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Mi país triste

Un manifestante se sumó a una protesta masiva, en junio de 2018, que partió de la provincia de Argentina a la Plaza de Mayo en Buenos Aires para rechazar el crédito del Fondo Monetario Internacional. Credit Eitan Abramovich/Agence France-Presse — Getty Images

SANTIAGO, Chile – Me lo decían una y otra vez: este país no tiene salida. Y después venía otro más y me decía que este país no tiene salida. Una frase no es una noticia; una frase tan pronunciada, tan repetida, puede ser más que eso. A muchos, estos días, les pesa la Argentina.

En la Argentina, estos días, muy pocos no parecen preocupados. Hablé con cientos; uno solo fue casi optimista, pero es uno que trabaja de serlo y, además, me lo decía off the record. Los demás hacían pronósticos apocalípticos o cálculos aterrados o resoplaban o miraban al suelo, al cielo, a ningún sitio.

La Argentina, estos días, parece triste. Yo sé que triste no es una categoría sociológica o política; sé que es una afirmación casi bobita y, sin embargo, me pareció triste. Nunca había oído a tantos diciéndome que si no fueran tan viejos o tan pobres o tan cobardes se irían del país; nunca, a tantos diciéndome que ojalá se fueran por lo menos sus hijos o sus nietos. Nunca a tantos lamentando la falta de dinero, la falta de posibilidades, la falta de futuro.

Nunca a tantos, en fin, que dicen y creen que “esto no se arregla más”. Llevamos tiempo hablando del país-calesita —o carrusel o tiovivo—; la nueva crisis del dólar, la inflación otra vez, la vuelta del Fondo Monetario Internacional reavivaron esa imagen. Muchos argentinos sufren esa nostalgia rara de creer que su futuro se parece a su pasado más difícil.

Y a un presente hecho de aprietos, de penurias. El consumo ha bajado brutal en los últimos meses, todo aumenta, empresas cierran, empleos se pierden, la deuda crece como una sombra negra. El gobierno insiste en que las dificultades actuales son producto del despilfarro y el robo kirchneristas. Quizás hasta sea cierto, pero no es fácil convencer a millones de personas que están viviendo mal de que lo malo era antes, cuando vivían —un poco— mejor.

Unas manifestantes le piden al presidente Mauricio Macri revertir su decisión de pedir un crédito al Fondo Monetario Internacional en una protesta de mayo de 2018Credit Víctor R. Caivano/Associated Press

Y sus portavoces lo hacen más difícil todavía. Hace unas semanas su tribuna más visible, la diputada Elisa Carrió, se llevó todas las portadas cuando dijo que sabía que la situación de los trabajadores era dura y que, por eso, la primera recomendación que le hacía “a la clase media y media-alta es que dé propinas” —convirtiendo el derecho al salario en ejercicio de mendicidad—. Hace unos días uno de sus pensadores rentados, Alejandro Rozitchner —un filósofo que el presidente Macri emplea y consulta—, dijo en un programa de televisión: “Nunca creí posible que un gobierno […] fuera tan claramente en contra de los derechos y las necesidades de los que menos tienen”. La Argentina, sabemos, cree en el psicoanálisis.

El gobierno no lo proclama como su filósofo de cabecera pero tampoco tiene un plan para sacar a ese tercio de la población argentina de su necesidad extrema. El presidente Macri ha aparecido, estos días, hablando del incremento de las exportaciones de materias primas: cereales, carne, limones, litio, gas. Y del aumento de los turistas que llegan a disfrutar de esas otras materias primas, los paisajes naturales. Pero esas producciones primarias, puro aprovechamiento de la naturaleza, no sirven para sacar de la pobreza y la marginalidad a trece millones de personas. Para ellos no se ve más plan que pedir otro crédito al Banco Mundial para aumentar las ayudas, los repartos escasos de comida y darles el mínimo necesario para mantenerlos a raya.

Muchos millones de argentinos seguimos sin entender cómo conseguimos protagonizar el gran fracaso en que nos hemos convertido.

La penuria económica alcanza a casi todos, y tantos están tristes. La aprobación del gobierno bajó del 53 por ciento en octubre de 2017 al 26 por ciento ahora; lo más raro es que ese capital político que pierde no parece ir a ninguna parte: pura entropía, nadie que lo aproveche. El cuarto de población que seguiría votando kirchnerista no ha cambiado; el resto de los descontentos no tiene candidatos, no encuentra opciones nuevas y eso, por supuesto, aumenta la tristeza: una cosa es un gobierno que pierde apoyos porque otros los conquistan; una muy otra es un gobierno que los pierde por sus propias fisuras.

