Sacrificios humanos de la izquierda
Sorprende ver a José Mujica, AMLO, Ignacio Ramonet, Atilio Borón, y los políticos-consultores de Podemos, descalificando el repudio a Maduro y Ortega
Durante la guerra fría los gorilas latinoamericanos asesinaban, desaparecían y encarcelaban en nombre del anti-comunismo a los ciudadanos sometidos bajo sus botas. Ahora los líderes de la izquierda nos masacran en nombre del socialismo y el anti-imperialismo porque el pueblo debe ser castigado cuando es tan estúpido como para no reconocer lo que le beneficia y escupir las manos de sus libertadores. Napoleón, ese instrumento del naciente orden burgués –progreso, dice la narrativa predominante- impuso los principios de la revolución francesa a punta de sables y sobre un volcán de cadáveres. En una misiva a uno de sus lugartenientes, fue quien mejor formuló la idea de que el progreso con sangre entra: “Si el pueblo rechaza su propia felicidad, el pueblo es culpable de anarquía y merece ser castigado.”
Maduro y Ortega castigan al pueblo desubicado e insumiso. Les sobran balas para cobrar cara la ingratitud y nula conciencia de clase. A capela o con gran orquesta, los aplauden Atilio Borón e Ignacio Ramonet. Se suman los políticos-consultores de Podemos en España, que escamotean al fisco los petrodólares que el chavismo les paga por sus asesorías (sirva la postración de Venezuela como test de su tino y eficacia). José Mujica coloca paños tibios sobre un tajo sangrante cuando dice que Ortega debe darse cuenta de que a veces llega el tiempo de dejar el poder y no dice ni pío sobre las masacres y los centenares de presos políticos. Oteando hacia Venezuela, conjura el peligro de una intervención militar, pero ni el voto con los pies de los millones que han migrado ni la evidencia del repudio de los millones que se han manifestado en las calles consiguen arrancarle siquiera un comentario marginal. En la otra punta de Latinoamérica, estrenando la silla del águila, AMLO descalifica la visión plural y consensuada (también disensuada) de la OEA por injerencista. Acto seguido se autopropone como mediador. Sobre los muertos y los presos: silencio. AMLO quiere entrar a la negociación (¿o sólo pide diálogo?) a grandes zancadas para disminuir la posibilidad de tropezarse con los cadáveres.
Todos los personajes que identifiqué por sus nombres propios o siglas son intelectuales y políticos que me merecen cierto respeto. Unos más, otros menos, todos han demostrado tener atisbos de lucidez en más de un episodio de sus vidas, sus discursos y sus textos. Por eso me sorprende verlos subestimando, desestimando o incluso descalificando las manifestaciones de repudio a los regímenes de Ortega y Maduro. A su juicio, no son revueltas genuinas, sino levantamientos hábilmente concebidos y meticulosamente ejecutados por el imperialismo. Si participan las masas, debe ser porque las engañaron. Al fin y al cabo fueron esas masas alienadas las que auparon a Bolsonaro. Las masas pueden equivocarse. Suelen equivocarse. Entonces, ¿en quién habita la soberanía? En principios inalienables, según ellos. La soberanía para la izquierda es un ente impersonal. El pueblo en las calles no es soberano ni auto-determinado. Es manipulado y dependiente. Sobre todo si se manifiesta contra sus cuates.
Estos analistas y políticos de izquierda han hecho una opción preferencial por todo lo que huela a izquierda. Su posición se ubica en las antípodas de lo que ha sido la tradición de la izquierda desde sus inicios. La revolución francesa tuvo expresiones extremas de lo que era la división entre la izquierda de entonces. Las diferencias nos permiten conocer quiénes estaban por conceder más derechos sociales y políticos. Karl Marx invirtió gran parte de su tiempo y agudeza en combatir a los que él consideraba como miembros de una falsa izquierda, un bolsón en el que metió a idealistas, activistas radicales, soñadores, vendidos y cooptados. Sus páginas más feroces se cebaron sobre Max Stirner y Bruno Bauer (idealistas), Mijail Bakunin (anarquista), Karl Vogt (agente de Napoleón III), Ferdinand Lassalle (socialista romántico y a la postre sometido a Bismarck) y Pierre-Joseph Proudhon (acientífico). La mayoría de ellos fueron compañeros de lucha entrañables con los que Marx rompió cuando se adhirieron a credos cuestionables, regímenes represores o aventuras estériles.
