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The Economist: el país del año 2018

¿Cuál país progresó más el año pasado?

 

Nuestro premio anual «país del año» no se otorga a la nación más influyente, ni a la más rica, ni a la que tiene la comida más sabrosa (lo siento, Japón). Celebra el progreso. ¿Qué país ha progresado más en los últimos 12 meses?

Es una elección difícil. Una actuación estelar en un año no es garantía de éxito futuro. El vencedor del año pasado, Francia, está ahora plagado de disturbios. Myanmar, nuestro ganador en 2015, ha retrocedido de forma sangrienta. Sin embargo, debemos elegir. Para 2018, algunos de nuestros empleados sugirieron a Gran Bretaña, de manera burlona, por darle al mundo una advertencia útil: que incluso un país rico, pacífico y aparentemente estable puede claramente incendiar sus acuerdos constitucionales sin ningún plan serio para reemplazarlos. Otros sugirieron a Irlanda, por resistirse a una forma de Brexit que socavaría la paz irlandesa; y también por resolver democráticamente su controvertido debate sobre el aborto. Dos Estados latinoamericanos merecen una mención especial. Mientras que Brasil y México se están sumergiendo en el populismo, Ecuador y Perú están fortaleciendo instituciones, como el poder judicial, que pueden frenar a un líder obstinado. Sudáfrica se ha deshecho de un presidente, Jacob Zuma, que presidió el saqueo del Estado. Su reemplazo, Cyril Ramaphosa, ha nombrado a gente honesta y competente para detener el saqueo.

Al final, la elección se redujo a tres países. En Malasia, los votantes sacaron a un primer ministro que no pudo explicar adecuadamente por qué había 700 millones de dólares en su cuenta bancaria. A pesar de las flagrantes imperfecciones de Najib Razak, su despido fue una sorpresa. El partido gobernante de Malasia había dominado la política desde la década de 1950 y manipuló las elecciones furiosamente para mantener la situación de esa manera. Sin embargo, la oposición triunfó, y los malayos disfrutaron del delicioso espectáculo de ver a la policía sacando grandes cajas de dinero, joyas y bolsos de diseñadores famosos de la casa de su antiguo líder. Malasia podría haber sido un digno ganador, excepto que el nuevo primer ministro, el nonagenario Mahathir Mohamad, parece reacio a relajar las preferencias raciales divisorias del país o a ceder el poder, tal y como acordó con su socio más liberal, Anwar Ibrahim, un antiguo prisionero político.

Etiopía tuvo un año extraordinario. Es un lugar enorme, con una población de 105 millones, y una larga historia de tiranía y desdicha. Un régimen marxista proveniente de la época de la guerra fría masacró y mató de hambre a un sinnúmero de ciudadanos. Los guerrilleros que la derrocaron buscaron inspiración y préstamos en China. Tuvieron cierto éxito en la reconstrucción de una economía desolada, pero también ejercieron violencia contra manifestantes y prácticamente criminalizaron la disidencia. Después de que estallaran los ánimos tras unas elecciones amañadas en 2015, el partido gobernante eligió este año a un líder reformista, Abiy Ahmed, que ha liberado a los presos políticos, ha eliminado en gran medida las censuras que limitaban a los medios de comunicación y ha prometido celebrar elecciones reales en 2020. Ha hecho las paces con Eritrea, abriendo una frontera cerrada desde hace mucho tiempo y restaurado el acceso al mar. Incluso está intentando liberalizar la economía de Etiopía, cargada de deudas y dirigida por el Estado, donde es más difícil conseguir una conexión telefónica que en la anárquica Somalia de al lado. Si esto fuera un concurso para la persona del año, Abiy podría haber ganado. Pero no elegimos a Etiopía porque no está nada claro que el nuevo primer ministro pueda frenar la violencia étnica. Los separatistas ya no temen ser fusilados por los servicios de seguridad; algunos intentan ahora crear enclaves étnicamente puros expulsando a las minorías de sus hogares. Aproximadamente 1,4 millones de personas han sido desplazadas hasta ahora. Las autocracias, por desgracia, rara vez mueren en silencio.

