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Armando Durán / Laberintos: ¿Se le acaba el tiempo a Maduro?

 

Nicolás Maduro sigue atrincherado en el Palacio de Miraflores y en los cuarteles del ejército, los únicos rincones del planeta donde debe sentirse medianamente seguro. Y donde, como millones y millones de ciudadanos dentro y fuera de Venezuela se preguntan, también allí, rodeado de tanques, cañones y bayonetas, debe preguntarse cuánto tiempo le queda. Incógnita agobiante a pesar de que su carácter sea temporal, porque sin la menor duda hasta él sabe que si no ocurre un fenómeno extraordinario e inesperado, el final de esta penosa historia ya está escrito. Y que cada hora que pasa, con el tic tac inexorable del tiempo, se le reducen todos los espacios a velocidad vertiginosa.

 

En el marco de esta ingrata realidad, la semana que se inicia hoy puede resultar crucial para el destino de la supuesta “revolución” chavista. Por una parte, la noche del domingo Juan Guaidó anunció para los próximos días dos importantes movilizaciones de calle. El miércoles, de 12 del mediodía a dos de la tarde, visita a los cuarteles de todo el país para continuar distribuyendo en sus puertas copias de la Ley de Amnistía, aprobada la semana pasada por la Asamblea Nacional, a la que podrán acogerse los efectivos militares que de alguna manera contribuyan al restablecimiento del orden democrático en Venezuela; y el sábado, una gran concentración popular en Caracas, de apoyo al ultimátum que le ha dado la Unión Europea a Maduro de reconocer colectivamente el gobierno de Guaidó este domingo, si antes el régimen no convoca a nuevas elecciones, bajo control de la comunidad internacional para garantizar la transparencia de sus resultados. Una exigencia que Maduro ya ha rechazado groseramente: “A nosotros no nos pone un ultimátum nadie. Si se quieren ir (los miembros de la Unión Europea), que se vayan, ya.”

 

Al cerco que protagonizan al alimón la inmensa mayoría de los venezolanos instalados en las calles y el reconocimiento internacional de Guaidó como legítimo encargado de la Presidencia de la República de acuerdo con el artículo 233 de la Constitución nacional, se suman ahora dos acciones que anticipan lo que sin duda ocurrirá a partir del próximo lunes, una vez cumplido el plazo concedido al régimen para rectificar el paso en falso que le ha significado a Maduro violar la ley y usurpar el poder: por una parte, la negativa de Gran Bretaña a la solicitud chavista de repatriar mil 200 millones de dólares depositados allá; por la otra, la decisión del Departamento del Tesoro de Estados Unidos de poner los depósitos y transacciones financieras de Venezuela en territorio estadounidense, incluyendo todo lo que tenga que ver con el negocio petrolero, en manos del gobierno de Guaidó. Escenario que en una Venezuela que depende casi exclusivamente de sus ventas de petróleo a Estados Unidos para financiar su dramáticamente agonizante economía, equivale a dictar una sentencia a muerte de lo poco que queda en pie del régimen. Incluyendo la asistencia financiera que presta China a cambio de futuros suministros de petróleo.

 

La combinación de estos tres factores indica que Maduro y el chavismo tienen los días contados. En todo caso, como la única base de sustentación de ambos es el respaldo de las fuerzas armadas, y como en el seno de esas fuerzas se debaten con urgencia extrema estas cuestiones, sobre todo porque sus efectivos temen las represalias internacionales y padecen los estragos devastadores de la crisis interna con idéntica intensidad a la que sufre la población civil del país, la unidad de esas fuerzas y la supuesta firmeza con que los sostienen se estremecen, se fracturan y se debilitan minuto a minuto.

 

En otras palabras, el proceso que puso en marcha Guaidó en su condición de presidente de la Asamblea Nacional para cumplir el mandato constitucional de encargarse de las funciones del Ejecutivo Nacional desde el 10 de enero pasado, fecha en que termina el último período presidencial de origen democrático que se le reconoce a Maduro, adquiere ahora una velocidad vertiginosa. Y que frente a esta irreversible realidad, el régimen venezolano se encuentra finalmente en un callejón sin salida. No puede continuar gobernando a no ser que saque la tropa a la calle y le imponga al país una dictadura feroz, porque ni sus ciudadanos ni la comunidad internacional se lo permitirían. Pero tampoco puede marcharse con su música a otra parte, así como así. De manera especial porque Cuba no podría sobrevivir a la catástrofe que significaría para su revolución el fin del régimen chavista, y porque Rusia vería seriamente disminuida su presencia en América Latina, un ingrediente imprescindible para armar el proyecto imperial que viene implementando desde hace años Vladimir Putin. Una doble presión casi tan insoportable como la que ejercen la sociedad civil venezolana y los regímenes democráticos del mundo.

 

En este callejón sin salida el único salvavidas que le queda a Maduro para continuar aferrado al poder, es tener algo más del tiempo que ya no tiene. No se trata de una situación nueva para el régimen. Desde aquel sangriento 11 de abril de 2002, Hugo Chávez y sus asesores diseñaron una estrategia política y comunicacional que hasta ahora le ha servido para superar todas las crisis. “O nos entendemos o nos matamos”, le planteó entonces a una comunidad razonablemente inquieta por la inestabilidad de un país que entonces era uno de los principales productores de petróleo del mundo, y a los principales partidos de la oposición, agrupados en la alianza llamada Coordinadora Democrática, que sin oponer mucha resistencia cayeron dócilmente en la trampa a cambio de que el régimen les permitiera ocupar algunos espacios burocráticos de origen electoral.

 

Esta trampa se le deshizo en pedazos a Maduro después de la derrota aplastante de sus candidatos en las elecciones parlamentarias de 2015 y no le quedó más remedio que romper los leves hilos que todavía emparentaban al régimen con las formalidades de un sistema democrático de gobierno. Fue el principio de un fin que ahora, después de lo que significaron las masivas protestas del año 2017, los muertos, los torturados, las prisiones y una crisis política y económica hecha de golpe y porrazo crisis humanitaria, con una población indignada hasta la exasperación y una comunidad internacional que ya no puede mirar hacia otra parte y escabullir el bulto, coloca a los protagonistas del drama venezolano ante el terrible dilema de ser o no ser.

 

De eso, de nada más, depende el tiempo que le queda a Maduro como usurpador del poder, pero acorralado por los cuatro costados. Su única salvación, y a eso juega depositando su última a la carta de otro falso diálogo con algún sector que todavía se preste a servirle de comparsa para celebrar otras elecciones amañadas y concederle así algunos días o semanas de reposo, es que esa oposición colaboracionista, por ahora callada pero no desaparecida del todo, logre que Guaidó deje de pedalear y se caiga de la bicicleta. Una debilidad que nadie en su sano juicio le puede atribuir al presidente encargado de la Presidencia de la República, quien en muy pocos días, sin violencia y sin estridencias, ha sabido ganarse la solidaridad de su pueblo y el reconocimiento de la comunidad internacional para colocar al régimen en su desesperada situación actual. A un solo y a todas luces ineludible paso del infierno y de la nada.

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