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¿Qué perdimos al dejar de escribir cartas de papel?

Dicen que la última carta auténtica en papel se enviará en esta generación. ¿Quién de nosotros la escribirá? ¿Y qué perdemos al abandonar el género epistolar, ese que según Virginia Woolf es “el arte más humano, ya que hunde sus raíces en el amor a los amigos”?

 

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“El arte de escribir cartas se ha perdido”. ¿De cuándo puede ser esa afirmación? La mayoría de nosotros pensaría que de hace unos pocos años, cuando se masificó el correo electrónico y ya no hubo necesidad de escribir en un papel, guardar el papel en el sobre y arrojarlo en un buzón para que, con suerte, le llegue al destinatario unos cuantos días o semanas después. Pero no es reciente. El lamento tiene exactamente un siglo: lo publicaba la Yale Review, de Estados Unidos, en enero de 1919. “Algunos culpan al teléfono, a la máquina de escribir, al telégrafo o al ferrocarril”, señalaba la revista. “Otros dicen que el arte se perdió con la pluma de ganso. Pero la mayoría achaca la pérdida al moderno arte del ocio”.

Tenemos la tendencia a ver el pasado como un sitio luminoso, donde todo era mejor que ahora. A menudo añoramos tecnologías o costumbres que la memoria selectiva ha asociado con sensaciones placenteras, pero que en su momento eran fuente de constantes quejas y dolores de cabeza. Pensando en eso, me pregunto: ¿no es un poco absurdo el lamento por haber dejado de escribir cartas de papel, en tiempos en que todos llevamos en el bolsillo un aparato con el cual no solo podemos enviar y recibir mensajes escritos, sino también fotos y grabaciones de voz y de video, en fracciones de segundo, desde y hacia casi cualquier parte del planeta? ¿Acaso la añoranza por la vieja correspondencia no es también un error, un engaño de la memoria, una fantasía pergeñada por el paso del tiempo?

Estoy convencido de que la respuesta a esas preguntas es un rotundo no.

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A argumentar las razones de ese no se dedican las quinientas páginas del libro To the Letter —traducido al castellano como Posdata—, de 2013, escrito por Simon Garfield (autor del también hermoso Es mi tipo, libro sobre la tipografía del que ya hemos hablado por aquí). Dice Garfield que “existe una integridad en las cartas que no existe en ninguna otra forma de comunicación escrita”. Y añade que “en parte esto tiene que ver con la aplicación de la mano sobre el papel, con el paso del papel a través del carro de la máquina de escribir”. Es decir, el valor de la carta como objeto físico: no es solo un texto que se transmite, sino un elemento material que ha sido forjado por las manos de una persona y llega a las manos de otra. El medio como mensaje.

Este es un valor que han tenido en cuenta todos los corresponsales desde que las cartas existen. De ahí que se dé tanto valor a los manuscritos originales de las grandes obras. De ahí que, hace dos siglos, en julio de 1819, el poeta John Keats le hiciera a su amada Fanny Brawn un pedido clásico en la historia de la correspondencia: “Escribe las palabras más dulces y bésalas para que yo pueda al menos posar mis labios allí donde han estado los tuyos”.

El libro de Garfield incluye, intercalado entre sus capítulos, un intercambio epistolar entre un soldado británico durante la Segunda Guerra Mundial y su amada, que lo aguardaba en Londres, un relato que se lee como una verdadera novela. “Lo único que quería en ese momento era leer tus palabras, esa pequeña parte de ti, una y otra vez”, dice el soldado en una de sus notas. Y luego le hace el pedido clásico, aunque es conciente de que está repitiendo una historia y que, por lo tanto, debe tener su parte de farsa: “Cuando se seque mi firma, la besaré. Si tú haces lo mismo, cerraremos el círculo (no muy higiénico, por otra parte)”.

Por cierto, las “XXX” con que los anglosajones expresan “besos” al final de sus misivas proviene de una costumbre similar. Y de hace mucho tiempo: en la Edad Media, se dibujaba una cruz sobre los documentos, en señal de fe y temor de Dios, y después se besaba esa cruz. Un hábito que parece moderno y que en realidad es antiquísimo. No es el único.

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Podemos sentirnos muy modernos por escribir WTF o LOL en Twitter, pero ya los romanos de hace dos milenios escribían SVBEEQV en sus cartas: Si vales bene est, ego quidem valeo, o sea: “Si estás bien, estupendo. Yo estoy bien”.

