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Cristina Vallejo: Las ciudades como guardianas de la memoria histórica

La historia queda escrita en la fisonomía de las ciudades. No sólo porque en ellas perviven diferentes estilos arquitectónicos y urbanísticos que son reflejo de los diferentes modelos de producción que se han ido sucediendo y de las clases sociales y organizaciones que les han correspondido. También porque pueden convertirse en un espejo fiel de cómo se han abordado los acontecimientos, de qué forma los ha dirigido el poder y la manera en que la sociedad los ha digerido. Incluso puede quedar de manifiesto en las calles si el sujeto activo de los cambios y transformaciones fue la propia sociedad, más o menos organizada, si lo fue el poder, o si éste sólo fue el sujeto pasivo, que se vio cuestionado y pudo hasta llegar a caer.

En Madrid la Transición de la dictadura franquista a la democracia nos dejó hasta fechas recientísimas estatuas erigidas en honor del dictador y hasta días aún más próximos el callejero lleno de nombres ligados a su régimen autoritario. Aún está en pie el llamado Arco de la Victoria y en sus alrededores, en edificios y columnas, perviven las águilas del régimen. A pocos kilómetros de la capital, el Valle de los Caídos guarda con honores el cuerpo de Franco y del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera.

Mientras esto ocurre, pocos, muy pocos, son los homenajes que se prestan a quienes lucharon contra el franquismo durante cuarenta años, a quienes se detuvo en la Dirección General de Seguridad, edificio donde ahora tiene su sede el Gobierno de la Comunidad de Madrid, pero que no guarda ninguna placa para recordar lo que en sus sótanos pasó; y a quienes se apresó, por ejemplo, en la cárcel de Carabanchel, derruida.

Pocos, muy pocos, son también los recuerdos que se guardan a los muertos que hubo durante los años de la Transición, con la casi sola excepción de los Abogados de Atocha, con una placa en el portal del bloque en el que se encontraba su despacho, y, muchos años después, con una estatua en la plaza de Antón Martín.

¿Qué nos dice todo esto?, ¿se dejó abierta la puerta a considerar que la dictadura franquista no fue censurable, que fue respetable, como implica dejar sin cambios todos los símbolos que imprimió en la ciudad?, ¿no dar testimonio de las víctimas por la libertad obedece a que se quiere restar protagonismo a la lucha en las calles de la sociedad civil o de las organizaciones en las que militaban y así no crear el precedente de que los instrumentos que utilizaron fueron útiles, no tanto durante la dictadura, pero sí en el proceso de la transición?, ¿la decisión de no dar relevancia y justa reparación y homenaje a los luchadores por la democracia pretende esconder la brutalidad de la dictadura?

La casi ausencia de homenajes al antifranquismo civil puede implicar, bien que no tuvo importancia durante el proceso de la Transición y que fue en realidad un pacto entre las élites franquistas y antifranquistas, bien que se quiere imponer ese relato.

Esta reflexión puede surgirnos por sí sola y también por comparación con el modo en que otros países reflejan en sus ciudades procesos de transición también recientes. Bucarest, 29 años después de la caída del comunismo en Rumanía, ofrece un relato muy diferente. Viajamos a la ciudad pocos días después del aniversario de su revolución contra Ceaucescu, que culminó con un juicio sumarísimo por genocidio que perdió y que resultó en su ejecución el 25 de diciembre de 1989 -se puede visitar el lugar del juicio y de la ejecución en un cuartel de Targoviste que se conserva tal cual-. En algunos lugares de la ciudad, principalmente en la Plaza de la Revolución, donde se encuentra el palacio desde el que huyó el dictador, y en la Plaza de la Universidad, dominaban los homenajes puntuales por la conmemoración de la fecha y los permanentes a los “mártires” de los acontecimientos de finales del año 89, de la represión del régimen de Ceaucescu. La ciudad nos contaba, al menos en esos días, el protagonismo fundamental de la sociedad civil rumana en la caída del régimen.

El relato que le llega al paseante es que la revolución que acabó con Ceaucescu fue popular, lo que le confiere una gran legitimidad y le asegura gran simpatía a quien se queda en la superficialidad de las cosas. También puede crear la casi seguramente ficticia idea de que existía una unanimidad social contra el comunismo y ello puede crear una censura social contra él que puede llegar a perdurar más o menos en el tiempo (como en Alemania actuó como vacuna contra la ultraderecha hasta fechas relativamente recientes).

 

 

Pero no sólo eso. Aunque en algún momento se planteó la posibilidad de derruir edificios de estética soviética ideados por el régimen, éstos perviven, aunque resignificados. En primer lugar, la Casa del Pueblo, el edificio civil más grande de Europa y el segundo del mundo tras el Pentágono, espejo de la megalomanía de Ceaucescu, donde ahora residen las instituciones de la democracia rumana -de la que no hay que negar derivas autoritarias-. Pero, quizás, de manera más relevante, la actual Plaza de la Prensa Libre: en ella se asienta el enorme edificio también de estilo soviético que fue la sede del órgano oficial de expresión del Partido Comunista Rumano y que tras la revolución fue ocupado por medios de comunicación libres; además, en el centro de la plaza había una estatua de Lenin que tras diciembre del 89 fue sustituida por una escultura en homenaje de quienes lucharon contra el comunismo.

 

 

Las calles de Bucarest emiten el mensaje de una total y absoluta censura al régimen comunista y destacan el protagonismo popular en su derrocamiento. Ello, en claro contraste con lo que sucede en Madrid, donde no hay censura visible al franquismo ni homenaje ninguno a quienes pusieron en riesgo su vida en la lucha por la llegada de la democracia. Dos lecturas contrapuestas de dos transiciones a las que sólo distancian tres lustros y que se pueden realizar paseando por las ciudades.

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