo mi abuelo se refería a los indios? ¿Y a los negros? ¿Cómo aprendí a insultarlos a ellos si jamás los había visto? ¿Acaso lo aprendí en la tele? En esa Lima llena de extraños a la que acababa de llegar, yo ya sabía emplear el lenguaje como un arma de defensa personal. Mi madre ya no estaba conmigo para cuidarme, para enseñarme, para decirme, Marquito, eso está bien, eso está mal.

Crecí con ese recuerdo sin darle una importancia especial pero nunca se borró de mi mente. Unos años después, aquella mujer ya tiene un rostro. Es mi tía, la madre de mis primos, y una tarde, cuando su hijo mayor va a salir a una fiesta, ella le dice: «Hijito, hay que mejorar la raza, ah». Y luego se ríe. Mi primo tiene la piel oscura, de color marrón caoba y aún es un adolescente. La frase enrarece la atmósfera donde estamos otros familiares y yo, pero nadie abre la boca. Nadie sabe verbalizar lo que piensa o intuye. Nos reímos. Estoy seguro de que terminamos riendo.

* * *

Cuando crezco y comienzo a ir a fiestas, sé que hay unas chicas a las que no puedo invitar a casa. Puedo salir con ellas, ir al cine, a las fiestas, a un hotel, pero nunca presentarlas a la familia. Conozco mujeres muy lindas pero me disgustan sus colores de piel, sus apellidos, el barrio donde viven. El problema no está en ellas pero entonces aún no lo entiendo. Un monstruo me guía por la vida sin que yo lo sepa. Y trato de enamorarme de quienes sé que puedo enamorarme. Y solo llevo a casa a quienes sé que puedo llevar a casa. Mi corazón no es libre. Está dominado, colonizado, por unas ideas brutales que ni siquiera son mías.

* * *

En mi clase de la primaria había un niño brillante. Se llamaba Hernando pero le decíamos Vigor, como la leche chocolatada que anunciaba la tele. Pero el insulto no era dulce. La madre de Hernando era blanca, su padre era negro. Le decíamos Vigor para recordarle su origen mezclado. El apodo contenía ese veneno.

En el otro salón había un niño negro con fama de buen peleador. Se llamaba Julián. Jugaba de arquero, era brigadier escolar, tenía buenas notas. Los chicos que se atrevían a insultarlo lo hacían tomando precauciones. Le gritaban San Martincito y enseguida se lanzaban a correr. Julián era más rápido y los alcanzaba, les partía la cara. Los niños aprendían la lección a medias, pues luego seguían murmurando sobre él, negro de mierda, y lo maldecían con la mirada.

En la secundaria conocí a Bemba, a Cochinón, a Caca. Así apodábamos a los chicos afrodescendientes o afroperuanos, aunque entonces yo desconocía esas palabras. No recuerdo haber oído lecciones al respecto aunque sí recuerdo que el profesor de Educación Física solía llamar a Cáceres gritándole: Oe, Negro, ven para acá. Y Cáceres iba. Ese instructor siempre me llamó Avilés. A Cáceres siempre le dijo Negro. Lo insultaba en público, en el patio principal del colegio, donde a veces caminaban el director y otros maestros. Estos nunca se detenían para explicarle al colega las cosas básicas de la educación: que gritarle Negro a un niño estaba mal, que los niños negros tenían nombres y apellidos, igual que el resto de estudiantes.

Las clases de historia parecían responder al mismo desinterés. Los peruanos descendíamos exclusivamente de los incas y de los españoles. Repasábamos con nostalgia el fin del imperio, odiábamos a los europeos por «conquistarnos», pero nos consolaba que el Perú se convirtiera en un virreinato inmenso que se extendía por casi toda Sudamérica. Los próceres luchaban por la Independencia, luego se volvían caudillos que se disputaban el país como a una presa. Chile nos declaró la guerra y los héroes que nos defendieron hasta quemar el último cartucho –Grau, Bolognesi, Ugarte– eran militares blancos que hoy han reencarnado en avenidas. Esa historia castrense, blanca e incompleta es la historia que celebramos cada año en el Perú sin hacernos preguntas básicas. ¿Y los negros? ¿Acaso los peruanos no descendemos también de ellos?

