Democracia y Política

Socialismo milenario

Está surgiendo un nuevo tipo de doctrina de izquierdas. No es la respuesta a los problemas del capitalismo

DESPUÉS del colapso de la Unión Soviética en 1991, la contienda ideológica del siglo XX parecía haber terminado. El capitalismo había ganado y el socialismo se convirtió en sinónimo de fracaso económico y opresión política. Cojeaba reducido a reuniones marginales, estados fallidos y en la ampulosa liturgia del Partido Comunista Chino. Hoy, 30 años después, el socialismo vuelve a estar de moda. En Estados Unidos, Alexandria Ocasio-Cortez, una congresista recién elegida que se autodenomina socialista democrática, se ha convertido en una sensación mientras que el creciente campo de candidatos presidenciales demócratas para 2020 gira a la izquierda. En Gran Bretaña, Jeremy Corbyn, el líder de línea dura del Partido Laborista, podría ganar las llaves de 10 Downing Street.

El socialismo está volviendo porque ha desarrollado una crítica incisiva de lo que ha ido mal en las sociedades occidentales. Mientras que los políticos de la derecha han abandonado con demasiada frecuencia la batalla de ideas y se han retirado hacia el chovinismo y la nostalgia, la izquierda se ha centrado en la desigualdad, el medio ambiente y en cómo otorgar el poder a los ciudadanos en lugar de a las élites (véase este artículo). Sin embargo, aunque la izquierda renacida acierta en algunas cosas, su pesimismo sobre el mundo moderno va demasiado lejos. Sus políticas sufren de ingenuidad en cuanto a presupuestos, burocracias y negocios.

La renovada vitalidad del socialismo es notable. En los años 90, los partidos de izquierda se trasladaron al centro. Los líderes de Gran Bretaña y Estados Unidos, Tony Blair y Bill Clinton, afirmaron haber encontrado una «tercera vía», un acuerdo entre el Estado y el mercado. «Este es mi socialismo«, declaró el Sr. Blair en 1994, al tiempo que abolió el compromiso del Partido Laborista con la propiedad estatal de las empresas. Nadie cayó en el engaño, especialmente los socialistas.

La izquierda hoy ve la tercera vía como un callejón sin salida. Muchos de los nuevos socialistas son milenarios («Millennials»). Alrededor del 51% de los estadounidenses de entre 18 y 29 años tienen una visión positiva del socialismo, dice Gallup. En las primarias de 2016, más jóvenes votaron por Bernie Sanders que por Hillary Clinton y Donald Trump juntos. Casi un tercio de los votantes franceses menores de 24 años en las elecciones presidenciales de 2017 votaron por el candidato de izquierda. Pero los socialistas milenarios no tienen que ser jóvenes. Muchos de los fans más entusiastas del Sr. Corbyn son tan viejos como él.

No todos los objetivos de los socialistas milenarios son especialmente radicales. En Estados Unidos, una propuesta en políticas públicas es la atención sanitaria universal, que es normal en otras partes del mundo rico, además de deseable. Los radicales de la izquierda dicen que quieren preservar las ventajas de la economía de mercado. Y tanto en Europa como en Estados Unidos la izquierda es una coalición amplia y fluida, como suelen ser los movimientos con un fermento de ideas.

Sin embargo, hay temas comunes. Los socialistas milenarios piensan que la desigualdad se ha desbocado y que la economía está amañada a favor de los intereses creados. Ellos creen que el público anhela que el ingreso y el poder sean redistribuidos por el Estado para equilibrar las escalas. Piensan que la miopía y el cabildeo han llevado a los gobiernos a ignorar la creciente probabilidad de una catástrofe climática. Y creen que las jerarquías que gobiernan la sociedad y la economía -reguladores, burocracias y empresas- ya no sirven a los intereses de la gente común y deben ser «democratizadas».

Parte de esto está fuera de toda duda, incluyendo la maldición del cabildeo y el descuido del medio ambiente. De hecho, la desigualdad en Occidente se ha disparado en los últimos 40 años. En Estados Unidos, el ingreso promedio del 1% superior ha aumentado en un 242%, aproximadamente seis veces más que el de los trabajadores de ingresos medios. Pero la nueva izquierda también se equivoca en partes importantes de su diagnóstico y en la mayoría de sus prescripciones.

Empecemos con el diagnóstico. Es un error pensar que la desigualdad debe seguir aumentando inexorablemente. La desigualdad de ingresos en Estados Unidos disminuyó entre 2005 y 2015, después de los ajustes por impuestos y transferencias. El ingreso medio de los hogares aumentó un 10% en términos reales en los tres años anteriores a 2017. Un estribillo común es que los empleos son precarios. Pero en 2017 había 97 empleados a tiempo completo tradicionales por cada 100 estadounidenses de 25 a 54 años de edad, en comparación con sólo 89 en 2005. La mayor fuente de precariedad no es la falta de puestos de trabajo estables, sino el riesgo económico de una nueva recesión.

Los socialistas milenarios también hacen un diagnóstico erróneo de la opinión pública. Tienen razón en que las personas sienten que han perdido el control de sus vidas y que las oportunidades se han marchitado. Al público también le molesta la desigualdad. Los impuestos a los ricos son más populares que los impuestos a todo el mundo. Sin embargo, no existe un deseo generalizado de redistribución radical. El apoyo de los estadounidenses a la redistribución no es mayor que en 1990, y el país ha elegido a un multimillonario que promete recortes en el impuesto de sociedades. Según algunas medidas, los británicos están más tranquilos con los ricos que los estadounidenses.

