Armando Durán / Laberintos: Venezuela, el desconcierto, la nada (1)
Nadie sabe a ciencia cierta qué rumbo ha emprendido Venezuela desde el pasado fin de semana. Por ahora, la situación es de confusión y parálisis, los dos términos empleados esta semana por el diario español ABC para describir esta nueva etapa del caos puesta en marcha por Nicolás Maduro ese día, exactamente, a las 7:27 de la noche.
“Este es mi programa de recuperación económica”, se jactó inexplicablemente Maduro al decretar en cadena de radio de radio y televisión lo que estaba por ocurrir. Y para evitar que alguien pusiera en duda la identidad del padre de la criatura, añadió: “Es mío. O sea, que quien ataque el programa, me está atacando a mí, Nicolás Maduro Moros. Lo he hecho con mucha sabiduría, con mucho conocimiento.”
Inmediatamente después se entregó a la tarea de resumir las líneas maestras de un nuevo disparate económico, cuyo origen no hay que buscarlo en los entresijos de esa supuesta “guerra económica” de la propaganda oficial desatada por el imperio y sus lacayos nacionales contra la revolución bolivariana, sino en la obsesión del régimen por aplicar ciegamente en Venezuela su versión del anacrónico socialismo a la cubana, redefinido como “socialismo del siglo XXI” por el sociólogo alemán Heinz Dieterich, asesor de Hugo Chávez durante las primeras jornadas del régimen naciente. ¿Que con qué propósito? Pues para destruir la actividad económica privada, mal de todos los males, aunque el precio a pagar fuera, como ha sido, la destrucción sistemática del aparato productivo nacional y la profunda desarticulación de la sociedad venezolana, como pasos previos imprescindibles para construir sobre sus ruinas la Venezuela del futuro.
En los primeros años del nuevo régimen, el resultado de esta visión delirante del porvenir nacional pasó medio disimuladamente gracias a los inmensos ingresos que generaba la industria petrolera con precios internacionales del crudo por encima de los 150 dólares por barril, pero al estallar la crisis mundial de 2008 y derrumbarse esos precios, el régimen, además de despilfarrar sus recursos, sólo inagotables en apariencia y buenos deseos, sencillamente no pudo hacerle frente a los estragos que estaba causando esa política de acosar a las empresas venezolanas y promover la sustitución de artículos y bienes de producción nacional por productos importados. En ese punto crucial del proceso, Hugo Chávez, en lugar de rectificar esta política suicida, decidió continuarla contrayendo más y mayores endeudamientos para financiarla. Hasta que esa terca decisión, profundizada por su sucesor, ha llevado al Estado al extremo actual de no poder ni atender el pago de los intereses de una deuda desmesurada, que no cesa de crecer.
El efecto devastador de esta inaudita situación ha sido el colapso general del país, cuya expresión más impresionante es el doloroso éxodo que protagonizan millones de ciudadanos para quienes la única salida del callejón sin salida en que se ha convertido el simple hecho de vivir en Venezuela, es tomar la decisión de escapar del país a pie, en largas caravanas de hombres, mujeres y niños desesperados, en busca de otra vida en Colombia, Brasil, Perú, Chile o Argentina. La peor catástrofe humanitaria que registra la historia latinoamericana.
El toro por los cuernos
Ante esta realidad, Maduro y sus lugartenientes finalmente comprendieron que la gravedad del momento los forzaba a tomar por los cuernos al toro de la crisis. Ya no era posible seguir eludiendo sus embestidas con las insuficientes herramientas de la retórica patriotera. Se imponía emprender el espinoso caminos de la rectificación, o el régimen corría el peligro cierto de no llegar a ver la luz del día de mañana. Sobre todo, porque sin la presencia de un líder capaz de galvanizar en torno suyo la voluntad de sus seguidores, la terca incompetencia de los gobernantes para enfrentar el desafío, condenaba al régimen, ya sin el respaldo popular de otros tiempos mejores, a la triste soledad de los perdedores. De ahí la celebración, a finales de julio, de un Congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) con la urgente necesidad de alcanzar suficientes acuerdos en la cumbre del partido sobre qué hacer para seguir adelante y cómo hacerlo.
No fue posible. En ningún momento se ofreció información oficial sobre el desarrollo del evento, pero las filtraciones informales dejaron entrever las grandes desavenencias que corroían las entrañas del PSUV. Sobre todo a la muy difícil hora de diseñar el mecanismo capaz de elevar el precio de la gasolina en el mercado nacional sin provocar un cataclismo similar al del llamado “caracazo”, en febrero de 1989. Todo, porque al fin el gobierno entendió que era absolutamente imposible reducir los estragos que causaba la crisis si no se elevan de inmediato los precios del combustible, que se habían reducido a niveles de risa. Piénsese, por ejemplo, que por menos de lo que costaba un café pequeño en cualquier cafetería, podría comprarse un millón de litros de gasolina. Un engendro populista que al día de hoy le cuesta anualmente al fisco nacional la desmesurada suma de 12 mil millones de dólares contantes y sonantes.
