Armando Durán / Laberintos: La asistencia humanitaria y la primavera venezolana
Hace pocos días, desde Santiago de Chile, el presidente Sebastián Piñera nos recordaba que por muchas rosas que se corten no es posible impedir el estallido de la primavera. El sábado pasado, desde la tarima levantada al final de la caraqueña Avenida Principal de Las Mercedes, ante miles de ciudadanos que lo aclamaban como su presidente legítimo, Juan Guaidó repetía la poética imagen. Y es de agradecer. En esta Venezuela de 2019, al calor de la rebelión cívica y civil que él dirige desde que hace exactamente un mes asumió la Presidencia de la Asamblea Nacional, esas palabras tienen un evidente significado: el impresentable régimen chavista tiene los días contados.
Esta situación, a pesar de ser irreversible, no es, sin embargo, fácil ni se producirá de la noche a la mañana. Quienes desde el 4 de febrero de 1982 han tratado de arrancar a cañonazos las flores de la democracia venezolana han tenido tiempo suficiente para armar un rígido aparato político-militar, diseñado por sus asesores cubanos. Un mecanismo implacable que Hugo Chávez implementó a sangre y fuego desde los sucesos del 11 de abril de 1992, cuando más de medio millón de venezolanos, indignados por la precipitada marcha del ex teniente coronel golpista hacia su objetivo de reproducir en Venezuela el fracasado proyecto socialista cubano, se dirigieron al Palacio de Miraflores a exigirle su renuncia.
Aquellos sangrientos sucesos frenaron de golpe la velocidad vertiginosa de su maniobra, pero no modificaron en lo más mínimo su rumbo ni su naturaleza. Y así, a partir de 2003, aunque la meta seguía siendo la misma, recurrió a otros medios para llevar a Venezuela hasta ese punto que él decía ver en el horizonte. En primer lugar, mediante a la purga despiadada y continua de las fuerzas armadas hasta convertirlas en una auténtica guardia pretoriana al servicio exclusivo de los intereses particulares del régimen naciente, la destrucción sistemática del aparato productivo del país para desarticular las raíces materiales de la alta burguesía y de la muy amplia y poderosa clase media venezolana y la útil alianza con la cúpula de unos partidos políticos desarticulados y sin fuerza real desde finales del siglo anterior con la intención de construir y sostener la ficción de que en Venezuela había un auténtico movimiento opositor. Perversos artificios articulados primero en la llamada Coordinadora Democrática y después en la Mesa de la Unidad Democrática, que en mayor o menor grado de complicidad según las circunstancias, le hicieron el juego a Chávez en la tarea de alentar rondas de diálogo gobierno-oposición que naturalmente nunca lo fueron y frecuentes elecciones, todas ellas amañadas de principio a final, a cambio de conservar algunos pocos e insignificantes espacios burocráticos de origen electoral.
La crisis financiera de 2008, que para Venezuela significó el desplome de los precios del petróleo en los mercados internacionales, y poco después la enfermedad y la muerte de Chávez, dejaron el proyecto en manos de Nicolás Maduro, el heredero seleccionado por el gobierno cubano gracias a su mediocridad, insuficiencia que obligaba a Maduro a demostrarle al régimen cubano eterna gratitud y docilidad. No contaban en Cuba, sin embargo, con las carencias del elegido para gobernar la nave del Estado en las aguas turbulentas que se avecinaban. Un disparate cuyo resultado está a la vista de quien lo quiera ver. De ahí las impresionantes protestas populares de 2014 y 2017, la ferocidad de las fuerzas encargadas de reprimirlas, la conversión inevitable de la crisis económica en devastadora crisis humanitaria, la impotencia de Maduro para enfrentar políticamente la onda expansiva de la debacle chavista en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 y el despilfarro de los últimos y escasos recursos políticos y financieros que le quedaban. Hasta que tanta torpeza acumulada lo llevó a poner contra la pared a esa oposición que hasta ese día había demostrado hasta la saciedad estar decidida a seguir oxigenando con su presencia y participación la falsa legitimidad de un régimen que en verdad nunca lo había sido.
