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El mundo árabe necesita una revolución cultural

La desesperanza y la frustación de los pueblos de la región solo podrán superarse con un cambio cultural profundo. Por George Chaya, Consultor experto en Oriente Medio y en relaciones internacionales, seguridad y prevención del terrorismo.

Unos cuantos datos bastarían para explicar las dimensiones del caos en el que se encuentran las sociedades árabes: Enormes índices de analfabetismo, distancia abismal entre los más ricos –inmensamente ricos– y los más pobres –desesperadamente pobres–, superpoblación de las ciudades, migración masiva de zonas rurales de índole interna y externa”. Es cierto también, y en tal sentido, se podría argumentar que estos procesos son comunes a gran parte de países que, hasta la caída del régimen soviético, eran conocidos como del tercer mundo, y no cabe duda de que la pobreza y la desigualdad son mayores en las calles de Calcuta o Río de Janeiro.

Sin embargo, la frustración en el mundo árabe no es solo un obstáculo para el desarrollo, ni un conflicto entre clases, ni siquiera es un problema de deficiencia educativa. La particularidad del infortunio árabe y su dificultad consiste en que la perciben quienes están a salvo de ella, y en que no se trata solo de una cuestión de cifras, sino más bien de percepciones, sentimientos y sobre todo, de hechos concretos. Ese sentir, empieza por una sensación muy extendida y profundamente enraizada de que “no hay futuro” ante el mal incurable que corroe este mundo, por lo que se piensa que la única forma de salvación es la huida individual, siempre y cuando fuese posible.

No es preciso recurrir a analogías con un Occidente “frecuentemente visto como dominador en el mundo árabe”, en el que, sin embargo, el habeas corpus y los derechos humanos han dado pie a una ciudadanía lo suficientemente abierta como para hacer fracasar las tentativas recurrentes por controlarla. Tampoco es necesario profundizar en los resultados que arrojaría la comparación entre una civilización que no cesa de alumbrar revoluciones tecnológicas y un mundo que, en más de un aspecto, permanece en la era preindustrial y se contenta con consumir los logros llegados desde afuera.

La analogía con contendientes más modestos no sería menos turbadora. Solo hay que mirar en dirección a Asia, donde el crecimiento económico ha multiplicado el número de “tigres y dragones”, o en Latinoamérica, donde la transición democrática parece irreversible, aun en un marco de cierta confusión ideológica. Incluso en África subsahariana, donde a pesar del trauma de las guerras civiles existen algunas experiencias democráticas dignas de destacar. Esas regiones del planeta, que hasta hace poco parecían compartir con los árabes la cruz del subdesarrollo y de la arbitrariedad política, lejos aún de alcanzar la paridad con el norte industrial y democrático, al menos gozan de compensaciones que dan motivos para no caer en la desesperanza. En algunos casos, se perciben avances democráticos contundentes; en otros, un crecimiento económico y tecnológico destacable, que hasta provoca la envidia de Europa; en otros más, una capacidad de iniciativa en las relaciones internacionales; y en ocasiones, incluso, se aprecia todo ello a la vez. Mientras tanto, el mundo árabe padece una carencia cruel en todas las esferas.

En última instancia, ni siquiera la mención de todas esas esferas es indispensable, y tal vez sea ese el rasgo más cruel de la pesadilla del mundo árabe, la carencia de independencia de estímulos exteriores para proyectarse.

Es cierto que el inmenso sentimiento de impotencia del que nace tal pesadilla parece alimentarse del duelo frustrado ante la grandeza pasada, acrecentado en la medida en que se la compara con un referente histórico que poco tiene que ver con el problema, pero que lo hace mucho más doloroso al mostrar que no siempre ha existido. Dicho de otro modo, el infortunio y la dificultad de los árabes radicarían “en la impotencia de ser después de haber sido”.

Sin embargo, infortunadamente, ni siquiera eso es completamente cierto. El duelo por la grandeza pasada, si bien fue determinante en la formulación del nacionalismo moderno y de los pseudoprocesos de liberación nacional en el mundo árabe, ahora han perdido sustento y se probó que su eficacia era y es nula en los tiempos de las posprimaveras árabes, sencillamente porque ellas no han sido más que revueltas violentas capitalizadas por grupos radicalizados en lo político-religioso con una burda e irracional interpretación de los textos sagrados.