Los profesores y los libros de la escuela no decían casi nada sobre los negros, salvo que los europeos los habían traído al Perú como esclavos. ¿Hubo héroes entre los negros? ¿Necesitas ser un militar para ser llamado héroe? En la escuela ni siquiera nos hacíamos esas preguntas. Nunca supe que los trece hombres de la Isla del Gallo que siguieron a Pizarro para conquistar a los incas fueron en realidad catorce. ¿De qué color era ese hombre invisible? Exacto. Negro.

¿Fueron invisibles todos los afrodescendientes? ¿Hasta cuándo? ¿Lo son todavía? Mi colegio era religioso pero los curas jamás nos contaron la historia de Úrsula de Jesús, la monja negra cuyo expediente de canonización se hundió en un barco camino a Europa. Si ese accidente no hubiese ocurrido, ¿estaría su rostro negro impreso en los billetes de doscientos soles, allí donde hoy figura el rostro rosado de Santa Rosa? El maestro de Historia no nos habló de Francisco Congo, el cimarrón que creó una comunidad de hombres libres y rebeldes mucho antes de la Independencia. ¿Hombres libres antes de que el Perú fuera libre? Claro, dirán los escépticos, la suya era otro tipo de libertad. ¿Pero no es un país la suma de todas sus libertades? ¿No es un país la suma de todas sus historias? Tampoco supimos de Antonio Oblitas, ese lugarteniente negro que murió masacrado junto a su líder, Túpac Amaru II? ¿Y Catalina Buendía, la campesina negra que se suicidó compartiendo chicha envenenada con una tropa chilena? ¿Dónde la encontramos a ella? En la historia oficial que aprendí en la escuela, los negros no eran héroes ni tenían más pasado que la esclavitud. A lo mucho, como colectivo, eran personajes decorativos en las acuarelas costumbristas de esos años. El profe gritaba Oe, Negro, ven para acá. Y el estudiante aludido iba.

Retrato al óleo de de Catalina Buendía, obra de Bernardo Mattos Battifora.

* * *

¿Cuándo te diste cuenta de que eras negra? Las actrices Anaí Padilla y Mayra Najar se hacen esta pregunta en el escenario de un teatro repleto, un lunes de fines de junio, en Lima. La obra se llama Negra, y es una pieza testimonial donde las actrices se interpretan a sí mismas. Los negros suelen ser extras en el teatro y en la tele; por lo general, hacen de empleados o ladrones, y casi nunca lo que Anaí y Mayra harán esta noche: ser las protagonistas.

–Felizmente la obra se llama Negra –había comentado Anaí, al inicio de la función, cuando el público no terminaba de sentarse–. Si no, no pasábamos el casting.

El auditorio del teatro estalló en carcajadas. Pero ahora estamos a media función, todos callados, y esperamos que las actrices respondan aquella pregunta. ¿Qué significa darte cuenta de que eres negro? ¿Que un día no ves tu color de piel y al otro sí? El escritor afroamericano Baratunde Thurston dice que se trata del momento en que sientes, sabes, intuyes que lo negro es algo negativo. A él le ocurrió de niño, según cuenta en su libro Cómo ser negro, cuando se bañaba en una laguna pública. Un chico blanco lo vio y se acercó a la orilla para gritar: «¡Hay negros en el agua!». Ese momento en que abres los ojos al color de tu piel puede venir acompañado del cóctel de vergüenza, rabia, paranoia y autocontrol que, como negro, quizá sentirás el resto de vida. ¿Cuándo se dio cuenta Anaí de que era negra?

