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Armando Durán / Laberintos: Cuba 2019 – 60 años de agonía

 

El primero de enero de 1959 se materializó el triunfo político y militar del ejército guerrillero de Fidel Castro sobre la dictadura de Fulgencio Batista. Fue, como señalaba Hugh Thomas en su extenso estudio sobre Cuba, “un momento único de la historia cubana, el amanecer de una nueva era.”

Nadie, ni el prestigioso historiador británico, podía percibir que aquellos días de exuberante frenesí popular también marcaban el principio del fin de una gran ilusión y que ahora, al cumplirse su 60 aniversario, Yoani Sánchez, cronista implacable de la Cuba que no cambia desde entonces, ha condenado sin contemplaciones en artículo publicado en el diario español El País la semana pasada: “Como un gesto de profundo simbolismo”, fue su sentencia, “el acto oficial para celebrar el triunfo de la revolución cubana se hizo en el cementerio de Santa Efigenia en Santiago de Cuba. Más que el cumpleaños de algo vivo, sus defensores se reunieron alrededor del cadáver de un proceso, del ataúd de una utopía.”

El origen de esta frustración que acaba de cumplir 60 años de vida, hay que buscarlo en el hecho de que el derrocamiento del dictador Batista, en lugar de restaurar la democracia en Cuba, se transformó muy pronto en una revolución que dejaba de lado sus simpáticas características de estallido popular con aires de romanticismo garibaldino y le presentó a los cubanos y al gobierno de Estados Unidos, a sólo 90 millas de distancia, el desafío de una revolución a la manera bolchevique, socialista y antiestadounidense, que desde el primer día se arrojaba en brazos de la Unión Soviética y se dedicaba de lleno a la tarea subversiva de exportar su ideología y sus métodos de lucha violentos al resto de América Latina.

Por supuesto, nadie tenía entonces razones para pensar que a partir de aquella victoria Fidel Castro y sus lugartenientes no emprendieran las dos acciones políticas perfectamente previsibles en ese momento irrepetible de compromiso político: devolverle de inmediato su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar dirigido por Batista el 10 de marzo de 1952, y la convocatoria a elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. En definitiva, recuperar ese pasado de democracia representativa había sido el aspecto central del programa públicamente asumido por Castro y por todas las organizaciones políticas y cívicas cubanas que se habían opuesto a Batista, y no había por qué cuestionar la sinceridad de este doble compromiso. Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta a la de una simple restauración de la democracia en Cuba.

   El principio del fin de un mundo

Por supuesto, ponerle fin a la dictadura era un primer paso, pero sólo eso. Resulta imposible presumir cuándo tomó Castro la decisión de fijarle a Cuba el rumbo que llevó la isla al comunismo, pero pocas semanas tardaron los hechos en poner de manifiesto que el verdadero objetivo de su movimiento insurreccional iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia como se concebía entonces en todo el continente. La meta de Castro, oculta para todos menos para un pequeño grupo de hombres y mujeres de su mayor confianza, era la construcción, sobre los escombros de la dictadura batistiana, de una Cuba rigurosamente nueva, revolucionaria, socialista y antiestadounidense.

La frustrada invasión de Bahía de Cochinos en 1961, la desaparición de la propiedad privada, la abrumadora intervención militar soviética que desencadenó la apocalíptica amenaza de un holocausto nuclear en octubre de 1962, la expansión ideológica de la revolución socialista de Cuba por todo el continente y el inaudito respaldo de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, fueron los principales hitos que definían dramáticamente el desarrollo de la realidad cubana y alteraban hasta el proceso político latinoamericano. Si el dilema que hasta al año de 1959 le planteaban a la región las turbulentas circunstancias políticas del momento se reducía a la muy elemental alternativa de dictadura o democracia, a partir de esa fecha pasó se transformó en una disyuntiva muchísimo más compleja y peligrosa, democracia representativa o revolución comunista a la manera cubana.

   Revolución socialista o muerte

En 1989, la demolición del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética provocaron la rápida transición de las dictaduras comunistas de Europa oriental a naciones impecablemente democráticas. Un proceso parecido ya se había puesto en marcha en China tras la muerte de Mao y el ascenso de Deng Xiaoping al poder, una corrección profunda de rumbo que ahora hacía a China una nación con dos sistemas bien diferenciados, liberal en materia económica, pero políticamente tan totalitario como en tiempos de Mao. De ahí que con mucha razón se pensara que ante esta nueva realidad que liquidaba irremisiblemente lo que había sido el imperio chino-soviético, un fenómeno que además dejaba a Cuba sin la imprescindible asistencia económica y energética que recibía de la ya desaparecida Unión Soviética, obligaría a Castro a dar inicio a un proceso de grandes cambios políticos y económicos en la isla. Desaparecido el imperio rojo de pacífica muerte natural, el proyecto cubano dejaba de estar en condiciones de sobrevivir sin seguir esos ejemplos reformistas.