Este ha sido el terrible dilema que persigue a los gobernantes de turno desde 1989. Sincerar los precios de la gasolina aún a costa de provocar un estallido social como aquel, o seguir pagando el costoso chantaje y dejar para otro día la solución del problema. Un dilema que no logró superarse en este infeliz Congreso del PSUV y que a la hora de clausurarlo, Diosdado Cabello, vicepresidente del partido, segundo hombre fuerte del régimen y para muchos el principal contendor de Maduro en la cúpula del poder político, se vio obligado a proponer que Maduro fuera ratificado en la presidencia del partido por aclamación y que el Congreso le concediera plenos poderes para tomar las decisiones que creyera oportunas tomar para remendar el capote con el menor costo posible. Artificio que de nada sirvió, pues en ese instante crucial, antes de que Cabello pudiera terminar de desarrollar su argumento, quizá para recordarle a todos los presentes el drama que significa para toda la población el destrozo de los servicios de agua y electricidad, se produjo un apagón en ese sector de Caracas y el cónclave rojo-rojito concluyó sumido en la oscuridad y el silencio.
Peor que el problema la solución
De todos modos, en un clima de angustiosa crispación, el futuro del partido, del régimen y de Venezuela quedaba así en las exclusivas manos de Nicolás Maduro. Y eso fue lo que hizo el viernes 17 de agosto a las 7:27 de la noche. Anunciar, en primera persona del singular, que después de él, el diluvio. Comenzando con el desconcierto provocado por el anuncio de aumentar el salario mínimo que cobran los trabajadores del sector público y del privado de 3 mil bolívares a 180 millones. Aunque usted, amable lector, no lo crea, un aumento inaudito, de 5.900 por ciento, como parte de otra decisión suya, también inaudita por supuesto, de revalorizar el bolívar, al elevar su valor nominal hasta el nivel que alcanzaba el dólar en el mercado negro, que aquel viernes, calificado desde ese mismo día por la gente como viernes “negro”, era de 6 millones de bolívares por billete verde.
Como complemento a estas dos medidas, Maduro oficializó la decisión anunciada hacía semanas de restarle 5 ceros al valor del bolívar para convertir los viejos e inmanejables bolívares, llamados fuertes por Chávez cuando en 2008 ya les resto 3 ceros y los llamó bolívares fuertes, de modo que esos 6 millones de bolívares reconocidos ahora como su paridad oficial con el dólar, a ser 60 bolívares, llamados desde entonces bolívares soberanos. Una revalorización que justificó Maduro al explicar que este nuevo tipo de cambio del signo monetario venezolano se sostenía porque se anclaba al “petro”, criptomoneda que a solicitud suya fue diseñada en Moscú, pero que no existe fuera de la imaginación presidencial, ya que no es aceptada en los mercados financieros del mundo.
Me parece oportuno señalar en este punto, que la decisión ejecutiva del régimen fue asignarle a este petro de tan dudosa existencia el valor de un barril de petróleo, que en esos momentos era, en el mercado estadounidense, de 60 dólares, razón por la cual la tasa de cambio del nuevo bolívar soberano la “fijó” Maduro en esos 6 millones de bolívares fuerte por dólar del mercado negro, o si usted lo prefiere, en 60 bolívares soberanos del novísimo cono monetario que entró en vigencia el lunes 20 de agosto. Un galimatías que se vino abajo de inmediato, porque el martes siguiente, el precio del dólar en el mercado paralelo venezolano subía a 90 bolívares soberanos, es decir, a 9 millones de bolívares de los de antes. Una devaluación de 50 por ciento en un solo día, que ayer, jueves 23 de agosto, alcanzaba una tasa de cambio de 120 bolívares soberanos. Una devaluación de 100 por ciento en apenas una semana. Sentencia a muerte prematura del programa que según Maduro él mismo había desarrollado con mucha sabiduría y conocimientos.
La alegría del pobre
En su alocución del viernes, Maduro justificó esta perversa combinación de desaciertos señalando que, como parte de la “guerra económica” del imperio contra Venezuela, sus enemigos habían dolarizado la economía, así que con las medidas anunciadas ahora “desde el gobierno bolivariano petrolizamos los precios, un proceso justo para nuestra nación, porque este ataque contra Venezuela disminuyó el salario mínimo, equivalente a 300 dólares, a solo uno.”