Anaí Padilla y Mayra Najar en «Negra», que se presentó solo en cuatro funciones en el Teatro de la Universidad del Pacífico. /Álvaro Benalcázar

Anaí tenía cinco años y estaba bailando en la sala de su casa una canción de la Reina de la lambada, Natusha, una mujer rubia y de ascendencia francesa que, a principios de los noventas, se hizo célebre con un himno al movimiento de caderas: «El meneíto». El meneíto. Apretadito. El meneíto, meneíto, meneíto. Anaí le preguntó a su madre: «Mamá, ¿por qué yo no soy blanca como Natusha?» La mamá se rió y no le respondió. Otro día, ambas caminaban por la calle cuando un taxista les gritó desde su coche: «Miauuuu». La madre se dirigió al conductor y le gritó una grosería; luego le explicó a su hija que, en el Perú, muchos creen que todos los negros comen gato. Unos años después, en la escuela, Anaí iba a bailar frente a todos sus compañeros una canción andina, un huayno. Estaba muy feliz hasta que alguien le dijo: ¿Negra y chola?

Jajajá. Las risas no son del teatro sino de la escuela.

Anaí dice que no disfrutó el baile. Lo odió. Se odió. ¿Por qué no podía bailar un huayno si ella adoraba esa música? Además, su abuela era de Áncash, esa región de nevados hermosos y cantantes legendarias. Sus explicaciones no servían. Para entonces, sus compañeros la insultaban por negra y por gorda. Cuando Anaí no sabía responder una pregunta de la maestra, alguien gritaba en el salón: Es que ya son más de las doce, profe. Y los negros son tan brutos que solo piensan hasta el mediodía.

Jajajá.

Anaí dice que su única respuesta consistía en sonreír, parecer fuerte, cool. Sonreía como si los balazos no le afectaran. Pero le afectaban. Llegaba a casa, decía hola mamá, y se encerraba a llorar en su cuarto. Repitió un año de la secundaria. Sus padres la cambiaron a otro colegio. Las cosas no mejoraron mucho. Cuando Anaí tenía dieciséis años, tomó muchos somníferos. Se quedó dormida durante dos días. Nadie en casa se enteró.

¿Y tú? ¿Cómo te ocurrió a ti? Ahora es el turno de Mayra Najar. Mayra enfrenta al auditorio con un micrófono en la mano. Su voz es directa, intensa, como un alegato sentido ante un tribunal. También le ocurrió en la escuela. Una profesora la llamó delante de sus compañeros: Quédate quieta, negra tamalera. «Y todos se cagaron de risa», dice, y el público la mira en silencio. En adelante, sus compañeros le gritaban ahí viene la muerte, la peste, que no te toque. Mayra se lo contó a su madre, pero le pidió que no le dijese nada a papá porque estaba segura de que él iría a reclamar a la escuela y, entonces, el escándalo empeoraría las cosas. La madre de Mayra es blanca, su padre es negro. Ella muestra algunas fotografías en una pantalla. Papá es un suboficial de las Fuerzas Armadas. Mamá administra su propia tienda, en San Martín de Porres, donde viven. Los insultos la golpearon hondo. Mayra evitaba salir a la calle junto a su padre negro. Prefería caminar en público solo con su madre blanca. Odiaba su piel, su cabello frondoso. Se sentía una blanca encerrada en el cuerpo de una negra. Ahora, en el escenario, ella está metida en la piel de su yo adolescente. Observa al público con los ojos inyectados en las lágrimas de esa chica que alguna vez fue.

–Si me hubiera parecido más a mi madre que a mi padre –dice–, mi vida habría sido otra huevada.

Las luces se apagan.

* * *

El Perú es un país ultra represivo. Te dice no a lo que eres. No a la piel que tienes. No al negro, al cholo, al indígena que tienes dentro. La violencia racista del mundo exterior no se queda fuera de casa. Te persigue. Se mete dentro de ti y se aloja en la intimidad de tu subconsciente. Enciendes las luces del baño, te miras en el espejo y te detestas.

