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La tumba del jogo bonito

 

Sócrates durante el partido entre Brasil e Italia en la Copa Mundial de Fútbol 1982. Fotografía: Maurizio Borsari / Cordon Press.

Les sucede a los amantes del jogo bonito lo mismo que a muchos descendientes del bando perdedor en tantas y tantas guerras, que ni siquiera disponen de una lápida frente a la que llorar y lamentarse por la pérdida de un ser querido. El cementerio donde reposaban sus cenizas fue derruido el 20 de septiembre de 1997 y el terreno sagrado, profanado y recalificado, acoge hoy varios centenares de viviendas y un parque urbano conocido como Jardins del Camp de Sarrià. No hay placa ni monumento que honre a los caídos, nadie enciende velas ni refresca con flores su memoria, solo unos pocos recuerdan lo que allí sucedió.

La cuna y el corsé

Pese a que son muchos los que se atribuyen la paternidad de la criatura, lo cierto es que resulta imposible determinar quién acuñó el término jogo bonito. A la carrera por la autoría se han apuntado mitos del fútbol brasileño como Pelé o Didí, poetas, periodistas, oportunistas de diferente pelaje… Incluso un inglés, de nombre Peter Doherty, aseguraba que fue su boca la primera en deslizar tan histórica ocurrencia mientras veía jugar al Manchester United en 1956, sin duda la más exótica de las reclamaciones.

Sea como fuere, lo cierto es que nadie en su sano juicio sería capaz de discutir la pertenencia del jogo bonito a las entrañas mismas de Brasil, un país roto cien veces y ciento una cosido con cuero, regates y aplausos. El jogo bonito es una expresión cultural, un modo de vida moldeado alrededor de una pelota, la respuesta lógica al desafío diario de una realidad cruda y hostil que invita a depositar en el talento las esperanzas de un mañana mejor. En cualquier callejón sobre el que pueda rodar un balón, en cada campinho de barrio o en un trozo de playa, los niños y niñas brasileños de ayer y hoy sueñan con ser el nuevo Garrincha, el siguiente Romario, la próxima Marta… Y todo ello a pesar de unos dirigentes, los del fútbol profesional brasileño, empeñados en mirar hacia Europa y encorsetar su propia naturaleza, convencidos de que el miedo es un arma más poderosa que el atrevimiento y obsesionados por una derrota histórica que tiñó sus corbatas de complejos y coartadas. Sucedió un 5 de julio de 1982, en España, en un entonces remozado y hoy desaparecido Estadio de Sarriá: la tumba del jogo bonito.

Preparativos para el funeral

El 16 de enero de 1982, en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, tuvo lugar el primer acto solemne de la fase final de la XII Copa del Mundo, el principio del fin. El sorteo de los grupos que compondrían la primera fase del torneo resultó ser una fotografía perfecta de la España de entonces: un amasijo de caspa, desorganización y confusión, mucha confusión. En una curiosa iniciativa, los cabezas de serie pudieron elegir sede para sus primeros partidos y los brasileños, aliados naturales del calor y la alegría, se decidieron por Sevilla. Sus primeros rivales, escupidos por unos bombos que descomponían las bolas y enrojecían de vergüenza los rostros de los organizadores, serían la URSS, Escocia y la cenicienta del Mundial, Nueva Zelanda.

Pese a la ausencia por lesión de su delantero centro titular, el prometedor Careca, los brasileños se convirtieron en los protagonistas indiscutibles de la primera fase del torneo. Sus solventes victorias frente a soviéticos, escoceses y kiwis les otorgaron la etiqueta de favoritos indiscutibles y tan solo la atrevida Francia, capitaneada por Michel Platini, parecía capacitada para enfrentarse al vendaval verdeamarelo con alguna posibilidad de victoria, un partido de verdadero ensueño que algún buen aficionado habrá jugado mil veces en su cabeza. El jogo bonito de los brasileños desbordaba a sus rivales entre combinaciones electrizantes, maniobras inverosímiles, disparos endiablados y una plasticidad exagerada incluso para sacar de banda, como no podía ser de otra manera. El mero recuerdo de aquellos futbolistas mayúsculos y tan puramente brasileños debería bastar para que algunos de los actuales integrantes de la selección canarinha pregunten a sus padres en qué lejano país fueron adoptados. «Brasil nos ha enseñado cómo se juega al fútbol. Enfrente hemos tenido a un equipo tremendo, imparable, que lo posee todo para ser campeón», sentenciaba el seleccionador de Escocia, Jock Stein. Al jogo bonito le llovían tantas flores que aquello solo podía terminar en boda o en funeral.

