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Sergio Ramírez: Arqueología de Daniel Ortega

La Nicaragua de paramilitares encapuchados y jóvenes asesinados por francotiradores o secuestrados de sus casas nunca la hubiéramos imaginado cuando luchábamos por la utopía de la revolución hace 40 años. Estos de hoy, perseguidos a muerte, son jóvenes como nosotros entonces, una generación que, igual que ésta, convirtió sus ideales en convicciones, la primera de ellas una sociedad justa e igualitaria, libre de la maldición de la familia Somoza.

Era un experimento novedoso que hoy se ha comido la polilla. Cuando tomamos el poder en julio de 1979, apenas pocos meses atrás el Frente Sandinista se hallaba aún dividido en tres tendencias, que no eran más que la representación de concepciones de cúpulas intelectuales sobre las formas de tomar el poder.

Los jóvenes y adolescentes que luchaban en la clandestinidad, tras las barricadas y en las montañas, y la gente que los apoyaba jugándose también la vida, entendían poco de aquellos artificios ideológicos, y su urgencia era derrocar a una dictadura opresora y corrupta. Y allá abajo empezaron a juntar sus fuerzas y recursos antes de que se llegara a firmar un acuerdo de unidad.

El poder pasó de la noche a la mañana de manos de una casta familiar decrépita y corrompida, a las de unos muchachos inexpertos que improvisaban la organización del nuevo Estado, no sin que estuvieran ausentes las luchas de poder. Pero, por primera vez, no había un caudillo. Las tres tendencias aportaron cada una tres miembros de igual rango a la Dirección Nacional, y se dio el fenómeno, nuevo en la historia de Nicaragua, de un equilibrio de mando dentro de un cuerpo colectivo de nueve personas sin cabeza visible.

De ese delicado equilibrio dependía el consentimiento, y por tanto la adhesión de todas las fuerzas guerrilleras, que tenían su referente único de autoridad en un colectivo, y no en un solo hombre. Y quienes formaban ese colectivo entendían que la ruptura del equilibrio implicaba el riesgo de una lucha intestina, con miles de armas en manos de los combatientes que apenas tomaban respiro de la guerra de liberación recién concluida, mientras se iba articulando el nuevo poder.

Este fenómeno de mutua contención explica el surgimiento de la figura de Daniel Ortega, porque era el que poseía menos condiciones de caudillo. No era ni histriónico, ni demagogo, como, por ejemplo, Tomás Borge. Daniel no tenía dones oratorios, aburría a la gente en las plazas con sus largas tiradas históricas, ni era carismático. De modo que para conjurar el peligro de Tomás, ministro del Interior, surgió Daniel, sacado del sombrero de mago de su hermano Humberto, jefe del nuevo Ejército, hábil para construir alianzas dentro de la propia Dirección Nacional.

Daniel partía con ventaja, pues además de ser parte de la Dirección Nacional estaba en la Junta de Gobierno de cinco miembros, civiles todos menos él. La Junta tampoco tenía cabeza formal. En 1983, tres años después del triunfo de la revolución, era ya su coordinador, y también coordinador de la Dirección Nacional. Un título burocrático que no llamaba la atención.

En 1985, por la misma falta de relevancia, fue electo presidente de la República, y secretario general de la Dirección Nacional, sin que eso significara que estuviera en camino de convertirse en caudillo. El colectivo, con sus pesos y contrapesos, seguía funcionando.

Cada miembro era dueño de su propia parcela de poder, unos más fuertes que otros, pero había una rendición mutua de cuentas. En cada sesión, los días viernes, el primer punto de la agenda era la crítica y autocrítica. Cualquiera que hubiera sobrepasado sus límites tenía que mostrar firme propósito de enmienda. Los pecados de vanidad y soberbia, o exceso de figuración, eran juzgados con severidad.

Estos antecedentes no los ofrezco para arrojar luz sobre los aciertos y fracasos de la revolución, que es materia aparte, sino para explicar cómo la utopía llegó a convertirse en distopía. Esa forma de poder equilibrado se hizo pedazos con la derrota electoral de 1990, porque perder las elecciones no significó simplemente un cambio de gobierno, sino el fin definitivo del proyecto revolucionario.

La Dirección Nacional ya no fue capaz de conducir al Frente Sandinista sin poder, y estallaron las contradicciones antes reprimidas, hasta que terminó desintegrándose, igual que se desintegraron las estructuras del partido.

Y la revolución misma, con su cauda de ideales, promesas y sueños, y desaciertos y errores capitales que fueron pagados al precio de la derrota electoral, desapareció para siempre. Es de esa dispersión y de esa desarticulación que Ortega fue surgiendo como caudillo único. Aceptó la derrota electoral con buen talante, pero de inmediato se contradijo, y sembró la primera semilla de su poder arbitrario al proclamar que iba a “gobernar desde abajo”.

