Alberto Mayol: Bolsonaro es inocente
El liberalismo está en crisis, el socialismo está en crisis, la Modernidad está en crisis, las certezas están en crisis. Y en el intersticio que queda entre sus medallas de reconocimiento por las batallas ganadas, emerge la conjetura fantasmal del fascismo, cuya brutalidad se viste de solución. Bolsonaro no es el culpable, solo es el resultado de nuestra propia ceguera.
En anteriores columnas hemos descrito varios rasgos que señalan las derrotas que, una a una, ha ido acumulando el liberalismo político en los últimos años. Esto ocurre poco tiempo después (20 años) que el mismo liberalismo se hubiese erigido como el triunfador absoluto, no de un proceso, sino de la historia (Fukuyama). Fueron pocos los que previeron un escenario como este. El más destacado, con indudable brillantez, fue Immanuel Wallerstein, quien ya en los inicios de los noventa, antes que Fukuyama, señaló que la caída del socialismo no era sino una señal muy profunda del derrumbe de un orden mundial en el que liberalismo y socialismo se repartían el mundo y que, más aún, esa repartición tenía un claro dominante que era el liberalismo. Por esta razón, argumentó Wallerstein, la pregunta que debemos hacernos es qué pasará ‘después’ del liberalismo; esto es como decir literalmente a quienes leen este documento, ‘hoy’.
Su mérito es destruir la opacidad de la política, en tanto espacio incomprensible para las mayorías, haciendo del mundo un lugar comprensible gracias a la caricatura y el análisis barato.
El inminente triunfo de Bolsonaro en Brasil es una notificación más de la ausencia de proyecto político de la izquierda y del mundo liberal. Ante la ausencia de proyecto, bueno es el poder que se reconoce como tal en su arbitrio y claridad. Es así como emergen los Trump, los Bolsonaro. Su mérito es destruir la opacidad de la política, en tanto espacio incomprensible para las mayorías, haciendo del mundo un lugar comprensible gracias a la caricatura y el análisis barato. Son liderazgos que usan la máxima de Arquímedes: “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. El genio de Arquímedes lo dijo cuando había descubierto el efecto ‘palanca’, que permite realizar importantes movimientos de objetos de gran peso con una aplicación de fuerza discreta.
La metáfora es una clara hipérbole, pues el mundo no puede moverse con un punto de apoyo. Pero políticamente la idea es un éxito, pues parece resolver todo cuando se encuentra ese punto de apoyo: la reticencia al otro, históricamente permanente, se convierte en la colección de todos los males. Sartre decía que todos nos hemos construido un alguien que es culpable de todos los males, nuestro chivo expiatorio portátil. Naturalmente deja de ser una fantasmagoría cuando se le pide eficacia política real y se solicita, a ese culpable, que emerja desde lo más profundo de nuestro inconsciente para convertirse en realidad, para que demuestre no solo qué tan malo es el mundo con él, sino qué tan bueno será el mundo cuando sea extinguido. De ahí Bolsonaro criticando a Pinochet, no por matar, sino por matar muy poco.
Lo que tenemos hoy es la suma de las crisis, tanto del liberalismo realmente existente, como del socialismo realmente existente. El liberalismo cree eximirse de culpa por el éxito del sostén del sistema económico libremercadista, sin embargo ese no es un triunfo político.
En medio de esta crisis del liberalismo, la izquierda se ha solazado creyendo que surge para ella una oportunidad. Es como si no se recordara que antes de la crisis del liberalismo hubo una crisis en el socialismo. Y que ella no se ha superado. Lo que tenemos hoy es la suma de las crisis, tanto del liberalismo realmente existente, como del socialismo realmente existente. El liberalismo cree eximirse de culpa por el éxito del sostén del sistema económico libremercadista, sin embargo ese no es un triunfo político, porque la verdad es que su operación nadie ha tenido que aceptarla, es simplemente un hecho. Eso no es un triunfo del liberalismo. Como es algo complejo, lo resumiré buscando una caricatura, ese es un triunfo de los bancos. Decíamos que, en medio de la crisis descrita, la izquierda se ha solazado haciendo ver la enorme crisis liberal y llenando de oposiciones el discurso: el “No+” se multiplicó hasta el cansancio. Y surgió una convicción básica en busca de algo que diera certeza: apoyar los movimientos sociales era una clara orientación hacia la corrección normativa y la seguridad política, era la forma de no estar equivocados, la forma de estar con las bases, la forma de no perder la esencia. Pero la esencia se había perdido. Los movimientos sociales, desde los sesenta, migraron a desarrollos temáticos cuya autonomía de evolución es evidente. ¿No resulta evidente que defender las culturas ancestrales y al mismo tiempo defender el feminismo son contradictorios en algún punto? Las culturas ancestrales son machistas, patriarcales. Y es que se confunde valorar y defender a un grupo ofendido por la historia y que merece reparación con los contenidos de esos grupos. La izquierda ha querido ver una emanación de la verdad allí donde hay un síntoma de un dolor social. Son cosas distintas. La izquierda se tornó ‘cristiana’ en sentido nietzscheano, confundiendo el lugar del dolor como la demostración de la verdad.