El régimen de Luis Napoleón Bonaparte, que muchos saludaron como la oportunidad de volver a la república y a esa transmutación de lo sólido en líquido de esa burguesía que Marx tanto encomió en el Manifiesto comunista, no embobó a Marx con su mezcla de romanticismo, liberalismo autoritario y socialismo utópico. En lugar de invocar la defensa de un orden establecido y próspero durante la mayor parte de los 17 años que duró, Marx estudió y elogió la Comuna de París (1871) que le arrebató a Luis Napoleón el control de la capital antes de que la invasión de las tropas prusianas pusiera fin a su régimen.
Europa ha sido persistente escenario de pugnas entre diversas facciones de la izquierda. Resulta que en Latinoamérica basta proclamarse de izquierda para que sus correligionarios extiendan a los caudillos del socialismo del siglo XXI una patente de corso que les permite masacrar a sus pueblos sin desmedro de su apoyo. Les tiene sin cuidado que los líderes de esta izquierda padezcan de inopia intelectual y representen grupúsculos sin argumentos, habituados a repetir consignas como letanías y, ante tesituras estresantes, respondan a la voz con la coz. No les importa porque piensan que al fin y al cabo esa es la única izquierda que aquí podemos alcanzar. Parodiando el viejo dicho, parecen decir: “cada pueblo tiene la izquierda que se merece.”
Estos analistas y políticos sólo tienen ojos para una película donde el imperio es el protagonista estelar y los líderes de izquierda van haciendo su labor de zapa. El pueblo pone los extras a favor de uno y otro lado. Si un régimen se opone al imperio (así sea sólo retóricamente y en todo lo demás se someta a su lógica), ahí van con su oro, incienso y mirra a rendir homenaje, y suelen salir con más oro u oropel del que llevaron. Esa roma narrativa no corresponde a la realidad. El imperio mueve sus piezas, los pueblos desplazan las suyas. A veces sus movimientos se traslapan y sus intereses tácticos coinciden parcialmente. Los movimientos del pueblo, que son variados, contradictorios y a menudo erráticos, no anulan los intereses imperiales que están en juego. Pero el accionar del imperio no cancela la pujanza de los pueblos.
El imperio impera, me decía un amigo con pragmática realpolitik. El imperio es la variable invariable. Por eso es ridículo que, con los ojos clavados en esos intereses, algunos analistas pretendan descubrir como acontecimiento novedoso, como una suerte de breaking news o hallazgo al que se arribó tras arduas y penetrantes cavilaciones, que ¡Estados Unidos se interesa en el petróleo venezolano!, un hecho que les permite luego desdeñar que los pueblos también están moviendo sus piezas y que dentro del gran relato de la estrategia imperial hay cientos de pequeños relatos de subrepticias y abiertas resistencias, y que no todo lo que relumbra con colores de izquierda es emancipador.
No hay mejor ejemplo de lo que digo que la naturaleza dual de la contrarrevolución armada en la Nicaragua de los años 80. La contrarrevolución fue un movimiento campesino que surgió por las políticas erróneas, la opción urbanita y la represión del FSLN. El sustento técnico y financiero del gobierno de los Estados Unidos les dio combustible para sostenerse, durar y tener un mayor impacto militar y económico. Pero a la administración Reagan no le hubiera bastado 150 Elliot Abrams y 200 Oliver North para montar semejante movimiento. El componente primigenio fue un campesinado descontento, que no sólo nutrió las filas del ejército de la contrarrevolución, sino que también proporcionó los elementos básicos de los que debe disponer toda guerrilla: población simpatizante donde esconderse, reposar y emboscar. A la narrativa de buenos y malos –blancos y negros, o rojos comunistas y negros imperialistas- le incomoda esta versión que se abre a interpretaciones polivalentes de los actores políticos.
Gran parte de la izquierda –igual que los viejos historiadores concentrados en los episodios de la vida de emperadores, príncipes y princesas- también excluye de la historia a la gente ordinaria, al pueblo menudo, al “vulgo errante, municipal y espeso”, que decía Rubén Darío. En su tablero bicolor sólo hay dos jugadores: el imperio y la coalición que se le opone. Olvidan o relegan al cajón de los eventos de poca monta los clamores de los asesinados, las viudas, las madres, los hijos y las presas políticas. “Si no estuvieran manipulados se quejarían menos”, quizás piensan. Dejan de lado también que la izquierda –sobre todo si es petrolera como la venezolana o huachicolera como la nicaragüense– obtiene sus recursos del sangriento mercado imperial. ¿O en qué mercado pensarán que se inserta el petróleo venezolano?