No fue así. De la misma manera que en 1962 Fidel Castro le dio su más completo respaldo a la instalación de armamento nuclear soviético en Cuba aunque ello significara propiciar una reacción nuclear de Estados Unidos y la destrucción física de la isla y sus habitantes, en medio de esta nueva y espectacular encrucijada, Castro asumió el papel de padre resuelto a imponer a sangre y fuego el comunismo en la isla, y se negó una vez más a dar su brazo a torcer. Autoproclamado defensor, solitario defensor por cierto del sistema que moría en el resto del planeta, desde su pequeñísimo refugio caribeño declaró sin la menor vacilación que Cuba seguiría siendo un bastión comunista aunque esa decisión condenara a Cuba a la peor crisis económica y social imaginable, que él se apresuró a calificar de “período especial.”

La agonía que sufrían los cubanos desde hacía 30 años adquirió en este punto del proceso proporciones bíblicas. La defensa forzada del proyecto fidelista transformó la penosa experiencia política y existencial de los cubanos en calamidad sin remedio, y el inmovilismo como estrategia de lucha se impuso sobre todas las consideraciones posibles.

   Hugo Chávez al rescate de Cuba

Un golpe de suerte rescató a Castro cuando Cuba se encontraba al borde del abismo. Hugo Chávez había abandonado en 1996 el camino de las armas y en diciembre 1998 conquistó la Presidencia de Venezuela por medio de una imprevista circunvalación electoral. De este sinuoso modo, la reflexión de Deng de que da lo mismo que el gato sea negro o blanco si caza ratones, cobraba vida propia en el Caribe de manos del ex teniente coronel golpista. ¿Qué más da conquistar el poder a punta de pistola o a fuerza de votos si al final se alcanza el mismo objetivo de imponer la revolución? Y Fidel Castro, que hasta ese instante había jugado todas sus cartas a la lucha armada, comprendió enseguida el valor que tenía la variante que Chávez introducía en la tradicional ecuación revolucionaria y selló para siempre su incipiente alianza con la Venezuela chavista, una decisión que le permitió vencer los efectos devastadores de su vocación suicida y encima conquistar en el resto de América latina, pacífica, amable y electoralmente, un poder que no habían alcanzado por la vía fulminante de la lucha armada.

   Raúl Castro se sube al escenario

El segundo fenómeno que modificaría el fortalecimiento y la expansión de la revolución cubana fue el ascenso de Raúl Castro a la cima del poder totalitario cubano en el año 2008. Sin el carisma, de su hermano enfermo de muerte, Raúl aprovechó su fama de dirigente muchísimo más flexible que su hermano mayor como bandera de los tiempos cubanos por venir para ofrecerle a los cubanos y a la comunidad internacional reformas necesarias para actualizar una revolución que hacía agua por todas sus costuras. Esa fue, sin embargo, una mentira podrida. A pesar de todas las apariencias, la verdad era que nada substancial iba a cambiar en la Cuba de Raúl. Amparado en su falsa imagen de revolucionario benévolo había anunciado dos reformas que su hermano Fidel siempre había rechazado con obsesiva terquedad. Una, introducir en el rígido sistema cubano reformas económicas de carácter “liberal”; dos, su decisión de normalizar las relaciones de la Cuba socialista con Washington sin poner en peligro la identidad revolucionaria y antiimperialista del régimen.

Dentro de esta campaña encaminada a modificar la percepción que se tenía de él en el mundo, el 20 de marzo de 2016 Raúl Castro recibió a Barack Obama y a toda su familia como si el presidente del imperio enemigo a muerte de Cuba durante tantas décadas, como por arte de magia y gracias a las habilidades disuasorias de Raúl, hubiera pasado a ser un nuevo y formidable aliado de la revolución cubana. La visita, adornada con la impactante presentación de un gran desfile de modas de la casa Chanel en el habanero Paseo del Prado y un concierto de los Rolling Stones ante una multitud inmensa de cubanos que no salían de su asombro, generó la sensación de que los comunistas cubanos al fin tomaban el camino de las rectificaciones estructurales. Y si los pasos que se daban eran sin duda demasiado tímidos para satisfacer las expectativas de la sociedad cubana y del resto del mundo democrático, se argumentaba que la velocidad y profundización de esta etapa de cambios se produciría cuando Fidel, que oponía firmemente a las reformas, muriera. Otra mentira, bien porque con Fidel vivo o muerto, Raúl no era distinto a su hermano y tampoco estaba dispuesto a hacer lo que había prometido.

