Al pobre Federico Nietzsche le ha tocado cargar con la mala fama de haber asesinado a Dios. Pero Nietzsche en realidad no lo mató, tan solo reportó el resultado de la autopsia. Para el filósofo alemán, la muerte de Dios era una transformación cultural: la idea de Dios era incompatible con un mundo en el que la razón y la ciencia habían reemplazado a la Biblia y la voluntad del pueblo había destronado el derecho divino de los reyes.
El problema es que dejar a Dios es como salir de una relación amorosa: la tusa puede ser tenaz. No hay despecho más agudo que el despecho de Dios, quien representa, al fin y al cabo, el amor supremo. La humanidad, o parte de ella, se sacó a Dios de la cabeza, pero no se lo sacó del todo del corazón. Y no hay nada peor para un despechado que una separación inconclusa.
Las disciplinas que estudian los orígenes del comportamiento humano, como la psicología evolutiva, plantean que el Homo sapiens desarrolló, a lo largo de miles de años, una especie de instinto religioso. El mamífero humano, explican, está genéticamente programado para creer en algo. Y ese instinto, de orígenes lejanos, tiene consecuencias en el mundo contemporáneo. Podemos sacar a Dios y la religión del centro de nuestra cultura, como hicimos en los últimos dos siglos, pero el espacio que ocupaban no desaparece, sino que exige ser llenado por nuevos inquilinos. Aunque vivamos en un mundo secular, el instinto religioso sigue activo y buscará sacralizar nuevas causas, ideas o personas con tal de llenar el hueco dejado por las divinidades de antes.
Cuando elevamos algo al nivel de lo sagrado, lo ponemos más allá de toda duda, de toda crítica, de toda discusión. Con lo sagrado no se puede transigir, ni se puede ceder un milímetro en su defensa.
Para algunos en el movimiento ambientalista, por ejemplo, la naturaleza tiene carácter sagrado. Está por encima de las consideraciones humanas. Y, aunque eso suene muy noble, encierra un grave problema. Pues cuando elevamos algo al nivel de lo sagrado, lo ponemos más allá de toda duda, de toda crítica, de toda discusión. Con lo sagrado no se puede transigir, ni se puede ceder un milímetro en su defensa. Quienes se atrevan a criticarlo, aunque lo hagan de buena fe, serán hostigados como apóstatas o herejes: quemados en la hoguera en la Edad Media, lapidados en las redes sociales de hoy.
El ambientalismo es solo un ejemplo. Muchas causas modernas se han contaminado de la primitiva pulsión religiosa. Criticar algún aspecto del feminismo contemporáneo (como aprendí hace unas semanas) despierta la ira santa de las activistas. La ‘educación’ –así, en abstracto, como las virtudes teologales– es evangelio para muchos. También la ‘diversidad’. O el difuso concepto de la ‘justicia social’. A algunos, mea culpa, el mecanismo del mercado nos encandila por momentos, como una luz celestial, y no vemos sus imperfecciones. Y ‘la paz’ fue, recientemente, otro sucedáneo de lo divino entre nosotros. Solo eso explica que tomara vuelo la idea de que todo asunto público debía estar supeditado a la firma del acuerdo con las Farc. Pues ni siquiera la paz sirve como valor supremo: ¿había que permitir que los nazis invadieran Europa bajo el argumento de que “una mala paz es preferible a la guerra”?
La sacralización de causas políticas es una mala noticia para la democracia, pues impide el diálogo entre diferentes tribus sociales que, necesariamente, tienen valores disímiles. Si cada tribu defiende su tótem hasta el punto de la intransigencia, la sociedad en conjunto no puede progresar. No es que no pueda haber ciertos valores fundamentales e inviolables. De hecho, sería imposible vivir sin ellos. Pero mientras menos causas endiosemos, mejor. A mí siempre me han parecido suficientes y poderosas las que menciona la Declaración de Independencia de Estados Unidos: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Sobre todo lo demás deberíamos poder conversar.
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