Ahora soy un niño de seis años adicto a las telenovelas. Son los años ochenta y adoro a Lucía Méndez. Los hombres que la conquistan no son como yo ni se parecen a nadie de mi familia. Son blancos como Luis Miguel o como Guillermo Capetillo, ese galán de cabello dorado y ojitos claros. Pero yo tengo a Dios de mi lado. Soy un niño religioso. Leo la Biblia y rezo todas las noches. Quiero un atari para Navidad, Diosito, le digo. Y, cuando puedas, no es urgente, quiero ser blanco y rubio como Guillermo Capetillo.

Dios solía hacerme caso. El Atari llegó y, de la misma manera, suponía que un día yo iba a despertar en la piel y con la cara y el cabello de un príncipe azul. Pero el milagro no ocurrió. Mi cabello siguió siendo negro y grueso. Mi nariz, enorme. Mi piel, color tierra. Un día decidí bañarme con lejía. Cogí una esponja para lavar platos y froté con ella mis rodillas marrones. Mis codos sucios. Me salió sangre y me asusté. Blanquearse causa muchas heridas.

* * *

El Perú tiene un discurso público sobre la diversidad. Somos un país diverso, nos decimos, como si decirlo tuviera un efecto terapéutico, sanador, y nos permitiera olvidar por un momento lo que todos sabemos. Somos un país diverso y racista. La vida cotidiana trata muchas veces de este conflicto.

* * *

Un modelo de modas negro caminaba un día por Miraflores, ese barrio de centros comerciales y restaurantes y edificios de departamentos, cuando un policía lo detuvo. Le pidió sus documentos. El chico vivía en el Callao, ese puerto abierto al mundo que los limeños aprendemos a asociar con el peligro. El policía lo miró. Si vives en el Callao, ¿qué haces paseando por acá? Abre tu mochila. El modelo abrió la mochila sin drogas, sin armas, y le explicó que salía del trabajo como las docenas de personas que en ese momento iban por la calle sin que nadie las detuviera. Ya anda nomás, le dijo el policía.

La modelo Natalia Barrera me cuenta esta historia una mañana de finales de junio en un café del mismo distrito donde detuvieron a su colega. Lleva el cabello en trenzas delgaditas, una chompa negra, un pantalón gris, e irradia una frescura imponente que hace pensar que el futuro es ahora y que todos por fin somos iguales y bellos. Pero no. Cuando los modelos afroperuanos van de compras a los centros comerciales, me cuenta, los empleados no creen que son peruanos. Les hablan en inglés, francés, portugués, como si los negros peruanos no pudieran ser bellos, flacos, modelos. Los vendedores se sorprenden cuando les responden en español. Soy peruano, bróder. De Mirones. Del Callao Callao. De San Martín de Porres. En el país, hay unas cien comunidades negras, se lee en el libro Los afrodescendientes en el Perú, del historiador Newton Mori. Y es probable que uno de cada diez habitantes de este «país de los incas» sea afrodescendiente. Es decir, negro, moreno, afro. ¿Por qué es tan difícil reconocer y valorar este componente del Perú? Vemos a los negros en la calle. En las escuelas. En las oficinas. En los deportes. En las fotografías familiares. Incluso los vemos cuando nos vemos en el espejo. Un tipo de cabello, una forma de la nariz, un aire en el espíritu pueden ser detalles para discutir con nuestros ancestros.

A Natalia también le han dicho cosas. Un antiguo compañero de la escuela se cruzó con ella en la calle y se rió señalándola como en los viejos tiempos. El amigo era un cholo como yo. Natalia se toma la cabeza. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Dice y bebe un sorbo de su café. Estudia publicidad y es una celebridad en las redes sociales gracias a una profesora del instituto. Natalia quería hacer un blog sobre racismo. La profesora la miró extrañada. ¿Racismo?, le dijo delante de la clase. Pero si eso ya casi no existe. Natalia vuelve a tomarse la cabeza. El Perú suele producir este tipo de jaquecas. La reacción de la maestra generó una discusión en el aula. La profesora no pudo negar la evidencia y aceptó el trabajo. «Una chica afroperuana» es ahora la plataforma donde Natalia explica, cuenta y comparte qué es ser una mujer negra en el Perú. En uno de los videos más populares, el mundo está al revés. Una chica blanca experimenta lo que viven las chicas negras. Natalia le dice a esa amiga: «A mí me encantan los blancos. Tengo sangre blanca en mis venas». Luego: «Eres bien bonita para ser blanca. Eres una blanca bien bonita». Más adelante, Natalia y su hermana está en una fiesta, y comentan: «Oye, esa chica de allá es blanquita, pero es super inteligente». «Oye, qué bueno. No existen muchas así». «Mira, ella es voleybolista, ¿no?» «No, te estás confundiendo con otra blanquita». Like.