   Raúl Castro como rompecabezas

Para terminar de armar este rompecabezas, Raúl Castro, tal como lo había anunciado, renunció en 2018 a su cargo de Presidente del Consejo de Estado, facilitó que la elección de su sucesor recayera en un muy activo militante de la revolución pero que por razones de edad no participó en la lucha contra la dictadura y propició la redacción de una nueva Constitución, en teoría, para normar la vida política de lo que necesariamente sería una nueva Cuba, pero conservó su decisiva condición de primer secretario del Partido Comunista de Cuba, poder supremo que le permitía ejercer el mando absoluto de todos los órganos del poder en la isla.

A lo largo de los años, bajo la conducción de Fidel y ahora de Raúl, la revolución cubana siempre ha tenido los mismos y frustrantes resultados. La adopción del sistema económico de la URSS realizada por el hermano mayor arruinó la economía de la isla, su ciega entrega a Moscú puso a la isla en peligro cierto de extinción al autorizar en 1962 la instalación en territorio cubano de decenas de cohetes con cabezas nucleares que apuntaban a objetivos en Estados Unidos, y en ningún momento consideró oportuno reivindicar el derecho ciudadano a escapar de ese estado de miseria material y espiritual producto de la draconiana aplicación en Cuba del irrespirable sistema político y económico de la Unión Soviética. Gracias su sumisión, el régimen cubano contó con la “solidaridad” soviética, muy precaria sin duda pero suficientemente adecuada hasta 1990 para que los cubanos pudieran llegar al día de mañana.

Con la desintegración de la URSS y del bloque de sus provincias en Europa oriental, desapareció esa “solidaridad” y los cubanos volvieron a sentirse perdidos en la nada. La milagrosa aparición de Chávez en el horizonte cubano había sido una sorpresa afortunada y las “reformas” anunciadas por Raúl al asumir el mando, que en teoría anunciaban la puesta a punto de una contrarrevolución salvadora como la de Deng en China, solo sirvieron para facilitar la rápida restauración de Cuba como paraíso, no de la revolución renacida que ya sólo existía como herramienta necesaria para conservar el poder hasta el fin de los siglos, sino del turismo. Un turismo que cifró su porvenir en la explotación de la miseria y del no progreso material de los cubanos como atracción folklórica. Hasta el extremo de que hoy en día La Habana y otras ciudades con potencial turístico se han convertido en decorados de cartón y colorines, sin presencia física de sus ciudadanos, encerrados irremediables en la aterradora soledad de sus vidas cotidianas, y de uso solo para turistas que viajan a la isla en busca de un destino “exótico” a precio de saldo.

En cuanto a la insinuada reforma política, la verdad es que si bien Cuba cuenta ahora con un Presiente sin pasado insurreccional, es decir, sin épica revolucionaria que exhibir, Raúl conserva la jefatura suprema del país, como le fija la moribunda constitución cubana al jefe del Partido Comunista de Cuba para poder terminar de construir algún día una sociedad comunista. Atributo y función que a pesar de lo que se dijo se repetirá en su actual reescritura. O sea, que al margen de lo que ha sostenido la propaganda oficial a lo largo de los 10 años de su Presidencia, Raúl ha demostrado ser en la práctica un jefe tan autoritario como su hermano mayor, aunque con una cintura mucho más flexible. Nada más. La escasez y la miseria siguen siendo gracias a su inconmovible pensamiento las señas que todavía mejor definen la realidad económica y social de Cuba. Una parálisis también aplicable a lo que se pensó que acarrearía la sorprendente aproximación de Raúl a la Casa Blanca de Obama, que terminó siendo un simple gesto de civilidad, ya que la indiscutible disposición de Obama a cooperar con el gobierno “reformista” de Raúl nunca llegó a producir los frutos que se esperaban. Esa futura cooperación estadounidense a Cuba no fue en ningún momento una oferta gratuita, como la venezolana, sino que exigía, y Obama fue muy claro hasta en los discursos que pronunció en Cuba, que el apoyo de su país a Cuba dependía de que el régimen cubano respetara el ejercicio de las libertades públicas y de a los derechos humanos. Un dando y dando que de ningún modo la Cuba del inmovilismo y el socialismo totalitario estaba ni está dispuesta a conceder.

De esta rocambolesca manera, 60 años después de aquella ilusión de inconmensurable magnitud que despertó dentro y fuera de Cuba el derrocamiento de la dictadura de Batista, el único resultado real de los vencedores de entonces, es el fracaso continuado durante seis décadas de promesas y más promesas incumplidas, de agobios materiales y espirituales ilimitados y de una agonía permanente que nada de lo hecho por los hermanos Castro y sus sucesores han podido ni pueden aliviar.

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