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Julio Cortázar (1914-2014). México en los cuentos del Cronopio

Cortázar antes de Cortázar. La primera referencia a México que aparece en la obra narrativa del Gran Cronopio es de 1943, en un precioso cuento de su primer libro de ellos, La otra orilla, un cuento titulado “Bruja” y que ya suena a Cortázar como cuando se oyen cronopios y no se sabe dónde. En ese cuento la protagonista, Paula, crea cosas físicas a partir del mero pensarlas, cosas físicas que a veces son del tamaño de una casa, la casa donde vivirá aislada del pueblo y que poblará con gobelinos, cuadros de Guido Reni, una biblioteca con volúmenes rosa y, entre otros cientos de objetos, “casi todos los discos de Pedro Vargas y algunos de Elvira Ríos”. En el año anterior a la escritura del cuento, Elvira Ríos había filmado en Buenos Aires el musical Ven, mi corazón te llama, y estaba en la cumbre de su popularidad rioplatense. (La película es tan inencontrable que ni siquiera aparece en el casi infinito catálogo de www.cinefania.com).

“La noche boca arriba”

Trece años después, en Final del juego (México, Los Presentes, 1956), hay dos cuentos suyos con muy hondas resonancias mexicanas. En “La noche boca arriba”, el protagonista cree ser un motociclista que tiene un grave accidente por evitar atropellar a una mujer, y cuando reacciona de su desmayo lo llevan a una farmacia, de donde luego lo trasladan en ambulancia a una clínica. Allí, tendido en una camilla, ve que se le acerca “el hombre de blanco, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado detrás”. Y tras una cesura en la página sigue la narración: “Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada comenzaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían”. Más adelante, luego de haber estado a punto de caerse de la cama en la clínica, una enfermera le trae un caldo sustancioso, y pan, “más precioso que todo un banquete”. Pero en la fiebre del siguiente abandonarse, lo persiguen de nuevo los aztecas y “moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas”. Vuelve a despertar y vuelve a caer en el delirio, donde “lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno”. Y lo llevan a la cumbre de la pirámide por un pasadizo que parece no tener fin y del que despierta en la clínica, pero la modorra lo aplasta de nuevo y en ella ve cómo llega el sacerdote con el cuchillo de piedra en la mano y sabe que el sueño en realidad fue otro, “absurdo como todos los sueños, un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas”.

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A propósito: En sus Clases de Literatura (2013), que recogen las que dictó en Berkeley en 1980, y dialogando con los alumnos acerca de este cuento, Cortázar dice que “el que está soñando, sabe que es un indio de la tribu de los motecas, nombre que inventé y que un crítico pensó que se derivaba del hecho de que el protagonista poseía una motocicleta…, lo cual prueba los peligros de la pura inteligencia racional cuando busca asociaciones por ciertos medios”.

“Axolotl”

“Axolotl”, en el mismo libro, tal vez sea el cuento más mexicano de Cortázar, puesto que en él su narrador se transforma en uno de ellos después de una obsesiva relación de mirón con los del Jardin des Plantes, de París: “Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa. En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracio del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao”. El narrador se enajena con ellos, los visita a diario, se pregunta: “Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?”. Esa imagen llega poco después: “Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí”.

Fantomas contra los vampiros multinacionales

Soy feliz poseedor de uno de los 20 mil ejemplares de la primera edición de Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975) y sé de sobra que no todo el mundo está de acuerdo con que su texto se incluya en el corpus narrativo de Cortázar. Pero ¿y si no ahí, entonces dónde? Sea como fuere, para mí sí que hace parte de dicho corpus, y entonces registro que en él se halla más de una mención a México en las personas de Octavio Paz y Carlos Fuentes, pero también, ¡oh sorpresa!, de Cantinflas, que en la página 44 es citado nada menos que por Susan Sontag: “Yo también —dijo Fantomas, sentándose en el suelo y sacando un frasco superchato de grapa—, por eso quiero enterarme bien de lo que hicieron ustedes los hipercerebrales en el Tribunal Russell, porque según Susan, ahí está el detalle”.