Y el capital político va y viene al ritmo de las revelaciones. Hace dos semanas un periodista reveló documentos que mostraron que Cambiemos, el partido de gobierno, falsificó las cuentas de sus campañas inscribiendo como aportantes a indigentes; sus discursos anticorrupción quedaron en ridículo, la oposición peronista festejó alborozada y se hizo ilusiones. La semana pasada un periodista reveló documentos repletos de detalles escabrosos sobre la corrupción durante el gobierno kirchnerista —por cientos de millones de dólares—; el país se sacudió, empresarios de peso fueron presos y el oficialismo festejó alborozado y se hizo ilusiones. Anteayer un vicepresidente —de Cristina Fernández de Kirchner— fue condenado a prisión por primera vez en nuestra historia, y el oficialismo festejó y más ilusiones. En la Argentina actual los únicos triunfos importantes de los políticos son los errores o los delitos de los políticos contrarios. Ganar es ver perder al otro: contar quién miente más, quién erra más, quién arruina más el país.

La expresidenta de Cristina Fernández de Kirchner fue citada a declarar el 13 de agosto en relación a un caso de corrupción durante su mandato. En esta foto de archivo, Fernández aparece en una conferencia de prensa en octubre de 2017. Credit Eitan Abramovich/Agence France-Presse — Getty Images

Con este panorama, no es raro que tantos argentinos griten su pesimismo. Un verso muy citado de Jorge Luis Borges dice que “no nos une el amor sino el espanto”. Los escándalos producen esos efectos: unen bastante a los que los deploran. Pero a fuerza de unirse por espantos, el espanto se hace más fuerte que la unión; la queja, tanto más que la propuesta.

La única causa que ilusionó a muchas en los últimos tiempos fue, casi inesperadamente, la legalización del aborto. En sus momentos decisivos, millones de personas —sobre todo mujeres muy jóvenes— salieron a la calle, coparon las redes y el debate público; consiguieron la aprobación de la ley en Diputados. Pero, ante la posibilidad de que el Senado la confirmara, la Iglesia católica se jugó entera —Bergoglio llegó a decir que el aborto era lo mismo que hacían los nazis “pero con guantes blancos”— y los senadores fueron defeccionando: al fin, el jueves 9 de agosto, rechazaron la ley.

La pregunta es, ahora, hacia dónde irán las energías de esas miles y miles que acaban de ver cómo la democracia no cuida sus derechos y sí el poder de las corporaciones más conservadoras.

Una activista a favor de la legalización del aborto frente al Congreso el día que se dio el resultado de la votación en el Senado. Credit Eitan Abramovich/Agence France-Presse — Getty Images

Y, en general, no sabemos por qué: casi nada, por qué. Creo que muchos millones de argentinos seguimos sin entender cómo conseguimos protagonizar —o aplaudir entusiastas— el gran fracaso en que nos hemos convertido. El edificio donde he pasado estas semanas tiene una puerta que quizás explique algo.

El edificio es moderno —unos 12 pisos, unos 30 años—, en un barrio más o menos elegante; mi balcón da a la jaula de los leones del zoológico cercano, sus rugidos, sus arrumacos, sus paseos impacientes. Pero lo que me impresiona es su puerta de calle. La puerta, de vidrio y metal, es como tantas puertas. Solo que cuando uno la abre empieza a sonar una chicharra enloquecida que no se calla hasta que uno la cierra. Entrar en esa casa es un engorro: correr para apagar ese maldito ruido. Apurarse, alarmarse, aturdirse.

Me preguntaba por qué, para qué, no entendía; al fin creí que sí. La puerta tiene un problema: cuando uno la suelta para que se cierre no termina de cerrarse, queda pegada pero no trabada. Eso aumenta el riesgo de que cualquiera entre, y Buenos Aires teme a los asaltos. La solución razonable del problema habría sido arreglarla. La solución argentina fue poner esa chicharra que obliga a cada vecino, aturdido, crispado, a correr para cerrar la puerta que no cierra. No solucionar el problema; encontrar una manera de aminorarlo sin hacer el esfuerzo de solucionarlo —y vivir más inquietos—.

Me irrita y ya me voy, casi aliviado. Cierro la puerta, callo la chicharra, me tomo el último taxi al aeropuerto. Hay sol, es de mañana; el chofer es viejo como yo y escucha tangos en la radio. Suena La cumparsita. El chofer sigue el ritmo golpeteando el volante.

—Parece D’Arienzo.

Le digo.

—Sí, claro, es la mejor.

Me dice, y no necesitamos decir nada más: me sonríe por el espejito y le sonrío y me emociono. Hay algo fuerte en esto de no tener que decir tantas palabras para saber qué estamos diciendo: ser de un lugar es eso, y no se pierde nunca. La Argentina me apena, me irrita, quizá no tenga salida, es mi país.

 
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