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El ocaso de los ídolos progresistas

Hace dos años que se publicó en Francia el libro de la filósofa Bérénice Levet titulado El ocaso de los ídolos progresistas. Se trata de una reflexión sobre cómo la ideología progresista barrió una serie de constantes antropológicas que están en la base de las necesidades fundamentales del ser humano: necesidad de raíces, de identidad nacional, de frontera, de lengua, de tradiciones donde poder anclarse y reconocerse, en suma, de inscribirse en un conjunto de filiaciones y fidelidades.   Son unas reflexiones que sirven para comprender lo que sucedió en algunos países europeos desde los años 70, y en otros posteriormente hasta hoy en día en que todavía lo estamos viviendo. 

Esto es lo que nos dice la filósofa y escritora:

 

«Nacida a comienzos de 1970, pertenezco a esa primera generación educada por unos progenitores y formada por unos profesores que, en la estela de Mayo del 68, habían renunciado a asumir su responsabilidad de adultos, a inscribirnos en un mundo viejo, más viejo que nosotros, una humanidad particular rica de una herencia milenaria. Hemos sido el laboratorio de experimentación de una nueva figura de humanidad. […]

»La gran coartada de esta dimisión era nuestra libertad. Convencidos de engendrar individuos todavía más libres por haber sido descargados del peso de las tradiciones, renunciaron a escoltarnos en el mundo. La convicción con la que se embriagaban consistía en que, liberándonos de los códigos y las reglas, nos devolvían nuestra creatividad original. Crecí entre libros, obras de arte, grabados, música clásica, pero no se me orientaba en nada, tampoco se me prohibía nada, por otra parte. Como si por simple impregnación, esta herencia se convertiría en mía. Éramos libres, según nuestra apetencia, nuestra curiosidad, de ir a descubrir lo que nos rodeaba. De abrir el diccionario y enriquecer nuestro vocabulario, si esa tentación nos viniera.

Herederos sin testamento

»Me parece apropiado hablar, como dice Hannah Arendt, inspirada por René Char, de “herederos sin testamento”. Éramos herederos porque el pasado no había muerto, pero sin testamento porque no había tradición que pusiera nombre a las cosas, que transmitiera y que conservara, que indicara dónde se encuentran los tesoros y cuál es su valor, es decir, sin nadie que se encargara de decir al heredero lo que será legítimamente suyo, que asignara un pasado al futuro.[…]
»Los adultos no se imaginaban como los depositarios de una herencia, lo que explica la ligereza con la cual la sacrificaron. Se adjudicaron el derecho de interrumpir una civilización o, en algún modo, de no asegurarle un futuro. Y, al mismo tiempo, se liberaron de inscribirnos en una historia, de darnos una identidad. De ahí la situación extremadamente paradójica que vino después. Los baby-boomers continuaban dando la vida, pero rechazaban verse a sí mismos como progenitores; abrazaban la carrera de profesores, pero no querían ser ya los representantes de la civilización, de la cultura. 

»Se extendió el uso de llamar a los padres por sus nombres de pila. Esta práctica era sintomática de un rechazo de los roles institucionales. Padre y madre son unas funciones, ligadas en parte a una genealogía, a una filiación. Sin embargo, no se veían como los representantes de nada ni de nadie, ya sea una familia, una civilización o una institución. Querían ser individuos. Considero que este es un punto fundamental.

El individuo post-68 vive y quiere vivir fuera de toda trascendencia.

»La idea de representar cualquier otra cosa que ellos mismos, que su propia personalidad, les parecía extraño. El individuo post-68 vive y quiere vivir fuera de toda trascendencia, trascendencia de Dios, pero también trascendencia de la civilización, de la nación en las que tiene origen lo que es. La conciencia de una deuda contraída respecto a sus ancestros ni siquiera se le ocurre, de ahí la autorización que se da para no transmitir la herencia a las generaciones venideras.

