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Nomósfera. Una idea para renombrar el derecho

Ha llegado el momento, dice el ministro José Ramón Cossío, de proponer un término alternativo para todo aquello que se engloba en la palabra derecho: normas jurídicas, conjunto de acciones, símbolos, prácticas y mitos. Así se asumirá que su esencia, la del derecho, es ser una construcción humana

Históricamente hablando, una de las principales funciones del derecho ha sido la ordenación y formalización de las conductas y de las relaciones humanas. La primera condición, prescribiendo premios y castigos impuestos por diversos mecanismos; la segunda, mediante el establecimiento de los pasos a seguir para que los actos y omisiones adquieran sentido jurídico y, con ello, alcancen los correspondientes efectos. Si, por poner dos conocidos ejemplos, alguien priva de la vida a una persona y esa conducta es considerada delictiva y sancionable siguiendo un procedimiento, el sujeto activo podrá ser declarado homicida y privado de la libertad. Igualmente, si alguien quiere heredar sus bienes a ciertas personas mediante un testamento, ello deberá hacerse con todas las formalidades requeridas pues, de otra manera, el acto interior no alcanzará sus efectos jurídicos por más deseo o convicción existente en el emisor.

Para lograr la aplicación constante del derecho entre personas colocadas en muy distintas situaciones sociales y económicas es común tenerlo, más implícita que explícitamente, como expresión de orden natural de las cosas. Como si el derecho no fuera más que el reflejo o constatación de lo que social, política o económicamente hay. Salvo por colectivos específicos y más o menos articulados o en procesos generalizados de cambio no suele cuestionarse el carácter natural del derecho. Así, sus normas y sus prácticas logran continuidad y constancia en los fenómenos de ordenación y formalización de las relaciones sociales.

La visión estándar del derecho como algo natural ha sido cuestionada por diversas corrientes de pensamiento. Por ejemplo, los marxistas lo han entendido como modo privilegiado de dominación. Las normas jurídicas no son sino maneras de ordenar los comportamientos políticos y sociales para permitir la explotación económica o, si se quiere, el mantenimiento de las relaciones de producción que la permiten. Más allá de la veracidad total o parcial de esta posición, lo cierto es que al cuestionar las ordenaciones normativas como algo natural son fuertemente rechazadas por el Estado y sus agentes, así como por los abogados y juristas que ordenan o analizan el derecho. Por su parte, las derechas suelen partir de concepciones prejurídicas para pronunciarse acerca de lo que propiamente es el derecho. Su enfoque les permite rechazar como no jurídico, como no natural, aquello que se aparte de sus categorías.

Sin introducir aquí las diversas concepciones críticas provenientes de las izquierdas y de las derechas acerca de la naturalidad del derecho, es posible advertir el carácter artificial del derecho. Esto es, su falta de naturalidad, la ausencia de procesos y contenidos determinados como resultado de un algo anterior, prefijado, inalterado e inalterable. Por el contrario, aquello que llamamos derecho, normas y prácticas, tiene un carácter histórico, contextual y contingente que, por lo mismo, le confiere su condición de producto social y, en esa medida, artificial. Asumir este carácter da lugar a una tensión: ¿por qué razón mis conductas y las de otros se rigen de ciertas maneras y no de otras? ¿Por qué sólo ciertas formalizaciones de la realidad son aceptadas como jurídicas y otras no? Si las cosas no tienen por qué ser sólo de una determinada forma, ¿qué hace que sean así y no de otro modo?

Las explicaciones frecuentes son bien conocidas. El derecho es así porque su función es ordenar lo existente tal cual es. Es así porque los parámetros civilizatorios de nuestro tiempo así lo determinan. Es así porque, un tanto tautológicamente, sólo así se garantiza la seguridad jurídica. Es así porque la tradición cultural o jurídica en que nos encontramos y no queremos romper así lo ordena. Lo que con explicaciones como ésta se busca y desde luego se consigue, es reconducir las críticas o al menos los atisbos a un conocido y reconducible camino. El derecho, se insiste, no es sino reflejo o representación de la realidad. Por lo mismo, el cambio del primero pasa por la transformación de la segunda, con independencia de que la segunda esté regulada por el primero y enfrentarla pueda ser ilícito.

