Una fiesta de locos
Si yo fuera el psiquiatra de Pedro Sánchez, le tumbaría en el diván y le obligaría a repasar los momentos estelares del pasado 12 de octubre. En primer lugar, los abucheos. Hubo muchos. Más que nunca. En tres momentos distintos. Hasta la prensa más de su cuerda se vio obligada a reseñar esa circunstancia en sus portadas del día siguiente. El hecho patológico no estuvo en los gritos. Increpar a un político desnortado en un desfile (o a un futbolista indolente en un campo de fútbol) suele ser un desahogo saludable. Lo insano fue el comentario con que el abucheado se sacudió el polvo de la solapa cuando le preguntaron cómo le había sentado la pitada. «No podía ser menos que González o Zapatero», respondió.
La respuesta incluye una falsedad y un delirio. A González nunca le pitaron en un desfile militar y Zapatero fue quien apretó el botón de centrifugado durante el debate nacional en el seno de su partido. Hubiera sido ilógico que las personas que acuden voluntariamente a un acto de homenaje a los símbolos de la unidad de España (la bandera, el rey, las fuerzas armadas) aplaudieran a rabiar a un presidente que acababa de decir que la nación era un concepto discutido y discutible y que le había dado carta blanca al parlamento catalán para que estructurara a su antojo la vinculación de Cataluña con España.
Aquellos reproches a Zapatero no fueron un timbre de honor en su carrera política. Pero Sánchez, al equipararlos con los suyos, cree que sí. De ahí lo del delirio. Solo la enajenación mental de alguien gravemente afectado por el mal de altura puede convertir en motivo de orgullo unos gritos que a cualquier otra persona en sus cabales le hubieran producido bochorno. Ese mecanismo subliminal de alteración de la realidad que convierte en bueno lo que no lo es demuestra que el presidente no sabe lo que dice. Solo le faltó susurrarle a Carmen Calvo al oído: ladran, luego cabalgamos. A su juicio, los únicos que van en dirección equivocada son sus detractores.
Tras los abucheos vino el incidente del besamanos. No creo que colocarse al lado del rey para recibir junto a él la adhesión de los invitados fuera un gesto premeditado. No es tan tonto como para eso. Estaba claro que antes o después los servicios de protocolo le apartarían de allí y que ese hecho se convertiría, como así fue, en motivo de befa. Tampoco creo que sea verdad la excusa de la foto. ¿Qué foto? Nunca se ha hecho una foto de grupo en ese momento del acto en el que es la familia real quien ocupa el centro del escenario. Lo que el incidente pone de manifiesto, a mi juicio, es que a Sánchez el deleite del poder le nubla la vista.
Después del Falcon, de los continuos viajes al extranjero, de las fotos al lado de Trump o de los fines de semana en Quintos de Mora su cabeza ya no entiende que haya circunstancias en las que su papel de macho alfa de la política española pueda quedar relegado a un segundo plano. Le gustan tanto los privilegios que lleva asociados la condición presidencial, y se ha acostumbrado a disfrutar de ellos tan increíblemente deprisa, que no concibe otro rol que no sea el de prima donna en cada una de las circunstancias que le toca vivir. El subconsciente le gastó una mala pasada al sugerirle instintivamente que su lado estaba al lado del rey.
La tercera consideración psiquiátrica de lo que pasó en la fiesta del 12 de octubre nos lleva a la cuestión de fondo. Sánchez está convencido de que lo mejor que le puede pasar a España es que él siga siendo presidente del Gobierno todo lo posible y para lograrlo necesita que sus socios le apoyen. En ese sentido, según dijo en los corrillos, las cosas van bien. Espera que todos voten a favor de los presupuestos generales del Estado y que le den la estabilidad necesaria para agotar la legislatura. ¿Será verdad lo que dice Sánchez? Si algún periodista hubiera tratado de corroborarlo recabando el testimonio directo de los propios interesados, habría pinchado en hueso. Ninguno de ellos estaba allí.
¿No es paradójico? Los socios que tienen que hacer posible lo que Sánchez considera bueno para España son los únicos que se niegan a ir a la celebración de la fiesta común de todos los españoles. Ni Podemos, ni PNV, ni ERC ni PDeCat creen en la indivisibilidad de la soberanía nacional. Y, sin embargo, ellos son los apoyos en los que el presidente del Gobierno funda la defensa del interés general del pueblo soberano. Dice el refrán: dime con quién andas y te diré quién eres. ¿Y él cree que vamos a votar a alguien así? Si lo hacemos no creo que haya en el mundo un solo psiquiatra que nos entienda.