Esta falsa operación aritmética ha tenido una consecuencia catastrófica. Como era de esperar, el aumento del salario mínimo, el que cobra la inmensa mayoría de los trabajadores, ha significado un incremento de magnitud inverosímil en los costos de operación de todo. Y como la teórica finalidad del plan Maduro era devolverle artificialmente al bolívar al menos parte de su perdido poder adquisitivo, el régimen también decidió actualizar el control de los precios, pero no tanto. Una suerte de imposible proyecto estabilizado sin serlo realmente, acompañado de la doble amenaza de expropiación del comercio y cárcel para el gerente responsable de haber incumplido el control. Esta imposibilidad práctica de asimilar el impacto de los nuevos costos ha tenido un efecto triple. En primer lugar, de los anaqueles de los comercios han desaparecido abruptamente los productos sujetos a la camisa de fuerza de los precios regulados. Por otra parte, los comerciantes que han sido sorprendidos violando este control de precios han ido a parar a las cárceles, en Caracas y en el interior del país. Para sortear este producir y vender con pérdida o ser víctimas de la acción policial, numerosos empresarios pequeños y medianos sencillamente ya han comenzado a liquidar a sus trabajadores y cerrar sus negocios.
Y de la gasolina, ¿qué?
Advierte el dicho que la alegría poco dura en casa del pobre, y en efecto, a estos contratiempos del régimen para aplicar el torniquete de la supuesta reforma económica del plan Maduro debemos añadir, entre otros, los que afectan al previsto aumento en el precio de la gasolina.
En un principio iba a implementarse su nuevo y todavía desconocido precio a partir del lunes 20 de agosto, fecha en que también comenzaría a circular el nuevo y soberano cono monetario. Hasta ahí todo parecía ir más o menos bien. Después, no tanto. Primero porque el régimen si bien informó de que el aumento entraría en vigor el primero de septiembre, parece (no hay información oficial) que en verdad lo dejará para más adelante. Segundo, porque aún tampoco se ha decidido cuál será ese precio, ni si el aumento se producirá de golpe y porrazo, o gradualmente. Por otra parte, hasta el día de hoy, Maduro y sus voceros se han limitado a hablar de elevar el precio a nivel del precio internacional de la gasolina, sin tener no obstante en cuenta que no hay un precio a nivel internacional, sino muchos precios distintos. ¿A cuál de ellos se igualará el nuevo precio de la gasolina venezolana? ¿Al precio europeo, al de Estados Unidos, al de Colombia? Se supone que a este último, pues es a Colombia adonde se envía la gasolina que se exporta de contrabando. Valga decir, a 85 centavos de dólar el litro, un precio inalcanzable para la mayoría de los venezolanos.
Precisamente por esta razón informó Maduro de que a los venezolanos con el llamado “carnet de la Patria”, o que lo soliciten ahora, identificación mediante la cual el régimen canaliza entrega periódica de alimentos y bonos de diverso valor monetario a cambio de suministrar una serie de importantes datos personales y que ejerce un riguroso dominio político de la población, podrán comprar la gasolina a un precio subsidiado, cuyo valor, sin embargo, tampoco ha sido revelado. Se dice, y solo se dice, que este subsidio sólo se aplicará a un porcentaje del consumo, siempre y cuando ese consumo no supere un volumen mensual, porcentaje y tope de consumo que sigue sin definir.
Según sostuvo Maduro en una intervención televisiva posterior a la del viernes ya famoso del 17 de agosto, los clientes con derecho a esa contribución directa del régimen pagarán en la gasolinera el precio oficial de los combustibles que consuma, pero lo pagarán con la tarjeta-carnet de la Patria en los 8 mil surtidores que dijo se instalarán en las estaciones de servicio. Después, el régimen depositará el monto del subsidio para cada uno de los beneficiarios en la cuenta bancaria de los millones de tenedores de la dichosa tarjetica. Una proeza operativa que a todas luces está condenada de antemano al mayor de los fracasos.
¿Cuál es entonces la realidad de esta entelequia llamada plan Maduro de recuperación económica? Demasiado apresurado para descifrar el misterio. Por ahora solo hay desconcierto y parálisis. La semana que viene el programa proseguirá su marcha, sin muchas dudas hacia la nada y en este mismo espacio nos ocuparemos entonces de registrar su evolución. A sabiendas desde ahora de que en definitiva el objetivo real del proyecto quizá sólo sea ese. Sustituir la vieja cédula de identidad por el llamado carnet de la Patria como mecanismo cubano de control y dominio político total de la población. Lo seguiremos viendo la semana que viene en este mismo espacio.