La izquierda acusó el golpe de la caída del muro y se sumergió en una larga lista de supermercado, relevando a hecho esencial todas las formas de injusticias existentes, con una agenda sin foco, heteróclita y confusa.
Bolsonaro es la señal de contundencia de una masa que huye de toda complejidad y se afirma en la certeza más simple: si fue apuñalado por sus ideas, entonces es valioso. Y si sobrevive, entonces es imprescindible. Bolsonaro marca el punto de no retorno: la izquierda acusó el golpe de la caída del muro y se sumergió en una larga lista de supermercado, relevando a hecho esencial todas las formas de injusticias existentes, con una agenda sin foco, heteróclita y confusa, que a la larga solo ha desgastado a la izquierda respecto a la disputa central: la desigualdad económica, la explotación laboral, la usurpación organizada en el consumo, la destrucción subjetiva en el mercado, la precariedad política de una libertad de escaparate. Bolsonaro es la señal: el liberalismo agoniza y se tranquiliza con su droga alucinógena favorita: el comercio mundial, el sistema financiero. Cree que en ese sistema está su poder. Pero allí no hay liberalismo porque dejó de haber política, salvo la que se compra para fines específicos. Allí hay una operación silenciosa que usurpa al mundo su libertad, que convierte en constante la desigualdad y que, cuando deja de ser silencioso e irrumpe con fuerza, no es más que una crisis que los contribuyentes deben pagar.
La izquierda que se refugió en el progresismo cree que su lista de supermercado con movimientos y organizaciones sociales en favor -y sobre todo en contra de algo- es una verdad revelada. Cree que siguiendo esa certeza llegará lejos y disfruta de la situación, pues cuando uno de esos temas está caído, el otro está fuerte. Pero ante la pregunta respecto a qué problema es el más relevante, solo queda el balbuceo lastimero de la inquietud. La izquierda tiene hoy decenas de títulos para su libro, que es como decir que no tiene ninguno. Mientras tanto, el diagnóstico de la izquierda sobre las aventuras y desventuras del capital no solo está sano, sino que se ha demostrado cierto con ostensible claridad. Evidentemente no es suficiente, porque se requiere una solución y es evidente que no se ha encontrado. Pero al menos hay que considerar que, en el corazón de la idea de izquierda, triunfa un diagnóstico. Mientras el liberalismo presume de una solución exitosa para un problema desconocido, porque el liberalismo no tiene idea lo que resolvió y además está en crisis; el socialismo presume de cientos de banderas confusas cuando esconde en su hogar el mástil de la bandera correcta. Por supuesto, hay que construir la bandera. Y para ello se requiere una profundidad, una sensibilidad y un trabajo de enorme estatura, que no se ha hecho. Pero la señal de la historia va quedando clara: ese trabajo es indispensable, no hay vuelta atrás: Lula no volverá; el chavismo puede gobernar un país en crisis, pero no es un proyecto viable; Fidel fue un genio político, no un proyecto; en fin, que la lista es larga. Pero es un ejercicio de memoria, no un manual para enfrentar ese desafío gigante que la política siempre se plantea: cómo hacer del mundo un lugar más justo.
El liberalismo está en crisis, el socialismo está en crisis, la Modernidad está en crisis, las certezas están en crisis. Y en el intersticio que queda entre sus medallas de reconocimiento por las batallas ganadas, emerge la conjetura fantasmal del fascismo, cuya brutalidad se viste de solución. Bolsonaro no es el culpable, solo es el resultado de nuestra propia ceguera. Bolsonaro ya ganó, incluso si ocurriera un accidente extraño y terminara perdiendo. Porque Bolsonaro es solo el nombre de un tipo que, un mal día, le dijo al mundo que ante la ausencia de una respuesta desde el bien, no queda más que responder desde el mal. Bolsonaro tiene una respuesta, nosotros no. Bolsonaro es inocente, nosotros somos los culpables. La irónica historia ha querido jugarnos una mala pasada y nos adelantó el mensaje que era un par de años más: hemos fracasado, estamos quebrados, hay que partir de nuevo. Si reaccionamos en forma, quizás en un par de años podamos decir que Bolsonaro nos hizo bien.