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Rocío Vélez de Piedrahíta

Hace muchos años, yo escribí una columna sobre Papelucho, un niño fantástico que cuenta la historia de Chile con un tono sencillo, serio, interesante, más un poco de fantasía, frescura, intriga y poesía, requisitos básicos para que un libro infantil llegue a ser coleccionable y los niños quieran leer. Al día siguiente de publicarse esa columna, recibí uno de los correos más generosos que he leído en toda mi vida. Lo firmaba, con un saludo cordial, Rocío Vélez de Piedrahíta, una de mis maestras silenciosas y admirada profundamente, una mujer que de lo importante que era para mí, después de leerla por años, no había podido hablarle. ¿Uno qué le dice a la gente que es fundamental en su vida? Yo todavía no sé.

El correo, me tomo el atrevimiento de citarlo aquí, decía lo siguiente: “Apreciado Diego: usted es el indicado para iniciar un Papelucho colombiano, no lo vacile. Se podrían sacar ejemplares durante mucho tiempo sobre los temas que se fueran presentando. Le aconsejo que mire un intento que hizo Ernesto González en 1979, Juan Grillín, un niño que recorre a Colombia al lomo de un gallinazo. Tenía el inconveniente de un exceso de mensajes demasiado explícitos que entorpecían la narración, pero tenía episodios estupendos y una idea muy buena. Colombia da para mucho y a los niños les está haciendo falta material entretenido y a la vez serio, de calidad y agradable de mirar. Aquí hay excelentes ilustradores. Piénselo…”.

La idea era más que estupenda, y acepté semejante aventura solo si ella me acompañaba en todo el proceso, nadie como ella conocía la literatura infantil del mundo. Apenas pudimos hacer un mínimo bosquejo y nos llenamos de ilusión, pero el día a día nos devoró a ambos, ella estaba en ese momento trabajando en una biografía sobre Marco Fidel Suárez y yo estaba siendo devorado lentamente por Bogotá y un montón de proyectos.

La primera y última vez que tuvimos una cita fue en 2013, en un café por San Lucas que seleccionó ella y a donde la vi llegar muy elegante con un libro bajo el brazo, “El sietecueros de Lía”, uno de los libros que ella más quería. Cuando nos despedimos lo firmó para mí y quedamos de vernos nuevamente para prestarme sus fabulosas crónicas, “Entre nos”, que son inconseguibles y que ahora, más que nunca, deberían reeditarse. Pero el próximo encuentro nunca ocurrió, se nos fue yendo el tiempo como si creyéramos fervientemente que la vida es eterna. Solo de vez en cuando nos escribíamos. Cuando asumí la dirección de la Fiesta del Libro, quise invitarla a ella y a Lucila González de Chaves, mi otra maestra invisible, a una charla que también debía ser un homenaje, ambas declinaron por temas de salud.

Me duele no haber podido conversar otra vez con la dama de la literatura antioqueña que fue Rocío Vélez de Piedrahíta, me duele no haberle escrito más, me duele que se haya muerto y no me haya dicho el porqué. A mujeres como ella debería prohibírseles que se mueran.

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