Suponer la naturalidad del orden jurídico tiene ventajas sociales. Facilita la subordinación a la normatividad existente. Las personas no se preguntan, ni insistente ni profundamente, el porqué de las cosas jurídicas. La naturalidad sostiene la normalidad, tanto en su aspecto de fenómeno jurídico como de regularidad repetitiva. Se logra la eficacia del derecho y con ello se normalizan un sinnúmero de conductas y formas jurídicas. De algún modo y con independencia de las implicaciones morales que ello supone se logra vida social. Sin embargo, la naturalidad conlleva también desventajas no únicamente para los individuos que están sometidos al derecho sino, por paradójico que parezca, para el orden normativo y sus prácticas.

Uno de los inconvenientes con lo que se supone natural es asumir su permanencia. ¿Qué cosa más propia de lo que siempre ha estado y estará ahí, que presumir que siempre seguirá ahí y lo estará del mismo y conocido modo? En psicología el asunto está bien estudiado en el arco que va del narcisista hasta el normal. El amor de los padres siempre será el mismo y lo será invariablemente. En lo social hay casos semejantes. Los nacionalistas sueñan con un mundo propio que tuvo origen y tendrá permanencia. Los religiosos pueden entender, a veces, el cambio de ritos, pero no las creencias. Menos extremadamente, los demócratas suponen que una vez llegada la democracia, por su valor o algo semejante, habrá de quedarse para luego florecer y rendir frutos. El naturalismo es así. No sé si es esencialmente humano, pero parece haber un sueño de que lo ya creado o concebido es tan poderoso que resulta posible, finalmente, vanagloriarse y descansar.

Uno de los casos más extremos del naturalismo tiene que ver con lo que define el término y, por lo mismo, le da esencia a la idea, al sentimiento y a sus repercusiones. ¿Qué puede haber más natural que la naturaleza? ¿Qué hace a la naturaleza natural? Por definición, estar ahí y estar así desde el comienzo hasta el fin. Una vez asumida la evolución, el cambio darwiniano, la transformación es natural y se hace naturaleza. El concepto se ajusta. Lo natural cambia como evolución, pero lo hace con los ritmos de sus leyes.

La tierra, se decía, es amplia y natural. Estuvo, está y estará ahí. Puede ser descubierta, conquistada y viajada. En su propia condición de objeto, también dominada. Su inmensidad permitió usarla como espacio transitable y habitable y como tiradero de lo producido y lo desechado. La tierra, espacio conformado por agua, suelo y gases, sufrió los males del naturalismo. ¿Para qué ocuparse de lo que estuvo y estará, de lo ilimitado, de lo perenne, de lo total si, al hacerlo, cuestionamos su propia condición y, por contraste, nuestra humanidad misma? El pasar de los años y la acumulación de evidencias hicieron claro un problema. La naturaleza no era ilimitada. Factores no naturales podían afectarla, degradarla, comprometer su existencia y afectar a todo lo vinculado con ella. La tierra, espacio asequible de lo natural, no era aquello que se pensó. Era algo diferente y así tenía que ser tratado.

El problema subyacente, o al menos uno de ellos, estaba en el lenguaje. ¿Cómo visualizar que la naturaleza, o al menos lo natural, había dejado de ser lo que se suponía, si lo supuesto determinaba modos de ser y estar en la vida misma? Si el lenguaje era determinante había que comenzar por rehacerlo. Hablar de biósfera o medio ambiente ayudó. La naturaleza era una cosa, la tierra otra y la biósfera una más. Esta última no era ya el todo ilimitado y siempre permanente, sino un todo funcional, limitado y agotable en el que la vida se producía y estaba. Así, si la misma se afectaba en un grado importante, si sus funciones se lastimaban y si sus posibilidades llegaban a un límite, la vida misma quedaría comprometida.

El cambio de lenguaje, no como acto de imposición sino de comprensión y asunción, comenzó a generar cambios de pensamiento y luego de conductas. ¿Qué sí y qué no se podía hacer con la biósfera o en el medio ambiente? ¿Cuáles serían los límites admisibles de maltrato y de descuido al espacio recién constituido? ¿Qué desechos podían tirarse, cómo y en qué cantidades? Para saberlo había que comenzar por identificar y medir. Luego, y más dificultosamente, a regular y corregir. Se creó la ciencia de lo ambiental con la concurrencia de muchos saberes. Se generó un espacio nuevo de reflexión, trabajo y sentido. Ello se inició mostrando la no naturalidad de la naturaleza o, al menos, de la concepción dominante.