 

En el café, un televisor muestra a dos equipos disputando su pase a octavos de final, en Rusia 2018. El Perú ha quedado eliminado del Mundial, sin embargo, las calles aún conservan los paneles publicitarios festivos que parecen extraídos del mundo al revés del video de Natalia. Futbolistas negros como Luis Advíncula y Jefferson Farfán ahora se lucen en las paredes de tiendas como Saga Falabella y Ripley, que tienen un largo prontuario racista. Modelos blancos pueblan mayoritariamente sus catálogos. En un típico aviso de Navidad de una de estas tiendas, cinco niñas rubias pueden posar perfectamente cargando cinco muñecas rubias. En un país donde la lejía podría venderse como un producto de tocador, muchos publicistas sostienen que la piel blanca es «aspiracional». Es decir, que la gente quiere o sueña con ser más clara. Esta forma de pensar tiene un correlato en la medicina. Un cirujano plástico recomendó en un programa de América Televisión que los futbolistas negros debían operarse la nariz antes de que les tomen fotografías en el Mundial de Rusia.

Programa de la televisión en que un cirujano «recomienda» cambios estéticos a los jugadores de la Selección Peruana de Fútbol.

¿Dejarán la publicidad y la televisión peruanas de ser tan abiertamente racistas? ¿Son los anuncios con futbolistas negros un indicador de que las cosas están cambiando? ¿O se trata solo de un fenómeno coyuntural, pasajero? ¿Qué cree Natalia que ocurrirá después del Mundial?

En el mundo del modelaje les pasan cosas increíbles a los afrodescendientes, me dice, y enseguida me enumera una serie de episodios escabrosos que ocurren en los castings. No solo la piel negra es un campo de batalla sino también el cabello crespo. El cabello negro crespo, natural, es un sacrilegio en una cultura «aspiracionalmente» blanca y lacia. «¿Cuánto te ha costado no lacearte el cabello?», le pregunté otro día a la periodista Sofía Carrillo, que conduce un noticiero en la tele. «Yo me he resistido. Cuando he ido a reuniones en ministerios, siempre preguntaban si acaso era una cantante cubana. En televisión, llamaban para criticar mi peinado. Una sola vez me alisé el cabello y no me sentía yo». Carrillo es víctima de repetidos linchamientos racistas en sus redes sociales –le dicen de todo– pero ella no ha vuelto a tocar su cabello. Natalia admira la voluntad y el talento de Sofía Carrillo. «Es mi ídola», dice. «Yo la veo y me digo que por personas como ella las cosas ojalá cambien». Luego se toma la frente, como si le costara expresar optimismo. «Es que una que vive aquí ya está acostumbrada a que no cambien», añade y enseguida se produce un pequeño silencio. Pasamos a otros temas. ¿Qué se viene en tu blog? ¿Leíste esa columna? ¿Nos trae la cuenta, por favor?

Nos despedimos al filo de la hora de almuerzo y sin saber que, en este preciso momento, en otra zona de Lima, el Estado ha preparado una invitación pública al pesimismo. La Policía Antidrogas celebra su aniversario con un desfile ante las autoridades y las cámaras de los periodistas. Tres agentes disfrazados con máscaras de esponja, como muñecos de Disney, interpretan el arresto de un narcotraficante. El narcotraficante es negro, tiene el cabello crespo tupido, los labios exagerados como salchichas. Los dos policías que lo llevan esposado son blancos color harina. Blanco aspiracional. No es una caricatura de la vida real sino la expresión pública de una mentalidad.