Sin embargo, en Armenia eso es exactamente lo que parece haber ocurrido. El presidente, Serzh Sargsyan, trató de eludir los límites de la legislatura convirtiéndose en un primer ministro ejecutivo. Las calles estallaron en protesta. Nikol Pashinyan, un carismático y barbudo ex periodista y parlamentario, fue llevado al poder, legal y adecuadamente, en una ola de repulsión contra la corrupción y la incompetencia. Su nueva alianza partidaria obtuvo el 70% de los votos en una elección posterior. Un potentado putinista fue expulsado, y nadie fue asesinado. A Rusia no se le dio ninguna excusa para interferir. Una nota de precaución: La desagradable disputa territorial de Armenia con Azerbaiyán no se ha resuelto y podría estallar de nuevo. Sin embargo, una nación antigua y a menudo mal gobernada en una región turbulenta tiene una oportunidad de democracia y renovación. Por esa razón, Armenia es nuestro país del año. ¡Shnorhavorum yem!

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The Economist

The Economist’s country of the year 2018

Which country improved the most in the past year?

Our annual “country of the year” award goes not to the most influential nation, nor to the richest, nor to the one with the tastiest food (sorry, Japan). It celebrates progress. Which country has improved the most in the past 12 months?

It is a tricky choice. A stellar performance in one year is no guarantee of future success. Last year’s pick, France, is now racked by riots. Myanmar, our winner in 2015, has regressed bloodily. Nonetheless, we must choose. For 2018, some of our staff facetiously suggested Britain, for giving the world a useful warning: that even a rich, peaceful and apparently stable country can absent-mindedly set fire to its constitutional arrangements without any serious plan for replacing them. Others suggested Ireland, for resisting a form of Brexit that would undermine Irish peace; and also for settling its vexed abortion debate democratically. Two Latin American states merit a mention. Whereas Brazil and Mexico are plunging into populism, Ecuador and Peru are strengthening institutions, such as the judiciary, that can curb a headstrong leader. South Africa has ditched a president, Jacob Zuma, who presided over the plunder of the state. His replacement, Cyril Ramaphosa, has appointed honest, competent folk to stop the looting.

In the end, the choice came down to three countries. In Malaysia voters fired a prime minister who could not adequately explain why there was $700m in his bank account. Despite Najib Razak’s glaring imperfections, his sacking was a surprise. Malaysia’s ruling party had dominated politics since the 1950s and gerrymandered furiously to keep it that way. Yet the opposition triumphed at an election, and Malaysians enjoyed the delicious spectacle of police removing big boxes of cash, jewellery and designer handbags from their former leader’s home. Malaysia might have made a worthy winner, except that the new prime minister, the nonagenarian Mahathir Mohamad, seems reluctant either to relax the country’s divisive racial preferences or to hand over power as agreed to his more liberal partner, Anwar Ibrahim, a former political prisoner.

Ethiopia had an extraordinary year. It is a huge place, with 105m people and a long history of tyranny and woe. A cold-war Marxist regime slaughtered and starved multitudes. The guerrillas who overthrew it looked to China for inspiration and loans. They had some success in rebuilding a desolate economy, but also shot protesters and virtually criminalised dissent. After tempers exploded following a rigged election in 2015, the ruling party this year picked a reformist leader, Abiy Ahmed, who has released political prisoners, largely unmuzzled the media and promised to hold real elections in 2020. He has made peace with Eritrea, opening a long-closed border and restoring access to the sea. He is even trying to liberalise Ethiopia’s debt-burdened, state-directed economy, where a phone connection is harder to get than in anarchic Somalia next door. If this were a contest for person of the year, Abiy might have won. But we did not choose Ethiopia because it is far from clear that the new prime minister will be able to curb ethnic violence. Separatists no longer fear being shot by the security services; some are now trying to create ethnically pure enclaves by driving minorities from their homes. Perhaps 1.4m people have been displaced so far. Autocracies, alas, seldom die quietly.

Yet in Armenia that is exactly what seems to have happened. The president, Serzh Sargsyan, tried to dodge term limits by making himself into an executive prime minister. The streets erupted in protest. Nikol Pashinyan, a charismatic and bearded former journalist and mp, was swept into power, legally and properly, on a wave of revulsion against corruption and incompetence. His new party alliance won 70% of the vote in a subsequent election. A Putinesque potentate was ejected, and no one was killed. Russia was given no excuse to interfere. A note of caution: Armenia’s nasty territorial dispute with Azerbaijan has not been resolved and could ignite again. However, an ancient and often misruled nation in a turbulent region has a chance of democracy and renewal. For that reason, Armenia is our country of the year. Shnorhavorum yem!

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