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¡Otra vez la UCV! ¡Nada de lástima!

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Reloj Universitario de la Universidad Central de Venezuela, diseñado por Carlos Raúl Villanueva en un trabajo conjunto con el ingeniero Juan Otaola Paván, en 1953.

En el momento que escribo este artículo, las actividades en la Universidad Central de Venezuela están suspendidas durante 24 horas. Aunque este paro es una respuesta inmediata a un aumento general de sueldos por parte del gobierno nacional que ha dejado a los profesores instructores y asistentes a tiempo completo ganando un sueldo inferior al mínimo, el motivo central que sustenta la suspensión no es estrictamente salarial: tiene que ver con la palabra dignidad. Y esta palabra no se come, pero se piensa, se vive, sustenta y es nuestro puente al futuro.

Una universidad no es su comedor ni su autobús, ni sus consultorios médicos para atender la salud de los profesores. Tampoco los tickets de alimentación ni la guardería para los niños de los empleados. Cualquier profesor, estudiante o empleado de una universidad seria en el extranjero cuenta con recursos para pagarse cada uno de esos servicios a precios sensatos, fuera o dentro del campus universitario.

Una universidad es un centro de creación de conocimientos, no un dispensador de servicios sociales.

La revolución, lamentablemente, ha tenido éxito en su política de estómagos agradecidos: las preocupaciones giran alrededor de la comida o las medicinas y, en años anteriores, hasta se promovió la imagen de un profesorado muerto de hambre con el fin de exigir mejores condiciones económicas.

Sin embargo, por esta vez, la UCV convoca en nombre de la dignidad y la razón: las universidades que funcionan en el mundo —sea en China, en Rusia, en Estados Unidos o en Brasil— no pagan menos del sueldo mínimo a un docente con estudios de cuarto nivel ni tampoco recompensan a sus profesores titulares con doctorados, publicaciones internacionales, idiomas y al menos quince años de experiencia con poco más de dos sueldos mínimos.

No, no funciona así.

Ni en los tiempos de la Unión Soviética, en pleno comunismo del siglo XX, se trató así a los cerebros —sí, como suena: cerebros— de la sociedad. Sólo Mao Zedong en China intentó arrasar con toda diferencia salarial, cultural y política, hasta que logró matar de hambre a decenas de millones de personas y le quebró el espinazo a la vida de su país. Y para poder convertirse en potencia, y no en un sumidero de cadáveres, China se olvidó de Mao y emprendió otros caminos.

Aunque no le guste a esa izquierda populista continental que ha contribuido al declive de la educación superior pública en América Latina y casi la ha destruido en Venezuela, hay que decirlo: las mejores universidades del mundo invierten recursos en investigación, pagan buenos salarios a sus profesores y escogen a sus alumnos por sus méritos.

Si se acepta que haya selecciones nacionales de fútbol, venezolanos grandes ligas o eximios directores de orquesta, ¿qué pasa en Venezuela que se desconfía de la excelencia en materia educativa superior? ¿Será que ese igualitarismo fascistoide y comunistoide que desconfía del intelecto desde los tiempos de la Guerra Federal no nos ha dejado en paz?

En todo caso, las universidades y los centros de investigación donde el mundo se piensa, se transforma, se crea y se recrea tienen por fuerza que escoger a los mejores. La educación pública no es sinónimo de piratería generalizada y de titulaciones masivas al estilo de la Universidad Bolivariana. No: vean Alemania, Finlandia, Canadá.

La izquierda populista no acepta esta realidad en nombre de la igualdad: una igualdad que en Venezuela se ha transformado en conformismo absoluto o en simple y absoluta penuria: tenemos los mismos niveles de pobreza de 1998. Los neoliberales desconfían de la educación pública y de las ciencias sociales, olvidando que es necesario financiar a quien piense, innove y cree. Se equivocan unos y otros: las grandes tradiciones intelectuales y culturales, los grandes inventos y visiones por las cuales vale la pena luchar no se construyen con el conformismo ni pensando sólo en productividad y ganancia.

Las humanidades y las ciencias sociales actuales, ciertamente, suelen darle mayor vocería y presencia a las tendencias que se enmarcan en una recusación permanente de la economía de mercado, de la herencia del liberalismo político, de los grandes logros artísticos y literarios, de la ciencia y la tecnología; pero sin ellas es imposible pensar el futuro.

Autores como Roberto Mangabeira Unger, Seyla Benhabib, Martha Nussbaum, Hannah Arendt o Amartya Sen tienen mucho que decirnos al respecto. El pensamiento crítico de nuestras universidades debe conectar con el liderazgo político opositor, no como “técnicos” sino como la necesaria ayuda para establecer un proyecto de nación, que no es lo mismos que lineamientos de gobierno, por cierto.

Si me preguntaran por qué vale la pena luchar por el país, diría que es el lugar donde podría vivir a plenitud todas mis dimensiones como ciudadana: comer se puede hacer mejor en otro lado, sin dramas, colas y falta de oferta.

Las universidades no son para pensar en llenar el estómago, sino para hacer la historia de la gastronomía, inventar nuevas formas de producir, crear patentes de nuevos productos y técnicas, reflexionar sobre la alimentación y la salud, pero también sobre la alimentación y la cultura.

Para decirlo de otro modo: en las universidades la necesidad se vuelve humanidad.

Por eso participar activamente en la lucha por una UCV digna y racional es mucho más atractivo que dar lástima: los profesores se están yendo porque en cualquier lado les pagan mucho mejor.

No me dan lástima mis colegas pues los mejores resolverán individualmente sus problemas. Me da lástima mi país, porque su juventud no contará con las oportunidades educativas que los convertirían en parte de una realidad mejor. Me dan lástima esos muchachos graduados de médicos de la Bolivariana en tres años a quienes les parece una maravilla que puedan ejercer en igualdad de condiciones con los que estudian seis años en las universidades nacionales. Me dan lástima los líderes políticos que sólo hablan de estómago y no saben conectar los problemas de la gente con las grandes causas, las grandes ideas y las grandes innovaciones. Me da lástima que los compatriotas chavistas tengan que celebrar la victoria de la miseria y la mediocridad absolutas para sostener su proyecto de país.

Y lástima me da que haya quienes piensen que sin dignidad y racionalidad puede haber educación.

Es imposible: sin dignidad ni razón, sólo habrá papeles firmados por rectores mediocres que si acaso servirán para que quien los tenga caliente el asiento de un ministerio, de esos en los que ahora se trabaja hasta la una de la tarde por racionamiento de la energía eléctrica.

La lucha en la Universidad Central de Venezuela enfrenta la dignidad al populismo. Y mi universidad debe ser líder en esta causa, porque su sometimiento a la izquierda antidemocrática desde los años sesenta ha prohijado el desastre en el que vivimos, tal como lo demuestra la nómina de egresados de la UCV con cargos directivos en el gobierno nacional.

La causa de la democracia entendida desde el pluralismo debe ser el norte de nuestra universidad más antigua.

Pluralismo es diversidad, derechos humanos, saber, libertad, creatividad.

Para dogmas, con la revolución basta.

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