El cambio de perspectiva pasó por la creación de una metáfora. Al hablarse de una esfera de la vida y dotar a ese espacio de un sentido vivo se posibilitaron nuevos entendimientos y nuevas operaciones. La metáfora no operó en el sentido tradicional de representación de algo ya existente sino, como lo postularon Lakoff y Johnson en Metaphors. We Live By (The University of Chicago Press), como un concepto que permitió darle sentido a las cosas y propiciar acciones. Si aquello de lo que se hablaba hubiera seguido siendo la tierra, el mar y la atmósfera, la comprensión de lo que estaba enfrente no hubiera cambiado. Pudieron, es verdad, hacerse cosas diversas con esos espacios, como de hecho sucedió con la medición de temperaturas terrestres o la identificación de gases en la atmósfera o el cambio de acidez en los océanos. Lo que no habría habido era la posibilidad de hacerlo en conjunto y actuar correspondientemente.

La manera en la que el derecho ha sido visto hasta ahora guarda algunas semejanzas con la narrativa acabada de hacer. En un esfuerzo relevantísimo con poco más de cien años de existencia, el derecho comenzó a ser visto como orden jurídico. Dejó de ser la mera acumulación de ordenamientos jurídicos para comenzar a verse como un sistema. Ahí donde había una constitución política, un código civil, uno penal y varias leyes de procedimientos, comenzaron a verse ordenaciones jerarquizadas y sistematizadas. A partir de la constitución colocada en el espacio superior de una pirámide se crean las leyes emitidas por el Congreso y luego una multiplicidad de ordenaciones ejecutivas y administrativas. La idea que permitió la pertenencia jerarquizada posibilitó también la identificación de normas que fundándose en disposiciones generales terminaban teniendo sentido para individuos específicos por la vía de contratos, testamentos o sentencias.

Con la llegada del orden jurídico como concepto se abrieron nuevas posibilidades para la producción y el estudio del derecho. Definir qué sí y qué no era derecho, cuáles eran las reglas de pertenencia y de exclusión y otros problemas capitales semejantes. Se aceptó desde luego la positividad del derecho. Esto es, que éste era creado por los sujetos autorizados por el propio orden jurídico. Sin embargo, las explicaciones jurídicas dejaron de lado mucho de lo que esa positividad implicaba. Lejos de estudiarse las condiciones de los actos humanos que podían producir normas el estudio del derecho se redujo a las normas creadas. Así, el derecho terminó siendo identificado con las formas de producción y las normas producidas, pero no con los fenómenos humanos vinculados con unas y otras. El derecho quedó reducido a ser orden normativo. A un orden cerrado de normas en el que las operaciones de producción tienen que darse de manera autorreferente: para que algo llegue a ser norma tiene que producirse conforme a las normas que el orden jurídico prevé. En tales circunstancias, lo relevante fue conocer bien las condiciones normativas de producción de normas, pues de otra manera aquello que quiera crearse como tal no se lograría.

A la idea del orden jurídico autosuficiente normativo se agregó la concepción naturalista del derecho. Aquella que asumía que el derecho era así porque representaba la condición social que lo producía y estaba llamado a regular. El efecto enajenante del derecho no pudo ser mayor. El orden natural de las cosas terminó por sistematizarse o, mejor, por hacerse sistema. Los contenidos que podían tenerse como jurídicos habrían de desplegarse de manera ordenada, regular y previsible. El naturalismo del derecho habría de realizarse en el sistematismo del orden jurídico. Como por derecho únicamente podía aceptarse lo que el derecho admita como tal y la producción normativa tenía que seguir las formas establecidas en las normas la autorreferencia estaba garantizada. Como la naturalidad del derecho se desplegaba en condiciones autorreferenciales su carácter quedó potenciado.

El efecto de la combinación alcanzada ha sido enorme. El derecho carga con los vicios y las virtudes del naturalismo en versión sistémica. Por ejemplo, que está ahí y está así por ser lo propio de sí mismo. Suponer que habrá de cambiar sólo conforme a sus ritmos y tiempos propios. Suponer que cualquier alteración deberá provenir de sí mismo y conforme a sus propias normas. Todo esto es lo conocido y lo explorado. Es parte de la desesperanzada perspectiva externa al derecho y de la cómoda y conveniente reflexión interna. Lo que ya no es tan conocido es otro efecto de las mismas causas.