“La noche de Mantequilla”

En este cuento de Alguien que anda por ahí (1977) se reconstruye la atmósfera en torno a la pelea donde el argentino Carlos Monzón defendió por novena vez su título de campeón mundial de los pesos medios, frente a José Ángel “Mantequilla” Nápoles, que lo era de los pesos welter. Una pelea organizada por Alain Delon en una carpa de circo, en las afueras de París, lo que hoy es el complejo urbanístico de La Défense, y que se celebró el 9 de febrero de 1974. La pelea funciona como pretexto para un proyecto de atentado político de unos exiliados argentinos, pero lo que aquí nos interesa es el colorido mexicano que Julio Cortázar inserta en el color local parisién. Ya en su asiento, Estévez, el protagonista, registra lo que sigue: “Más abajo había parejas y grupos de amigos, y entre ellos tres que hablaban con un acento que podía ser mexicano; aunque Estévez no era muy ducho en acentos, los hinchas de Mantequilla debían abundar esa noche en que el retador aspiraba nada menos que a la corona de Monzón”. Y comienzan las primeras peleas: “Ya estaban en la segunda preliminar, que también era mala, la gente se divertía sobre todo con lo que pasaba fuera del ring, la llegada de un espeso grupo de mexicanos con sombreros de charro pero vestidos como lo que debían ser, bacanes capaces de fletar un avión para venirse a hinchar por Mantequilla, desde México, tipos petisos y anchos, de culos salientes y caras a lo Pancho Villa, casi demasiado típicos mientras tiraban los sombreros al aire como si Nápoles ya estuviera en el ring, gritando y discutiendo antes de incrustarse en los asientos del ringside. Alain Delon debía tenerlo todo previsto porque los altoparlantes escupieron ahí nomás una especie de corrido que los mexicanos no dieron la impresión de reconocer demasiado”. Y por fin la pelea principal, llega Mantequilla, “los sombreros de charro volando entre ovaciones”, se acerca a saludar a Monzón, “la gente que volvía a sentarse poco a poco, un último sombrero de charro yendo a parar muy lejos, devuelto en otra dirección por pura joda, bumerang tardío en la indiferencia porque ahora las presentaciones y los saludos, Georges Carpentier, Nino Benvenuti, un campeón francés, Jean-Claude Bouttier, fotos y aplausos y el ring vaciándose de a poco, el himno mexicano con más sombreros”, en el tercer asalto “Mantequilla salió con todo, […] los mexicanos subidos en los asientos y los de atrás vociferandoprotestasoparándoseasuvezparaver” y dos asaltos después Estévez pensando de su compañero Walter que “se habían encontrado la noche de Mantequilla que se estaba jugando a fondo en la quinta vuelta, ahora con un público de pie y delirante, los argentinos y los mexicanos barridos por una enorme ola francesa que veía la lucha más que los luchadores”, y el final de la pelea, la derrota inapelable de Mantequilla, “los mexicanos saliendo con los sombreros que de golpe parecían más chicos”.

Un tal Lucas

Un tal Lucas (1979) no puede considerarse propiamente un libro de cuentos, aunque así figure, como también Historias de cronopios y de famas (1962), en la edición de dos volúmenes —de Alfaguara— que se titula Cuentos completos. Ateniéndome a ese criterio, encontré en él, en Un tal Lucas, cuatro pinceladas donde interviene México. La primera en la parodia de una polémica seudoliteraria, “Texturologías”: allí se cita un “artículo de Benito Almazán en Ida Singular” (¡¿Vuelta, Plural?!), “México 1977”. La segunda en el esperpéntico texto acerca de la natación en piscinas de gofio (“que, por si no se sabe, es harina de garbanzos molida muy fina, y que mezclada con azúcar hacía las delicias de los niños argentinos de mi tiempo”); una natación que fue inventada por el profesor argentino José Migueletes, en 1964, pero llevada a unos extremos de sofisticación muy grandes por el japonés Tashuma, y Cortázar, bueno, un tal Lucas, acota que Tashuma aspira a conseguir “un nuevo enfoque del deporte, habló de una pelota de cristal que se habría utilizado en un encuentro de basketbol en Naga, y cuya ruptura accidental pero posibilísima entrañó el harakiri del equipo culpable”, párrafo que Cortázar redondea diciendo: “Todo puede esperarse de la cultura nipona, sobre todo si se pone a imitar a la mexicana”. Más adelante el libro, en el texto “Novedades en los servicios públicos”, una muy desenfadada sátira a lo Swift, se habla del restaurante de lujo (¡Maxim’s!) que circula en el Metro parisino, y allí se nos postula que “es justo e incluso necesario que México, Suecia, Uganda y Argentina se enteren inter alia de una experiencia que va mucho más allá de la gastronomía”. Y por último, una cuarta pincelada, en “Lucas, sus regalos de cumpleaños”, nuestro protagonista ha rallado coco para una tarta, “coco rallado pero no solamente rallado sino molido hasta la desintegración atómica en un mortero de obsidiana”, ¡que si no es mexicano, qué podrá ser, digo yo!