Un enterrador italiano

La segunda fase del torneo enfrentó a las doce selecciones clasificadas en cuatro triangulares que debían conformar los cuadros de semifinalistas del torneo. El grupo C, con Brasil, Argentina e Italia, fue señalado enseguida como el grupo de la muerte pues, además de a las dos grandes favoritas en las apuestas, acogía a una selección italiana de la que nadie se fiaba y con razón.

Argentina fue la primera en probar el veneno de los transalpinos. Maradona recibió tantas patadas que habría necesitado a un economista para ocuparse de contarlas y los italianos terminaron por llevarse el partido por dos goles a uno. Aquella derrota dejaba al borde de la eliminación a la defensora del título y el partido contra Brasil adquirió tintes de conflicto bélico, otra batalla más tras la reciente derrota frente a los ingleses en las islas Malvinas. El partido fue bronco y Maradona terminó expulsado, impotente y desfigurado ante la superioridad brasileña. Los goles de ZicoSerginho y Júnior apenas recibieron respuesta en los últimos minutos, cuando Ramón Díaz anotaba el gol del honor con menos honra de la historia de los mundiales.

Así las cosas, el partido entre brasileños e italianos se transformó en una primera final para ambos, un duelo a muerte entre el jogo bonito y el catenaccio por una plaza en las semifinales del torneo. Tan segura estaba la prensa azzurra de la derrota de los suyos que cuesta creer que nadie en Brasil hiciera sonar todas las alarmas. Por la diferencia de goles lograda en sus respectivos partidos frente a Argentina, a Brasil le bastaba con el empate, algo que ni siquiera entraba dentro de sus cálculos pues un brasileño de entonces solo saltaba a un campo de fútbol para divertirse y ganar. Empatar, o como se dijera aquello, era un verbo de desconocida conjugación en aquella selección.  

Paolo Rossi fue el encargado de certificar la defunción del jogo bonito con tres goles que todavía resuenan en las paredes del fútbol brasileño, un eco perturbador que impide analizar las cosas con cierta objetividad. Su primera puñalada, en el minuto cinco de partido, fue contestada por los brasileños en el doce por medio de Sócrates, futbolista y librepensador. El incontenible arrojo de la canarinha fue aprovechado otra vez por el enterrador Rossi, esta vez tras aprovechar un error de Toninho Cerezo en la gestación de la jugada, con todos sus compañeros enfilando campo italiano. No dejó de atacar Brasil, no sabía hacer otra cosa, y Falcão empataba el partido con apenas veinte minutos por jugarse.

Todavía hoy apuntan famosos intelectualoides del balompié que Brasil debió de conservar el empate y ceder la iniciativa a los italianos, algo muy sencillo de sostener a toro pasado, pues una de las grandes virtudes de los expertos analistas del deporte es explicar lo sucedido a raíz del resultado. Sin embargo, Brasil siguió buscando la victoria y la historia del fútbol terminó pagando un alto precio por su osadía. Un error del portero, Waldir Peres, dejó en bandeja la pelota a Paolo Rossi, que cavó un agujero profundo en el que los agoreros y los mediocres enterraron el jogo bonito para siempre.

¿Resurrección?

La derrota en Sarriá sirvió de pretexto para que una nueva corriente invadiese el fútbol brasileño, hasta entonces libre de ataduras y orgulloso de su esencia. En lo sucesivo, tanto los principales clubes como la selección nacional se afanaron en adoptar un estilo más europeo, un estilo mal llamando ganador. El talento natural se vio estrangulado por la táctica y el miedo a perder, por la racanería y el ego de unos técnicos que se creyeron más importantes que sus propios futbolistas. Brasil volvería a levantar la Copa del Mundo, primero en Estados Unidos y después en el campeonato organizado conjuntamente por Corea y Japón, pero sus victorias no terminaron de diluir el sabor a cobre y a ceniza alojado en la garganta del hincha brasileño.

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