Suponer que el derecho, en su versión orden jurídico, es un fenómeno natural implica aceptar las propiedades del fenómeno. En lo que aquí interesa, su inmensidad, totalidad y anonimato. Ello ha permitido ver al derecho como un campo al que todo puede ser incorporado, en el que todo puede ser acumulado y todo puede ser, también, desechado. Asumiendo la funcionalidad del propio orden jurídico para crear normas y, concomitantemente, para invalidar aquellas que le resulten contrarias, hemos terminado por suponer que el derecho es un orden autosuficiente, capaz no sólo de generar normas y acomodarlas, sino también de ordenar y mantenerse estable y funcional por sí mismo. En una imagen, al derecho le pasa lo que hasta hace algunos años le pasaba al mar. A fuerza de ser grandísimo, prácticamente inabarcable e inagotable, se le supuso como posible receptor de todo tipo de desechos. Su condición de vertedero universal ha llevado, sin embargo, a alterar su funcionamiento. Va quedando claro que las acumulaciones no son salvables, que es necesario detener la marcha de la contaminación y que es indispensable comenzar con acciones remediales.

El derecho, campo conformado por normas y prácticas, ha sufrido los males del naturalismo. Se ha pensado que al orden jurídico pueden llevarse todas las normas que se quieran, que éstas pueden tener contenidos ilimitados, que la sola normatividad habrá de generar nuevas y capaces prácticas de los aplicadores de las normas y que, en síntesis, la mera existencia normativa habrá de afectar la realidad en el sentido deseado. Si un grupo pequeño o grande piensa que su agenda debe alcanzar la categoría de ley, cosa de presionar lo suficiente a los productores de ellas. Si un funcionario supone que con una circular o decreto habrá de lograr ajustes burocráticos, cosa de expedir la norma correspondiente. Si un juzgador supone que la luz del reflector público le permitirá avanzar en su carrera, cosa de emitir una sentencia progre. Los ejemplos podrían multiplicarse. No es necesario. Lo que quiero mostrar ha quedado claro.

El orden jurídico se ha convertido en un vertedero de cosas. En una especie de depósito de todo a lo que pueda conferirse condición normativa. Si, volviendo al comienzo de este ensayo, las funciones sociales generales del derecho son la regulación de conductas y la formalización de relaciones y situaciones sociales, las actuales condiciones acumulativas o depositarias del orden jurídico están impidiendo que se cumpla con ellas. El legislador constitucional puede querer ordenar el sistema federal de cierto modo en una materia concreta, por ejemplo, en el combate a la delincuencia como resultado de la presión existente. Si al querer satisfacer entendibles reclamos, no identifica los delitos, deja unos fuera o mezcla lo que la Federación y los estados deban hacer, difícilmente conseguirá combatir el fenómeno generador de su actuación. Puede suceder que en algunos casos los tribunales anulen las malas leyes. Sin embargo, puede suceder, también, que no participen porque no se accionó su intervención, que no lleguen a anular la norma o que lo hagan sólo para quien promovió un juicio y, en el peor de los casos, pueden aun complicar más la situación. Ello significará, a final de cuentas, que no existan las disposiciones buscadas, que se apliquen en condiciones parciales o que lo sean de manera inadecuada. El presidente de la República o el gobernador de un estado pueden suponer que en ejercicio de su facultad reglamentaria corregirán situaciones o propiciarán un nuevo estado de cosas. Igualmente puede suceder que las normas no se apliquen o se apliquen mal, con lo que los efectos buscados no podrán lograrse. Hasta aquí los aspectos normativos. Vayamos a la otra parte del problema.

Si el derecho tiene como característica ser positivo, ello implica la existencia de personas calificadas para hacer lo que sus normas disponen. Como una buena parte de las normas regulan conductas y éstas suponen acciones, se requieren verbos. Participar, acusar, juzgar, medir, vigilar, otorgar o cancelar, por ejemplo. Esta forma de conexión exige, a su vez, que varias personas puedan y sepan actualizar el correspondiente verbo. Un fiscal que no puede o no sabe acusar será inadecuado para que el propósito del nuevo sistema penal acusatorio logre sus fines. Un consejero de un órgano constitucional autónomo que no sepa diferenciar entre bandas, espectros, ondas o frecuencias, difícilmente comprenderá las consecuencias de su actuar o lo hará de tal manera que sus acciones no alcancen la racionalidad buscada mediante el derecho. Un juzgador que no es consciente de los límites de su función difícilmente alcanzará sus objetivos.

Tanto los problemas de la creación normativa como de las capacidades técnicas quedan ocultos al asumirse la calidad naturalista del orden jurídico. Al verse como un gran receptáculo de todo lo que se quiera poner ahí, termina por asumirse que aun las malas normas y las malas prácticas encontrarán algún tipo de acomodo. Que la capacidad de resiliencia del todo es y será tal que las funciones de ordenación y formalización terminarán lográndose. Tal como se pensó que la tierra podría absorber todo el CO2 que se emitiera, se piensa que el orden jurídico puede incorporar cualquier contenido, proceso o práctica con algún viso de normatividad. Negarlo, en cualquier caso, equivaldría a cuestionar su propia naturaleza.

