AMLO: Yo o el diluvio
CIUDAD DE MÉXICO — A fines de noviembre, pocos días antes de asumir la presidencia de México, el gobierno electo de Andrés Manuel López Obrador llamó, por segunda vez, a una consulta ciudadana. Como si fuera una prueba de verdadero/falso de secundaria, AMLO puso diez proyectos en el menú, desde un tren en el sur del país a becas para estudiantes, más y mejores pensiones para jubilados y discapacitados y, sueño de cualquier utopista, atención médica para todos los mexicanos. Todos, salvo uno, fueron aprobados por un 90 por ciento de los votos. El problema fue la participación: votaron apenas 925.000 personas, menos del uno por ciento del padrón electoral mexicano.
Un mes antes, en octubre, AMLO había lanzado su primer referendo para decidir si su gobierno cancelaba la construcción de un multimillonario aeropuerto en Texcoco, una obra concesionada por el presidente saliente, Enrique Peña Nieto. Otra vez, el resultado fue absurdo: un millón de personas, poco más del uno por ciento del padrón, decidió por todos. Aunque ambas consultas fueron más atractivas para activistas, partidarios y devotos que para la mayoría de los ciudadanos, el presidente no reprogramó nuevas votaciones. Celebró ese uno por ciento que le dio la razón.
Los dos referendos provocan escepticismo. El gobierno de AMLO dice querer consultar a la sociedad como prueba de su fe democrática para decidir gastos por miles de millones de dólares que impactan en la vida de decenas de millones de personas, pero acepta como legítimo un porcentaje de votos ínfimo. Un referendo bien organizado con elevada participación puede ser inobjetable; uno a las apuradas es una burla.
El gobierno de AMLO presenta como meritorio un ejercicio de democratismo vacío. Esto es: someter a consulta lo indudable y refrendar lo decidido. Antes del referendo, el aeropuerto de Texcoco no tenía el apoyo de la opinión pública y el presidente aprovechó esa impopularidad para colar la base militar de Santa Lucía como alternativa, una decisión que él ya había tomado. Por otro lado, ¿quién puede estar moralmente en contra de mejores pensiones para personas en desventaja, becas para estudiantes pobres o salud para todos?
Unos días antes de tomar posesión y durante su primer discurso como presidente, AMLO profundizó esa práctica de democratismo vacío con una propuesta siniestra. Dijo que cree que, si mete presos a todos los corruptos de los gobiernos precedentes, las cárceles no darán abasto y —este es el punto clave— se le hará imposible gobernar: “Meteríamos al país en una dinámica de fractura”. ¿Por qué? Porque si su gobierno se aplica en juzgar a los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), alimentará tal discordia que México quedará sumido en un “pantano de confrontación”. ¿Cuál es la solución? Pasar página. Literalmente: no meterlos presos, no abarrotar las cárceles. Dar una palmadita en la espalda a los Capone locales a cambio de la promesa de que se portarán bien. “Propongo al pueblo de México”, dijo en su discurso inaugural, “que pongamos un punto final a esta horrible historia y mejor empecemos de nuevo”.
Consultar a la opinión pública es encomiable y razonable para pulsar qué cree la sociedad sobre un asunto álgido en un momento determinado, pero una baja convocatoria y el uso pueril o desmedido desmerecen los referendos como herramienta. Y en México, con AMLO, los referendos están siendo empleados en actos de ficción democrática. El democratismo vacío de AMLO es dañino porque no tiene interés real en la opinión pública a menos que esos individuos estén de acuerdo con el presidente, de manera que solo consulta cuando le conviene. Democratismo vacío: voten lo que yo quiero, acepten lo que yo decido.
El presidente ha empleado el referendo para someter a consulta decisiones tomadas sobre aeropuertos, trenes o internet para todos, pero ¿consultar a la sociedad si quiere o no enjuiciar a expresidentes y funcionarios? A juzgar por su discurso del 1 de diciembre, no. Si esa consulta llegara a suceder, sin embargo, debiera tener una organización impecable y su resultado avalado por una participación mayoritaria, no por el uno por ciento. Si el suyo es un gobierno de referendos sobre temas cruciales, ¿qué tema ha sido más importante que la corrupción sistémica en México? Difícil que suceda: AMLO cree que la sociedad está madura para decidir sobre un tren turístico, pero aún no sobre un tema determinante en la agenda pública.
El pacto de impunidad propuesto por el presidente profundiza el democratismo vacío de sus referendos de comisión escolar. AMLO se arroga un derecho que no le corresponde: antepone su necesidad —para poder gobernar pide a la sociedad olvidarse de juzgar a los corruptos— a la demanda de justicia, un reclamo estructural que excede a todos los gobiernos, incluido el suyo. Le dice a la sociedad mexicana que renuncie al derecho de control y juicio sobre sus representantes para beneficiar a su presidencia. Como con los referendos, que apoyen lo que él quiere y necesita. Yo o el diluvio.
La demagogia está hecha de democratismo vacío. Complace a los electores con temas obvios pero los excluye de las grandes decisiones. El pacto de impunidad revela que el gobierno de López Obrador es más performance que sustancia democrática, más teatralización que cambio real. AMLO ilustra los límites dialécticos de su gobierno cuando, aún antes de iniciar su mandato, asume que el poder fáctico no reside en Los Pinos sino fuera: cuando habla del pantano de confrontación que enfrentará si enjuician a los exfuncionarios del PRI y PAN, AMLO da por hecho que los criminales tienen secuestradas a las instituciones de México. ¿Qué otra cosa significa que no se pueda gobernar si hay justicia? Y si no puede gobernar, entonces, ¿qué Cuarta Transformación es una que no transforma?
El democratismo vacío de AMLO es hijo de su cultura política: el hombre no acepta que lo contradigan, está acostumbrado a tomar decisiones personalistas y descalifica a sus críticos. Es, como la mayoría de sus pares, un egresado notable de la escuela política de caudillos de México. El jefe está para mandar y ser obedecido. Y AMLO quiere dejar una huella determinante en la Historia del país como gran jefazo nacional. Nadie más que un mesiánico puede bautizar a su gobierno la Cuarta Transformación sin esperar el juicio histórico.
Acabar con el democratismo vacío implica más que un cambio coyuntural de ideas. Es un cambio de cultura política. Si el gobierno del presidente López Obrador pretende realmente obedecer la voz pública, convocará referendos sobre temas críticos que pueden ser severamente riesgosos para su gobierno. La democracia no es un ejercicio demagógico, una ficción donde un gobierno pide votar por lo anecdótico o lo decidido, sino por temas inquietantes en los que la sociedad puede incluso ser un contrapeso a la voluntad del líder. Si AMLO quiere probar que puede gobernar y transformar, debe someter a voto qué hacer con los corruptos. Y obedecer cuando pierda.