Hay cabos sueltos que me cuesta digerir en esta indiferencia o voluntad de negación ante el sufrimiento de los pueblos nicaragüense y venezolano. Puedo dejar a un lado el hecho de que la izquierda que apoya a Ortega no considere más que como una peculiaridad menor el hecho de que en Nicaragua la Vice-Presidente sea la esposa del Presidente, una rareza que no encontrarán en ningún otro país del hemisferio occidental. Puedo pasar por alto que algunos analistas sean ciegos, indiferentes o celebratorios de la desenfrenada acumulación de capitales que la izquierda latinoamericana (venezolana, nicaragüense y otras) ha montado sobre el petróleo venezolano. Supongo que sus cofrades pensarán que más vale que esas marmajas vayan a engordar los bolsillos de líderes de izquierda en lugar de caer en las arcas de las tradicionales oligarquías domésticas y las corporaciones transnacionales.
Pero no tengo ningún marco hermenéutico para explicar el alto número de analistas de izquierda dispuestos a hacer la vista gorda ante el hecho de que bajo el régimen de Ortega la minería se expandió como nunca antes. Las exportaciones de oro han crecido a ritmo vertiginoso desde las 99,400 onzas troy y 55.3 millones de dólares de 2006 hasta las 236,900 onzas troy y 357 millones de dólares de 2016, justo el período de gobierno del comandante Ortega. La exportación de plata pasó en ese mismo período de 94,200 a 681,700 onzas troy. Por obra de la ley creadora de la Empresa Nicaragüense de Minas (ENIMINAS) de 2017, el territorio concesionado a la minería pasó de 12 mil a 26 mil kilómetros cuadrados. Todas estas son cifras oficiales, disponibles en el sitio web del Banco Central de Nicaragua.
Y hay más, mucha más evidencia de la inmolación presente y los costos a futuro que supone el socialismo del siglo XXI que tantos intelectuales y políticos, mientras les baten la coctelera para prepararles un Martini a lo Bond, celebran con la aliviadora perspectiva que proporciona mirar los toros desde la barrera. Porque eso es lo que está ocurriendo: la indiferencia de muchos ante dos pueblos que se resisten con las uñas a ser sacrificados en el altar de las nobles causas de la izquierda, ahora contaminadas porque para los forajidos que las proclaman de dientes hacia fuera no son más que una excusa para atiborrarse los bolsillos.
El teólogo y economista Franz Hinkelammert escribió hace tiempo sobre estos sacrificios humanos. La sociedad occidental –nos explica- “habla siempre de un hombre tan infinitamente digno, que en pos de él y de su libertad el hombre concreto tiene que ser destruido. Que el hombre conozca a Cristo, que salve su alma, que tenga libertad o democracia, que construya el comunismo, son tales fines en nombre de los cuales se han borrado los derechos más simples del hombre concreto. Desde la perspectiva de estos pretendidos valores, estos derechos parecen simplemente fines mediocres, metas materialistas en pugna con las altas ideas de la sociedad. Evidentemente, no se trata de renunciar a ninguno de estos fines. De lo que se trata es de arraigarlos en lo simple e inmediato, que es el derecho de todos los hombres a poder vivir.”
Ante la izquierda que blande el cuchillo sacrificial, las multitudes que se oponen a Ortega y Maduro son indignas y pedestres porque rechazan el socialismo del siglo XXI y prefieren empleo, papel higiénico, frijoles y esa tierra que se iba a tragar el canal interoceánico. Sobre esa base algunos políticos y analistas han llevado el nivel de distorsión del debate al punto en que las disyuntivas parecen ser: las ideas o la gente, los principios o los seres humanos. Y esta es una falsificación de lo que en verdad está en juego, pero sirve como síntoma de que hay dos sistemas de valores en pugna: los que apuestan por la vida de las mujeres y hombres concretos, y los que inmolan a estos en los altares de los grandes ideales.
Quizás hoy ser de izquierda implica ser feminista y ecologista. No debería ser exclusivamente de izquierda. Las luchas contra el patriarcado, el saqueo de las mafias madereras y las grandes corporaciones que polucionan el medioambiente y las mentes deberían estar presentes en las agendas de todos los políticos responsables. Norberto Bobbio encontró un mínimo común denominador de lo que ha significado ser de izquierda: la distribución de los recursos según las necesidades para disminuir las desigualdades sociales y reducir las desigualdades naturales. Pero la tarea de la distribuir tiene al menos dos prerrequisitos: tener recursos que asignar y que los potenciales beneficiarios no estén presos ni muertos. ¿Cómo maneja este escenario la izquierda indiferente o proclive a los sacrificios humanos?