A ellas debe añadirse otra pincelada, en “Lucas, sus hipnofobias”, de 1980, uno de los 11 textos de Un tal Lucas que no figuran en el libro de 1979 y que rescataron Aurora Bernárdez y Carles Álvarez en el impagable volumen Papeles inesperados (2009). Y esa quinta pincelada es una joyita de muchísimos quilates: “Lucas está cansadísimo, y la idea de cepillarse los dientes le parece más agobiante que una tesis sobre Amado Nervo”.

“Recortes de prensa”

En “Recortes de prensa”, del libro Queremos tanto a Glenda (1980), Cortázar se ocupa una vez más del tema de los desaparecidos por la tétrica dictadura de Videla & Co. Lo hace a través de varios casos, entre ellos el de una maestra alfabetizadora, Aída Leonora Bruchstein Bonaparte, la cual fue secuestrada el 24 de diciembre de 1975 “por personal del Ejército argentino (Batallón 601), en su puesto de trabajo en Villa Misería Monte Chingolo”, y luego torturada y fusilada en Buenos Aires, y quien lo da a conocer a la opinión pública es su madre, “Laura Beatriz Bonaparte Bruchstein, domiciliada en Atoyac, número 26, distrito 10, Colonia Cuauhtémoc, México 5, D.F.”. En el mismo pliego de cargos, se denuncia el secuestro, el 11 de marzo de 1977, de Irene Mónica Bruchstein Bonaparte de Ginzberg, artista plástica, y de su esposo, Mario Ginzberg, maestro mayor de obras, “por fuerzas conjuntas del Ejército y la policía, llevándose a la pareja y dejando a sus hijitos, Victoria, de dos años y seis meses, y Hugo Roberto, de un año y seis meses, abandonados en la puerta del edificio. Inmediatamente hemos presentado recurso de habeas corpus, yo, en el consulado de México, y el padre de Mario, mi consuegro, en la Capital Federal”.

Ciao, Verona”

Papeles inesperados, ese regalo póstumo de Cortázar, publicado en el 2009, incluye 11 cuentos (25, si se le añaden los tres textos rescatados de Historias de cronopios y los 11 de Un tal Lucas), entre los que figura “Ciao, Verona” de 1977, que comienza de este modo: “Fue en Boston y en un hotel, con pastillas. Lamia Maraini, treinta y cuatro años. A nadie le sorprendió demasiado, algunas mujeres lloraron en ciudades lejanas, la que vivía en Boston se fue esa noche a un nightclub y lo pasó padre (así se lo dijo a una amiga mexicana)”, y dos páginas más adelante la voz narradora habla de Javier, “me hace falta hablar de él porque desde Verona hay en él algo de súcubo (¿de íncubo? Siempre me corregiste y ya ves, sigo en la duda), y entonces el exorcismo, echarlo de mí como también él buscó echarme de él en ese texto que tanta gracia te hizo en México cuando leíste su último libro, tu tarjeta postal que tardé en comprender porque jugabas con cada palabra, enredabas las sílabas y escribías en semicírculos que se seccionaban mezclando pedazos de sentido, descarrilando la mirada”.

A fuer de exhaustivo, también debo registrar en este recorrido mexicano por la obra cuentística de JC, que en “Los gatos”, de 1948, asimismo incluido en Papeles inesperados, el protagonista se marcha de su casa en Buenos Aires y las únicas noticias suyas que le llegan a la familia son tarjetas postales despachadas la primera en Tarija, Bolivia, y la segunda en Nueva Orleans; esto es, en una ciudad que se asoma al Golfo de México. And last but not least, en el libro Octaedro, de 1974, el cuento “Las fases de Severo” está dedicado “In memoriam Remedios Varo”.

Et ça c’est tout, que no es poco, che, como tal vez diría el Gran Cronopio.

 

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

 

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