¿Es posible referir el orden jurídico en términos metafóricos a fin de realizar con él funciones distintas hasta las ahora establecidas? Dicho en otros términos y siguiendo a Lakoff y Johnson, ¿es posible construir una alternativa explicativa que nos haga mirar al orden jurídico de un modo diverso y, con ella, hacer cosas distintas a las que hasta ahora hemos hecho? Mi respuesta es positiva. En otro artículo propuse la creación de un término que, al menos como comienzo, abre una alternativa (El País América, 30 de mayo de 2018). Ese término es “nomósfera”. Se compone por las raíces nomos-normas y sphaera-esfera. De lo que se trata es de identificar con esa expresión una esfera del nomos, aquello que compondría lo vinculado con el derecho. Desde luego que las normas jurídicas en nuestra modernidad, pero también el conjunto de acciones, símbolos, prácticas y mitos que terminan por componer todo eso que genéricamente denominamos derecho.

Hablar de la nomósfera en lugar de orden jurídico tiene sus ventajas. La primera es romper con la excluyente identificación entre normatividad estatal y derecho. El que desde hace más de 200 años vivamos en esta identificación no quiere decir que históricamente así haya sido ni así vaya a ser. Imaginar que el derecho es algo más que normas implica ocuparse de él de manera distinta y atender a temas que, por lo común, no entran en sus focos de atención y son dejados, muy arbitrariamente, a lo que despectivamente se denominan disciplinas auxiliares del derecho.

Una segunda ventaja tiene que ver con que al suponer que se está en una esfera más amplia y compleja que la mera normatividad, pueden apreciarse fenómenos que, finalmente, tienen que ver con la constitución y operación del derecho mismo. Si, por poner un ejemplo, se estima que forman parte de éste también las prácticas, será indispensable entender quién y cómo las realiza y no asumir que todo ese ámbito de actuaciones nada o poco tienen que ver con el derecho auténtico o con el verdadero fenómeno jurídico.

Una tercera ventaja con el uso de la expresión nomósfera radica en entender, como pasó con el tránsito de la tierra a la biósfera, que se está ante algo limitado, susceptible de deterioro y agotamiento. Que, por lo mismo, debe ser cuidado como una esfera. Que sobre él debe haber prevención, vigilancia y reparación. Que sus condiciones de resiliencia son limitadas y que las mismas deben procurarse para que pueda cumplir sus funciones.

Si, volviendo al comienzo, las funciones históricas del derecho han sido, más allá de peculiaridades y desviaciones, la regulación de las conductas y la formalización de las relaciones individuales y sociales, es necesario encontrar maneras para pensarlo como un algo que requiere ser adecuadamente construido y cuidado para que llegue a alcanzarlas. Desaparecidos los momentos dominantes de la magia y la religión como formas de cumplir esas funciones, la mejor manera de tratar de ordenar a los individuos y a las sociedades es mediante el derecho. Pensarlo como un orden de relaciones normativas no agota sus posibilidades. Lo único que con ello se logra es empequeñecer su potencial riqueza en aras del dominio exclusivo y excluyente de sus cultivadores.

Si se toma en cuenta lo que el derecho significa socialmente, es preciso trascender su mera normatividad, esa que se piensa queda encerrada en la idea del orden jurídico, desde luego normativo y autorreferente. Imaginar una metáfora para la acción sobre ese bien que es el derecho es sólo un comienzo. Muchas cosas quedan por hacer a partir de ahí, más allá de la construcción de un campo del cual es indispensable ocuparse. Supongo que la primera vez que se habló de una biósfera o de un medio ambiente más de uno pensó que se estaba invocando un pobre animismo. Hoy esa composición metafórica es un medio para salvarnos como especie humana y para hacer prevalecer la vida en la tierra. Quisiera pensar que si logramos comprender que el derecho es una esfera del nomos podríamos comenzar a actuar sobre él, sobre su significado y sobre sus funciones. No sé si es mucho, pero tal vez sí un buen comienzo para ayudar a aquello que, suponemos, habrá de darnos paz social y posibilidades de convivencia. Comencemos por asumir que el derecho no es natural. Que es una construcción humana y que debemos ocuparnos de ello.

 

José Ramón Cossío Díaz 
Ministro de la Suprema Corte de Justicia y miembro de El Colegio Nacional.

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