El artista grafitero Joan Jiménez, más conocido como Entes, sufrió una mañana las consecuencias de esa mirada policial. Iba al mercado por una avenida de Miraflores y un patrullero se detuvo al lado para arrestarlo. ¿Documentos? No tengo, los dejé en mi casa, vivo en aquel edificio. Los policías no le creyeron. Docenas de ciudades del mundo le han abierto las puertas a Entes para que él las embellezca con sus murales; pero en Lima, donde él vive, los policías lo llevaron a la comisaría. «¿Por qué me está deteniendo?», les preguntó el artista varias veces, en un video que él mismo grabó y subió a sus redes. La respuesta de los policías no fue coherente. «Ese es el racismo de siempre», añadió Entes. Era la décima vez que le ocurría lo mismo en su ciudad. La explicación se encontraba en aquella parodia de los muñecos de goma. Un negro caminando en un barrio residencial no es un ciudadano. Es un delincuente hasta que demuestre lo contrario.

 

* * *

¿Cómo desmontamos esto? ¿Cómo enfrentamos al monstruo racista metido en la organización del Estado y en la cabeza del ciudadano? La pregunta plantea más escenarios posibles que la batalla contra los zombies, en Game of Thrones. Pero también es ideal para analizarnos de cara al cumpleaños del país. Pronto el Perú apagará 200 velitas. Habrá celebración y mucho ritual. Y, como suele ocurrir antes de cada fiesta, pasaremos buen rato mirándonos en el espejo. Ya lo estamos haciendo. ¿Qué país somos? ¿Qué país queremos ser? Antes de intentar cambiar nada, comentó la actriz Anaí Padilla en una entrevista con el portal Mujeres que transforman, «necesitamos ser conscientes como sociedad de que somos un país racista y aceptarnos como tal». Tiene lógica pero parece ciencia ficción. ¿Es posible que todo un país acepte institucionalmente que es racista? ¿Por dónde comenzamos? ¿Por el ciudadano? ¿Por la familia? ¿Por las autoridades? ¿Puede una persona aceptar que es racista de la misma manera que puede aceptar que es machista?

¿Eres racista?

No, no soy racista, digo, decimos, casi por inercia. Pero al negar el problema solo trasladamos la responsabilidad hacia otros o hacia el futuro. La aceptación, por el contrario, supone compromiso. El racismo es un sistema y vivimos en él como pececitos en una laguna turbia. ¿Será tiempo de que todos asumamos la tarea de limpiar el lugar donde vivimos?

* * *

Ahora es una mañana de principios de año en Maine, Estados Unidos, donde trabajo como intérprete para campesinos inmigrantes. Para latinos. Una agricultora mexicana y yo bajamos de mi auto, en una avenida donde jóvenes estudiantes se sientan a charlar y trabajar en cafés que miran a la calle. Ella se llama Imelda, tiene unos treinta años, es pequeñita y lleva el cabello suelto, las ropas de trabajo sucias y carga a un bebé. Caminamos juntos por la vereda rumbo a un consultorio médico donde ella tendrá una cita. Cuando llegamos a la zona de cafés, avanzo más rápido y la dejo atrás, como si no la conociera. No quiero que aquellos extraños asuman que esta campesina latina es mi esposa. Pasan unos segundos y me doy cuenta. Vuelvo a caminar al lado de Imelda pero no le digo nada.

Ahí está otra vez ese pequeño soldadito disparando desde el fondo del abismo.

* * *

Malena Romero tenía seis años cuando un niño se le acercó en la escuela y le gritó: ¡¡¡NEEEGRAAAA!!! Malena nunca dijo nada en casa. No se quejó. Un día su padre la llevó al teatro y Malena escuchó a la poeta Victoria Santa Cruz declamando:

¡No llegaba a cinco siquiera!

De pronto unas voces en la calle

Me gritaron ¡Negra!

¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra!

¿Soy negra acaso?, me dije.

¡SÍ!

¿Qué cosa es ser negra?

¡Negra!

