La caravana hondureña de López Obrador
Las crisis políticas, económico-financieras, diplomáticas o militares no se producen cuando los hombres las desean o las esperan. Suceden con un grado de imprevisibilidad incalculable, sobre todo en un mundo “globalizado”, donde lo que afecta a unos repercute en otros.
Por lo menos desde el verano de 2014, México enfrenta el desafío de las consecuencias políticas internas en Estados Unidos de la migración centroamericana. Esta transita por territorio mexicano, llega a nuestra frontera e ingresa a Estados Unidos. Lo hace en familia, con menores no acompañados, solicitando asilo o intentando internarse a Estados Unidos sin papeles. Muchos llegan a padecer abusos inenarrables por parte de autoridades y criminales mexicanos (a veces son lo mismo). Otros realizan la travesía resguardados por polleros sin escrúpulos salvo la ley del negocio: quedar bien con el cliente. Desde entonces, y en realidad, a partir de mediados de los años ochenta, cuando comienza la migración –en esa época detonada por las guerras en Centroamérica– del Triángulo del Norte a Estados Unidos, Washington ha presionado a sucesivos gobiernos de México para que le hagan el trabajo sucio. Cada uno ha respondido a su manera: resistiéndose; accediendo, pero insistiendo que es por intereses propios; accediendo sin chistar. Hoy la crisis le toca a López Obrador.
Desde que se suspendió la postura de cero tolerancia de Trump hace tres meses y cesó la separación de las familias centroamericanas del lado norte de la frontera, se ha incrementado dramáticamente el éxodo hondureño y guatemalteco, y en menor medida salvadoreño. Septiembre fue el mes del mayor número de detenciones de centroamericanos en la frontera sur de Estados Unidos en la historia. El volumen ha rebasado la capacidad de alojamiento, procesamiento, alimentación etc. La única solución, de nuevo, es que México haga el trabajo sucio, en la frontera sur de ser posible; si no, en la norte, al impedir allí que los centroamericanos lleguen a los puntos de cruce con Estados Unidos. Es la misma historia de siempre, pero diferente.
Por tres motivos. En primer lugar, porque las cifras son más elevadas, o por lo menos eso dicen las autoridades norteamericanas. En segundo término, porque ya se dio el nuevo TLCAN, y todo indica que, por lo menos en la mente de Trump, sí hubo un quid pro quo: acuerdo y firma en los tiempos de México a cambio de apoyo en materia de drogas y migrantes. Tercero, porque estamos en pleno período electoral, al igual que con Obama en el verano de 2014. Y, por último, porque se trata de ver cómo reacciona un nuevo gobierno de México, que al final del día será quien tome la decisión sobre esta caravana y todas las que sigan, nutridas o ralitas.
A eso viene a México el secretario Pompeo, y a eso ha viajado a Washington en múltiples ocasiones el nuevo secretario de Relaciones de López Obrador. Lo que no sabemos es cuál será el desenlace en estos días, y ya en diciembre. Si hubo ese quid pro quo, AMLO lo suscribió; tendrá que cumplir. Si no entendió de qué se trataba, ahora va a entender. Porque de nuevo, se trata de un tema binario, de esos que repugnan a los políticos mexicanos tradicionales. O entran los hondureños a México, o no. Los que entren, aunque se ubiquen en campos de refugiados de Acnur, buscarán cómo seguir encaminándose a Estados Unidos. Y Trump sí va a verse obligado a hacer algo en su frontera, porque el tema enardece a sus bases, y lo obsesiona a él.
¿Es casualidad la caravana hondureña ahora? ¿Puede desentenderse AMLO hasta dentro de seis semanas? Da más o menos lo mismo. Es su asunto, los centroamericanos allí están y van a seguir llegando, y Trump va a seguir exigiendo que hagamos el trabajo sucio. Uno puede esperar por lo menos que el ala izquierda de la 4-T ya esté dirigiéndose a Tapachula para recibir a los hondureños, e impedir que la Policía Federal impida su ingreso. ¿O de qué lado está la 4-T?