A partir de ese error todo le fue a Maduro mucho peor que mal. Y de tanto tensar la cuerda arrinconó a Julio Borges y a su partido Primero Justicia hasta el extremo de no dejarle otra opción que rechazar las tradicionales trampas electorales administradas por los directivos del Consejo Nacional Electoral y que ellos siempre habían aceptado. La combinación de esta seria ruptura del frente colaboracionista de la oposición, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el radical cambio de guardia en aliados del chavismo como Colombia, Ecuador, Brasil, Argentina y Chile, y la constitución del llamado Grupo de Lima para eludir el bloqueo sistemático de las iniciativas de Luis Almagro en la OEA gracias al voto en contra de las minúsculas islas-estados del Caribe, dependientes políticamente de Cuba y económicamente de Venezuela, se encargarían de escribir el resto de esta penosa historia de desencuentros y miseria. Hasta llegar al mes de enero de este año, cuando la comunidad internacional por fin asumió la responsabilidad de desconocer la parodia electoral del 20 de mayo pasado y la reelección de Maduro como presidente de Venezuela. Comenzaron a soplar entonces los vientos que trajeron esta tormenta que, hoy por hoy, cada hora que pasa, se hace más perfecta.
En este punto crucial del proceso político venezolano, la crisis agobiante que sufren los venezolanos, la deriva totalitaria del régimen desde su derrota en las elecciones parlamentarias de 2015 y ahora Juan Guaidó, joven diputado a la Asamblea Nacional reconocido por todo el mundo democrático como legítimo encargado del Ejecutivo Nacional, han colocado a Venezuela en el centro de la atención mundial. La fortaleza creciente de Guaidó y la debilidad también creciente de Maduro, han recrudecido dramáticamente la certeza de que el cambio de presidente, gobierno y régimen es un objetivo al alcance de la mano. En el marco insostenible de esta crisis, muy bien definida por la magnitud de una hiperinflación sin precedentes en el continente americano y por la decisión manifiesta de la comunidad internacional de restaurar a toda costa la democracia como sistema político y forma de vida en Venezuela, esta compleja realidad anuncia la llegada inexorable de la primavera.
En el marco de la situación actual del país, dominada por el hambre, la mengua y la desesperación, la urgente necesidad de recibir asistencia humanitaria de carácter internacional, inexplicablemente, ha generado un estado de guerra latente, pues a medida que la comunidad internacional se apresta a llevar esta asistencia a Venezuela, el régimen, por boca de Maduro, ha respondido que sus fuerzas armadas no permitirán que esta ayuda ingrese al país, entre otras razones, porque según sostiene el propio Maduro, esa asistencia es una “limosna” que, además, el pueblo no necesita porque su gobierno siempre se ha ocupado de satisfacer todas las necesidades de la población. De este modo inesperado, la asistencia que la comunidad internacional ha comenzado a enviar a la frontera colombo-venezolana y el reiterado rechazo a recibirla de Maduro y compañía, han transformado la asistencia por venir en un auténtico y arrollador caballo de Troya.
Según anunció Guaidó en su encuentro del sábado con su pueblo, dentro de muy pocos días esa ayuda comenzará a ingresar al país y propuso que los ciudadanos lo acompañen a recibirla y custodiarla hasta depositarla en las manos de quienes más la necesitan. Oportunidad que aprovechó para presentarle a la Fuerza Armada de Venezuela un dilema dramático: o reprimen al pueblo que aguarda con impaciencia y ansiedad la llegada de esa asistencia, o recurren a la fuerza de sus armas para impedir que lleguen a quienes con mayor urgencia los necesitan para seguir vivos. “Soldado de la patria”, fue la exhortación que les hizo ese mediodía a los venezolanos de uniforme, llegado ese momento crítico “usted tendrá en sus manos la decisión de que ingrese a Venezuela y esté a resguardo.”
Se trata, sin la menor duda, de un desafío tajante al régimen. O Maduro impide por la fuerza el ingreso a Venezuela de esa asistencia que llegará acompañada de representantes de la coalición internacional organizada para aliviar el sufrimiento de miles de venezolanos, lo cual lo convertirían a él y a los suyos en los monstruos más despreciables del planeta, o autoriza su ingreso a Venezuela, un acto que sus aliados y seguidores nacionales e internacionales calificarían, después de haber escuchado a Maduro amenazar furiosamente al mundo con una confrontación sangrienta si persisten en traer esa asistencia a Venezuela, como un gesto de debilidad irremediable.
Hoy en día, esta es la incógnita a despejar con premura. Una cosa sí parece clara. Cualquiera que sea su resolución, el desenlace de la confrontación será el mismo: el anuncio a tambor batiente, de que en ese instante controversial habrá comenzado, por las buenas o por las malas, la anhelada primavera venezolana.