Pérez-Reverte: Pinchos magrebíes
Hay que ver la de tiempo libre que tiene la gente. En los últimos tiempos he recibido varias cartas afeándome el uso que hago de palabras políticamente incorrectas. Lo de negro, por ejemplo. Cuando me refiero a un negro diciendo que es negro —a mi me han llamado blanco en África toda la vida— resulta que soy xenófobo. Escribir que algo es una merienda de negros, por ejemplo, o que esa negra está para chuparse los dedos, o hablar de la trata de negros, me asegura media docena de cartas poniéndome de racista para arriba. Hasta decir cine negro o lo veo todo negro es peyorativo, argumentan; y pasarlas negras, sin ir más lejos, se asocia de modo racista con pasarlas putas. Por eso también debería evitar la palabra negro como sinónimo de cosas malas o negativas. Así que diferencie, cabrón. No influya negativamente en la juventud. Llámelos subsaharianos, sugieren unos. De color, sugieren otros. Afroamericanos, si son gringos. Etcétera. Y a veces, esos días en que uno se pone a escribir sintiéndose asquerosamente conciliador, intento contentarlos a todos y a mí mismo — negro me sigue pareciendo la forma más natural y más corta— y escribo, verbigracia, subsaharianos de color negro; pero entonces, encima de que me queda un poco largo y rompe el ritmo de las frases, algunos piensan que me lo tomo a cachondeo y las cartas se vuelven más explosivas todavía. Estoy desconcertado, la verdad. ¿Naomi Campbell es o no es un pedazo de negra?… ¿El halcón maltés es una película de cine subsahariano de color?… No sé a qué atenerme.
Y lo de moro, esa es otra. Debería usted decir norteafricano o magrebí, apuntan graves. Lo de moro suena a despectivo, a reaccionario, Hasta un erudito lector me lo calificaba el otro día de término franquista: los moros que trajo Franco y todo eso. Sin embargo, ahí debo reconocer que, por muy buena voluntad que le eche, se me hace cuesta arriba prescindir de una palabra tan hermosa, antigua y documentada. Moro viene por vía directa del latín maurus, habitante de la Mauritania; figura en las Etimologías de San Isidoro y en Gonzalo de Berceo, y si hay una palabra vinculada a la historia de España, y que la define, es ésa. Ganada a los moros en 1292 reinando Sancho IV el Bravo, leemos —los que leen— en los muros de Tarifa. Olvidar esa palabra seria ignorar lo que en las ciudades españolas aún significa morería, por ejemplo. O lo que la palabra morisco supuso en los siglos XVI y XVII. De cualquier manera, ahora que todo el mundo anda rescribiendo el pasado a su aire, tampoco tendría nada de particular que revisáramos la historia y la literatura españolas, empezando por el xenófobo y franquista cantar del Cid, sustituyendo la palabra moro por otra más moderna. Las coplas de Jorge Manrique perderían algún verso bellísimo; pero ganaríamos, además de corrección política, palabras como pincho magrebí, que es aséptica y original, en vez de la despectiva pincho moruno. Y reconozco que decir fiestas de norteafricanos y cristianos en Alcoy también tiene su cosita.
En cuanto a lo demás, pues lo mismo. Fíjense en lo de maricón, por ejemplo. A ver qué cuesta decir, en vez de eso es una mariconada, eso es una homosexualidad. O para decirle a un amigo no seas maricón, decir no seas sexualmente alternativo, Paco. Ya sé, opondrán algunos, que no hay palabras malas ni buenas, sino por la intención y el uso. Y la responsabilidad de que haya menguados que las utilicen sólo en sentido despectivo no es atribuible a las palabras en sí, que suelen ser nobles, antiguas y hermosas, capaces además de adaptarse a todo con los limites que imponen el sentido común y la decencia de cada cual. Pero en los tiempos que corren, si no quieres que te llamen cacho cerdo —me extraña que ahí no protesten las protectoras de animales por la asociación peyorativa—, tienes que hilar muy fino. En este mundo artificial que nos estamos rediseñando entre todos, el café debe ser sin cafeína, la cerveza sin alcohol, el tabaco sin nicotina, los insultos no deben ser insultantes y las palabras han de significar lo menos posible. Además, ojo con quienes se sienten aludidos aunque nadie les dé vela en el entierro. No vean qué cartas recibo cuando llamo agropecuario a un político cateto. Qué tiene contra el campo y la ganadería, me dicen. So fascista. O si le digo subnormal a alguien. Ofende a los minusválidos, me reprochan, olvidando que imbécil, tonto o idiota expresan lo mismo, y que las palabras son vivas y ricas, utilizables como insulto o como muchas otras cosas sin que eso las aprisione o las limite en un determinado contexto. Lo mejor fue cuando hablé de sopladores de vidrio refiriéndome a unos perfectos soplapollas, y protestó uno que soplaba vidrio de verdad. O cuando califiqué a otro de payaso, y acto seguido recibí una indignada carta de una respetable oenegé llamada —cito sin ánimo de ofender— Payasos sin Fronteras.
5 de agosto de 2001