Y yo no sabía la triste verdad que aquello escondía

Y me sentí negra.

¡Negra!

Como ellos decían

¡Negra!

Y retrocedí

¡Negra!

Como ellos querían

 

 

Ese día Malena entendió lo que le ocurrió en la escuela. Muchos años después, ella recordó ese episodio en una entrevista previa al estreno de Negra, la obra que dirige junto a Gabriel de la Cruz. La niña que tuvo la epifanía más importante de su vida viendo a una mujer negra en el teatro ahora también hace teatro. «Lo que está detrás del poema es lo que le pasa a toda niña negra en el Perú», ha dicho en una entrevista con la lúcida confianza de quien ha leído su propia historia con resaltador. Las historias individuales son los hilos de las tramas colectivas. «Tú le preguntas a una mujer negra en qué momento fue. Cómo te pasó y te va a contar: fue así». Preguntemos. ¿Cuándo te escupieron negra por primera vez? ¿Cuándo te gritaron negra para herirte? ¿Cuándo te dijeron café con leche, tamalera, oye, solo piensas hasta las doce, mono de mierda?

Para la actriz Anaí Padilla, «la etapa más jodida es la niñez». El nido, la escuela, el barrio, el bullying. Es igual en el Perú como en los Estados Unidos, en Latinoamérica como en Europa. En una encuesta incluida en el libro Cómo ser negro, una chica afroamericana recuerda que, cuando niña, ella tomaba clases de buceo y un niño blanco le dijo que su pelo grasiento iba a arruinar toda el agua de la bahía. «¿Cómo te defiendes?», se preguntaba Anaí reflexionando sobre su propia biografía. ¿Cómo se defiende una niña ante la primera emboscada del racismo? ¿Cómo se defiende una niña de otra niña armada de proyectiles racistas? ¿Cómo se defiende una niña de un pelotón de niños que la fusilarán un día tras otro? ¿Cómo se defiende una niña de ese pelotón donde el profesor, los libros de historia, la Policía, los políticos, los canales de televisión, los publicistas, dirán chicos, preparen, apunten, fuego?

–¡¡¡Eres una negra!!!

Eso le grité a mi tía, cuando yo tenía apenas tres años. Tres años y ya tenía al monstruo dentro de mí. Ahora tengo cuarenta y estoy en el teatro, en la última de las cuatro funciones de Negra. Reconozco a muchos colegas en el público. Periodistas. Poetas. Funcionarias del ministerio de Cultura. Ojalá la sala estuviera llena de ministros, de jueces, de congresistas, de los dueños de los canales de televisión que difunden esos programas donde el chiste es reírse de los negros porque son brutos. Ojalá vinieran los que tienen venir. La directora Malena Romero tenía mucha curiosidad por conocer la reacción del público. «De pronto me da más ganas de que lo vea alguien que no es afro y preguntarle. ¿Y? ¿Qué tal?», dijo en aquella entrevista. Pero ahora la obra va a comenzar.

 

Las actrices Anaí Padilla y Mayra Najar salen al escenario del teatro y se miran a la cara, como amigas, y conversan como si el público no existiera.

–Felizmente la obra se llama Negra –comenta Anaí–. Si no, no pasábamos el casting.

Es la parte en que nos reímos. La escenografía es sencilla. Un par de caballetes sostienen las prendas que ellas vestirán durante las próximas dos horas. Vestidos de quinceañeras. Uniforme militar. El atuendo llamativo de una presentadora de televisión. También una pollera andina. Anaí se la pondrá para bailar un huayno y para ser, por fin, eso que le dijeron en la escuela que no podía ser: Negra y chola. Y con este detalle hermoso termina la obra.

Las luces se encienden. El público aplaude de pie. Aplaudo hasta que me arden las manos. Muchas personas a mi alrededor lloran. Salgo de la sala pero quiero ir en sentido contrario. Correr hacia las actrices y decirles algo. No sé bien qué. Quizá todo esto. Pero sigo mi camino mientras intento hablar con ese soldadito que vive dentro de mí.

Autor:

 Marco Avilés

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