Consideraban el pasado nacional como culpable de todo.

»A esto se añade el hecho de que consideraban el pasado nacional como culpable de todo. Transmitirlo a las nuevas generaciones hubiera sido como convertirse en cómplice […] El pasado no inspira más que resentimiento. Me acuerdo de la unión de profesores y federaciones de APYMAs para protestar contra el proyecto gubernamental de introducir « La Marsellesa » en la escuela.

»Desde entonces, la educación consiste en una sucesión de desidentificaciones: desidentificación religiosa (católica exclusivamente), desidentificación nacional y, último descubrimiento en este proceso, desidentificación sexuada y sexual.  Confundiendo autoridad y poder o dominación, los adultos rechazaban encarnar las figuras de autoridad. Se entró entonces en la era de la discusión, de la explicación. El adulto justificaba las prohibiciones que todavía se autorizaba a decir y poco a realizar […]

»Comenzaron a despreciar las prerrogativas propias a la condición de adulto y, especialmente, la responsabilidad. Cultivaban una cierta inmadurez que fue en aumento con el tiempo. Nunca envejecer, se prometían los rebeldes de Mayo. Desde entonces, la adolescencia se eterniza y los adultos se divierten con prácticas infantiles.  Se desplazan en patinete, leen cómics, hablan una lengua rudimentaria copiada de la de sus hijos, cazan Pokémon y dejan osos de peluche en el lugar de atentados islamistas. […] El miedo de quedarse atrás respecto a la juventud obsesiona a la generación de los baby-boomers. El miedo de no ser amado por su progenitura o por sus alumnos les bloquea. Ser un colega es lo que se lleva.  […]

Este loco proyecto de hacer crecer al individuo fuera de toda herencia civilizacional.

»¿Cómo hemos podido imaginar este loco proyecto de hacer crecer al individuo fuera de toda herencia civilizacional? La catástrofe antropológica ahí está. Angustiosa y cruel. Lejos de haber desembocado en la orgía creadora anunciada por sus promotores, la ideología de la no-transmisión ha engendrado unos seres sin ataduras, seguros, pero no libres; sensibilizados a todo pero atados y fieles a nada; condenados a vivir en la superficie de ellos mismos; privados de esa interioridad que define al sujeto y que permite no ser zarandeados por todos los vientos; fuera de la tierra y sin espesor temporal; encarcelados en la prisión del presente; dirigidos en consecuencia a un conformismo de pensamiento y de comportamiento confuso; sometidos fatalmente a la tiranía de la opinión; desarmados espiritualmente, intelectualmente y desposeídos de la lengua, ese instrumento de emancipación por excelencia.

»No es excesivo hablar, aunque sea políticamente incorrecto, de deshumanización o, como dice Jean-Pierre Le Goff, de dulce barbarie. Dulce en la medida en que los medios empleados para producir esta nueva figura de humanidad no son nada violentos. Pero barbarie, en la medida en que el resultado es una persona mutilada, atrofiada, atomizada en sus posibilidades más altas y expuesta sin defensa al mundo y a sus semejantes, reducida a ser un consumidor o un turista de la existencia.» 

Fuentes:

http://www.bvoltaire.fr/crepuscule-idoles-progressistes-heritiers-testament/

http://lorgnonmelancolique.blog.lemonde.fr/2017/02/02/le-crepuscule-des-idoles-progressistes/

 

Adaptado y traducido por: Esther Herrera Alzu

 

Nota.- El libro en el que se basa este artículo es Le crépuscule des idoles progressistes (Éditions Stock, 2017). 

Bérénice Levet es Doctora en Filosofía y profesora de dicha materia en dos centros universitarios. Ha publicado Le Musée imaginaire d’Hannah Arendt (Ed. Stock, 2011) y La Théorie du genre ou le monde rêvé des anges (Ed. Grasset, 2014), sobre la influencia de la ideología de género en la educación.

 

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