Jesús Silva-Herzog Márquez: Adiós a casi todo
Salvador Pániker no logró ver su último diario publicado. Había escogido la fotografía que llevaría la portada: un atardecer en el Ampurdán: un ciprés solitario, una parvada y un camino de tierra. Murió un par de días después de que los ejemplares salían de la imprenta. Adiós a casi todo (Random House, 2018) es el quinto dietario del pensador hindocatalán. Nació en 1927 y se dedicó durante toda su vida a reconciliar civilizaciones y sensibilidades. Buscó darle sentido a un misticismo ateo, una perspectiva de vida abierta a la razón y al misterio. Fue un elocuente defensor de la muerte elegida. La última libertad, la que desdramatiza la muerte.
En sus dietarios debe estar lo mejor de su obra. Más que en sus ensayos filosóficos, el registro cotidiano de sus días contiene su sabiduría. La serie está formada por el Cuaderno amarillo, Variaciones 95, Diario de otoño y Diario del anciano averiado. Cada uno es el capítulo admirable de una vida. Un registro del arte de vivir y, en las últimas entregas, del arte de ir muriendo. La escritura se entrevera con la vida, el pensamiento se inserta en la experiencia, las lecturas se enroscan con las vivencias. Escribir es como respirar, dice Pániker. ¿Escribir para respirar? Si no escribo, insiste, se resiente mi metabolismo. Si no verbalizo mis achaques resultan más siniestros. “La escritura le da ventilación a la jaula de mi vivir disminuido.”
Acercándose a los noventa años, intuía que ese diario podía ser el último. En una nota preliminar advierte a sus lectores: “Ignoro si éste va a ser el último diario que publico. En el momento de entregar estas líneas a la imprenta mi edad es muy avanzada. Así que ya veremos. O no veremos.” Adiós es eso: una despedida. Un desprendimiento de placeres, de vigores, de afectos. Murió de repente. Murió en su casa. Murió sin sufrir. Murió dando un grito terrible. Murió sin miedo. Murió tras el ataque. Dejó de respirar. Murió mi amigo. El registro de los días como un largo y doloroso obituario. Compañeros, parientes, amigos, amantes, colegas que van desapareciendo. Entre flemas, catarros, insomnios y convalecencias, la muerte del entorno como anticipo de la muerte propia.
En esta libreta se consigna la muerte de su hermano Raimon, sacerdote católico que también buscó (aunque por caminos muy distintos) el encuentro de tradiciones religiosas, pero con quien tuvo una relación difícil, en muchos momentos tirante. Discreparon hasta en el modo de escribir su apellido. Salvador Pániker, Raimon Panikkar. En todas sus libretas Salvador se muestra atento a lo que escribe su hermano, a lo que responde en entrevistas, a lo que dicen de él. Una observación me parece especialmente lúcida. Advierte en su hermano el pecado del intelectual: identificarse con sus ideas. Creer que en lo pensado está su propia identidad. Por eso, dice en la libreta previa, mi hermano no dialoga: polemiza. Esa es una de las enseñanzas de sus diarios. Es necesario reventar el hermetismo de las certezas para aventurarse al diálogo. Tomarse menos en serio lo que se piensa. ¨