También hubo ya, con las cartas del siglo XIX, códigos para decir cosas sin decirlas. En Suecia, según el lugar del sobre o de la postal en que se pegara la estampilla, se podía significar “quema mi carta”, “has pasado la prueba” o mensajes tan específicos como “la fidelidad es una recompensa en sí misma”. Como en los orígenes del correo el gasto por los envíos no los pagaba el remitente sino el destinatario, y este tenía la posibilidad de rechazarlos, muchas cartas se enviaban con un código de rayas o dibujos en la parte externa del sobre. De ese modo, la persona podía recibir el mensaje gratis, pues se negaba a pagar por quedarse con el papel (una versión epistolar de las “llamadas perdidas”, la forma de avisar, por ejemplo, “he llegado bien”, haciendo sonar dos veces el teléfono y luego colgando, para evitar el gasto económico de una llamada).

Las quejas y reprimendas por no responder los mensajes anteriores tampoco son una característica de nuestro tiempo: también hace dos mil años lo hacían quienes se escribían cartas. Y ni siquiera son exclusivamente nuestros los mensajes brevísimos que enviamos por WhatsApp. Cuentan que Víctor Hugo, preocupado por la repercusión de Los miserables, a comienzos de la década de 1860, le escribió a su editor una de las dos cartas más breves de la historia. Decía: “?”. La segunda carta más breve de la historia fue la respuesta del editor: “!”.

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Pero hasta aquí no hemos mencionado la —quizás— principal pérdida que implica el abandono de las cartas. Tras citar una hermosa carta del escritor y poeta Ted Hughes a su hija, Garfield se plantea: “¿Podría haberse escrito esta carta como correo electrónico? No lo creo. Está redactada con demasiado esmero, con demasiadas capas. Transporta demasiada carga. No se mira a sí misma; es simplemente una obra correcta, íntima y afectuosa, con naturalidad lírica. En mi opinión, esa carta habría resultado demasiado literaria en formato de correo electrónico. Quedaría demasiado patente el desfase con la tecnología con que se creó”.

En este sentido, hay otra cuestión fundamental: el tiempo. Entre el envío de una carta en papel y la llegada de su respuesta había un período de espera. Un lapso de reposo. La vida transcurría y, sin saberlo, alimentaba la carta siguiente. Garfield cuenta una anécdota protagonizada por su hijo Ben. De vacaciones en Lisboa, conoció a una chica.

“Querían seguir en contacto, así que decidieron escribirse. Ben se imaginó vagamente algún tipo de correspondencia epistolar a la antigua usanza, con sobres y sellos, pero, tal y como son las cosas ahora, lo dejaron estar y empezaron a escribirse por correo electrónico. El problema era que todo resultaba demasiado instantáneo. Él escribía, ella contestaba, y entonces él estaba obligado a responder, probablemente el mismo día. Pero no había nada importante que contar, así que todo se fue a pique casi tan rápidamente como había empezado”.

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“Con el tren, el barco de vapor y la imprenta, esta vida nuestra se ha convertido en una masa monstruosa”, le escribía Thomas Carlyle a Ralph Waldo Emerson en 1835. Y con internet ni hablar, podría añadir algún apocalíptico de nuestros días. Podemos citar cartas como la de Carlyle, pero lo más probable es que la gente del futuro no pueda leer casi ninguna carta de nuestro tiempo. Los correos electrónicos y los chats telefónicos se desvanecen en el aire. He ahí una pérdida más.

“La última carta llegará en esta generación”, aventura Garfield. “¿Cuándo llegará ese día memorable, esa última carta auténtica? ¿El próximo miércoles? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de cinco años? No sabremos que era la última hasta meses o años después, cuando miremos atrás ponderando el pasado…”

¿Quién de nosotros escribirá esa última carta?

Existen clubes de cartas, gente que se dedica a escribirse de puño y letra, a esperar con paciencia mensajes que siguen recorriendo un camino trazado por buzones, empleados de correos, carteros y agentes del azar. La sabiduría popular enseña que no hay que confundir lo urgente con lo importante. Pues bien, quizás haya que limitar la mensajería instantánea a lo urgente, y darnos la posibilidad de seguir volcando, al menos cada tanto, lo importante en el papel. Tal vez de esa forma podríamos sentir, como Virginia Woolf, que “el género epistolar es el arte más humano, que hunde sus raíces en el amor a los amigos”. O lo que apuntó, en el siglo IV, un autor llamado Demetrio: “Todo el que escribe una carta lo hace como imagen de su propia alma. En todas las formas de discurso puede apreciarse el carácter del escritor, pero en ninguna tan claramente como en la epistolar”. Y así, a lo mejor, si tenemos el privilegio de recibir alguna carta más alguna vez, podamos experimentar lo que Emily Dickinson: “Una carta te hace sentir inmortal, porque es solo la mente del amigo, sin el cuerpo”, aunque Katherine Mansfield le escribió una vez a un amigo: “Esto no es una carta, son mis brazos rodeándote un momento”. Si alguien quiere escribirme un día una carta en papel, que sepa que me hará feliz.

Cristian Vázquez: (Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.

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