IMPOTENCIA PERENNE

Lo cierto es que, en materia de democracia, es Israel quien sobresale en solitario en Oriente Medio, liberado de la disuasión egipcia tras firmar la paz con Anwar El-Saddat y al mismo tiempo, legitimado por sus propios enemigos, tanto estatales como los grupos políticos-terroristas para-estatales (Hezbollah, Hamas y la Yihad Islámica Palestina).



“El efecto debilitador de la frustración árabe ha alcanzado un punto en el que se prescinde de la historia para abandonarse a una sensación de impotencia perenne que anula toda posibilidad de un nuevo despertar”.



En consecuencia, es claro que mientras no haya un cambio cultural profundo en el mundo árabe, poco importará a los países centrales que el derecho internacional sea 
pisoteado constantemente. Esto puede comprobarse en numerosos proyectos de resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que nunca han sido respetados por las partes o no prosperaron por causa del veto norteamericano o ruso, de allí que nunca hayan entrado en vigencia. También se refleja en la existencia de resoluciones de la ONU que, a fuerza de ser matizadas, consiguen superar las trabas de Washington y Moscú, solo para convertirse en “papel mojado”, por no mencionar las de la Asamblea General que no cuentan con carácter vinculante.

El resultado de esta incapacidad diplomática, evidentemente, agrava el sentido de frustración. Son muchos los textos que condenan o reprueban la política israelí –se podrían componer varios volúmenes con ellos–, pero cuando no se produce la apertura al diálogo y al reconocimiento del Estado de Israel, mayor relieve cobra la impotencia de una dirigencia fallida, y se manifiesta mucho más la frustración ante la falta de criterios que pavimentan el camino a la paz. Así, es claro que el hecho de tener razones concretas, pero no ejercer autocrítica alguna para sacar partido a esas razones, acaba por transformar la impotencia en una especie de fatalidad enraizada en la cultura y la vida de los pueblos árabes.

EL PUEBLO PALESTINO

El problema, por lo tanto, resulta mucho menos sencillo para los palestinos, pues se sometió a su pueblo a los designios y planes que de forma inconsulta tomaron sus líderes; ello ha sido –a través de la historia y en los últimos 70 años– nefasto para el pueblo palestino en sentido lato, y los ha llevado a perder la esperanza de forma casi completa.

No obstante, y pese a la resistencia, hay que decir que el discurso árabe de la resistencia no ha logrado incorporar la noción de heroísmo cotidiano. Ello, más allá de la propaganda en la que se ha focalizado su propia dirigencia, propaganda terminante y taxativa, pero poco exitosa, en la cual la percepción de Palestina permanece determinada por lo “categórico”, mas por parte de los árabes que de los propios palestinos. Y si bien los palestinos fueron responsables de su orientación exclusivamente guerrillera y violenta desde los años sesenta, han sido los dictadores árabes los que han impuesto la consigna de “solo Intifada”, desde el levantamiento de 1987-1989, hasta el punto de que los palestinos son considerados un pueblo de revolucionarios profesionales, cuya supuesta valentía consuela y, a modo de catarsis, tranquiliza la conciencia colectiva de quienes los observan de lejos y aplauden frente a su televisor.



“La particularidad del infortunio árabe y su dificultad consiste en que la perciben quienes están a salvo de ella, y en que no se trata solo de una cuestión de cifras, sino más bien de percepciones, sentimientos y, sobre todo, de hechos concretos”.



Ya se trate de palestinos o libaneses, la resistencia no hace más que poner de relieve un sentimiento de frustración generalizada en la falta de un elemento de consenso que posibilite progreso real en materia de superación del conflicto. La segunda intifada, que comenzó en septiembre de 2000, lo confirma hasta hoy. El movimiento es tan fuerte que la sola idea de someterla a la sana crítica se considera de inmediato como una traición. Es más, la sacralización de la resistencia, a partir de una extrapolación exagerada del ejemplo libanés de Hezbollah, impide 
cualquier debate sobre los medios empleados e incita a adoptar los más espectaculares –por muy contraproducentes que sean–, tal es el caso de los ataques y la utilización de shahids (suicidas).

Al mismo tiempo, la islamización de la lucha palestina influenciada por el régimen persa iraní, y a pesar de ciertos hechos que halagan el orgullo perdido de la opinión pública árabe, está lejos de disipar la impotencia y, sobre todo, la imagen de la desgracia y la frustración. Por el contrario, las amalgamas entre Palestina, Irak y Siria no benefician a ninguna de las partes y solo consiguen ahogar en un inmenso río de sangre la imagen que los árabes de Oriente Medio tienen de sí mismos, tanto como la que el mundo tiene de ellos.

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