Es decir, con asonadas en las calles, huelgas fabricadas, tranques, barricadas, choques con la policía con saldo de muertos y heridos, decidido a frustrar el gobierno legítimo de doña Violeta de Chamorro. Así se ganó la lealtad de quienes, engañados por la promesa de retorno al poder por la fuerza, empezaron a verlo, con nostalgia agresiva, como encarnación de la revolución perdida, y se reagruparon a su alrededor. Su tesón en reunir los restos del partido derrotado, viejos combatientes, colaboradores históricos, líderes de los sindicatos en escombros, remanentes de las organizaciones populares, le rindió frutos.

Se reinventó a sí mismo en la soledad, y se apropió de los símbolos de la vieja revolución, de sus consignas, de su retórica antiimperialista y antioligárquica, y soportó tres derrotas electorales, sin lograr superar nunca la cota de un tercio de los votos que en cada ocasión su electorado fiel le daba.

Pero el discurso se iba volviendo cada vez más retórico. En el 2000 pactó con el ex presidente liberal Arnoldo Alemán una reforma de la Constitución que rebajaba al 35% los votos para ser electo en primera vuelta. A cambio, le abrió a Alemán las puertas de la cárcel, condenado ya como estaba por lavado de dinero y actos de corrupción. Ortega, en su lenta y sagaz reconstrucción del poder, controlaba ya los tribunales de justicia.

Y aunque la Constitución le prohibía reelegirse, hizo que sus fieles magistrados de la Corte Suprema decretaran que semejante prohibición era inconstitucional. Es decir, la Constitución fue declarada inconstitucional.

Cuando en 2006 ganó otra vez la presidencia se prometió que nunca volvería a perder. Y con los centenares de millones provenientes del petróleo de Chávez asumió también el control del Consejo Supremo Electoral, la Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría de Cuentas y la Asamblea Nacional. Y fue copando a la Policía Nacional, y al Ejército, buscando la lealtad personal de sus mandos.

También pactó con su acérrimo enemigo el cardenal Obando y Bravo, arzobispo de Managua. Y con el gran capital y las cámaras de empresarios: a cambio de plenas garantías para prosperar en sus negocios les quedaba vedado el territorio político. Y creó, con ventaja, su propio poder empresarial, gracias a las llaves siempre abiertas del petróleo venezolano.

Este poder absoluto, sin paralelos en la historia de Nicaragua, se consolidó a lo largo de los últimos 11 años. Ortega ha sido electo tres veces a la presidencia, la última acompañado por su esposa Rosario Murillo como vicepresidenta, con lo que se repite el modelo familiar al que pusimos fin a un costo de miles de vidas en1979.

Sin embargo, tras más de 400 muertos, consecuencia de la brutal represión a las protestas masivas, todo ese poder pensado para siempre se ha disuelto. En contra suya tiene hoy a la iglesia católica, el gran capital y las cámaras empresariales, los pequeños y medianos productores, la sociedad civil, la juventud, la gente de los barrios, los campesinos, mientras el Ejército se ha resguardado en la proclama de neutralidad. Y su aislamiento internacional es cada vez más creciente. Sólo puede contar con Cuba, Venezuela y la lejana Rusia.

Perdió las calles, invadidas por gigantescas manifestaciones de repudio; perdió el consenso y, sobre todo, la gente perdió el miedo. “Nos han quitado tanto que nos quitaron hasta el miedo” reza una de las primeras pancartas que vi en las marchas exigiendo su salida del poder.

Su terca ambición de quedarse hasta el final de su periodo en 2021, o más allá, no se sostiene en la realidad. Le queda nada más la Policía Nacional, los paramilitares, la Juventud Sandinista controlada burocráticamente, y un sector de la terca militancia de los viejos tiempos. Según una encuesta de Cid Gallup publicada el 16 de mayo, 70% de la población reclamaba su salida. Esa cifra, muchos muertos después, debe ser ahora mayor.

El país no puede volver a las condiciones en que se hallaba antes del 18 de abril, cuando empezó la represión. No hay compatibilidad posible entre el caudillo que se apropió de una revolución ya muerta, y la sociedad nicaragüense de hoy, que no acepta nada que no sea la democracia plena.

La normalidad no puede imponerse con más muertes ni con el terror, las caravanas de paramilitares enmascarados, los juicios ilegales, los secuestros, los desaparecidos, las cárceles llenas, los despidos masivos de médicos acusados de terroristas por socorrer a las víctimas de la represión, la criminalización de las protestas, los exilios forzados. La única normalidad posible es la democracia, y Ortega no entra en ese nuevo paisaje.

 

Sergio Ramírez
Escritor, periodista, político y abogado. Es Premio Cervantes 2017. Algunos de sus libros son: ¿Te dio miedo la sangre?Adiós muchachosMargarita, está linda la mar

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