Si el diagnóstico de la izquierda es demasiado pesimista, el verdadero problema radica en sus prescripciones, que son derrochadoras y políticamente peligrosas. Por ejemplo, la política fiscal. Algunos de la izquierda venden el mito de que las grandes expansiones de los servicios del gobierno pueden pagarse principalmente con impuestos más altos a los ricos. En realidad, a medida que la población envejece, será difícil mantener los servicios existentes sin aumentar los impuestos sobre los trabajadores de ingresos medios. La Sra. Ocasio-Cortez ha propuesto un tipo impositivo del 70% a las rentas más altas, pero una estimación verosímil sitúa los ingresos adicionales en sólo 12.000 millones de dólares, es decir, el 0,3% de la recaudación fiscal total. Algunos radicales van más allá, apoyando la «teoría monetaria moderna«, que dice que los gobiernos pueden pedir préstamos libremente para financiar nuevos gastos, al tiempo que mantienen bajos los tipos de interés. Incluso si los gobiernos han sido capaces recientemente de pedir prestado más de lo que muchos responsables políticos esperaban, la idea de que un préstamo ilimitado no acaba por pasar factura a una economía es una forma de charlatanería.

La desconfianza en los mercados también lleva a los socialistas milenarios a conclusiones erróneas sobre el medio ambiente. Rechazan los impuestos al carbono neutrales para el ingreso como la mejor manera de estimular la innovación del sector privado y combatir el cambio climático. Prefieren la planificación central y el gasto público masivo en energía verde.

La visión socialista milenaria de una economía «democratizada» extiende el poder regulador en lugar de concentrarlo. Eso es algo que atrae a los defensores del poder del municipio, como este periódico, pero esta forma de localismo necesita transparencia y responsabilidad, no los comités fácilmente manipulables favorecidos por la izquierda británica. Si los servicios de agua de Inglaterra se renacionalizaran como pretende el Sr. Corbyn, sería poco probable que fueran ejemplos brillantes de democracia local. En Estados Unidos, también, el control local a menudo conduce a la captura de los recursos. Hemos sido todos testigos del poder de las juntas de concesión de licencias para excluir a los extranjeros de los empleos o de los Nimbys [Not in my back yard», grupos defensores del medio ambiente] para detener los proyectos de vivienda. La burocracia a cualquier nivel ofrece oportunidades para que los intereses especiales ganen influencia. La más pura delegación de poder es a los individuos en un mercado libre.

La necesidad de democratizar se extiende a las empresas. La izquierda milenaria quiere más trabajadores en los consejos de administración y, en el caso del Partido Laborista, confiscar las acciones de las empresas y entregarlas a los trabajadores. Países como Alemania tienen una tradición de participación de los trabajadores. Pero el deseo de los socialistas de un mayor control de la empresa se basa en la sospecha de las fuerzas remotas desencadenadas por la globalización. Empoderar a los trabajadores para que resistan el cambio osificaría la economía. Menos dinamismo es lo contrario de lo que se necesita para la reactivación de las oportunidades económicas.

En lugar de blindar a las empresas y los puestos de trabajo del cambio, el Estado debería garantizar que los mercados sean eficientes y que los trabajadores, y no los puestos de trabajo, sean el centro de la política. En lugar de obsesionarse con la redistribución, los gobiernos harían mejor en reducir la búsqueda de rentas, mejorar la educación e impulsar la competencia. El cambio climático puede combatirse con una combinación de instrumentos de mercado e inversión pública. El socialismo milenario tiene una voluntad refrescante de desafiar el status quo. Pero al igual que el socialismo de antaño, sufre de una fe en la incorruptibilidad de la acción colectiva y de una sospecha injustificada del empuje individual. Los liberales deberían oponerse.

 

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The Economist

Millennial socialism

 

A new kind of left-wing doctrine is emerging. It is not the answer to capitalism’s problems

AFTER THE collapse of the Soviet Union in 1991, the 20th century’s ideological contest seemed over. Capitalism had won and socialism became a byword for economic failure and political oppression. It limped on in fringe meetings, failing states and the turgid liturgy of the Chinese Communist Party. Today, 30 years on, socialism is back in fashion. In America Alexandria Ocasio-Cortez, a newly elected congresswoman who calls herself a democratic socialist, has become a sensation even as the growing field of Democratic presidential candidates for 2020 veers left. In Britain Jeremy Corbyn, the hardline leader of the Labour Party, could yet win the keys to 10 Downing Street.

Socialism is storming back because it has formed an incisive critique of what has gone wrong in Western societies. Whereas politicians on the right have all too often given up the battle of ideas and retreated towards chauvinism and nostalgia, the left has focused on inequality, the environment, and how to vest power in citizens rather than elites (see article). Yet, although the reborn left gets some things right, its pessimism about the modern world goes too far. Its policies suffer from naivety about budgets, bureaucracies and businesses.

Socialism’s renewed vitality is remarkable. In the 1990s left-leaning parties shifted to the centre. As leaders of Britain and America, Tony Blair and Bill Clinton claimed to have found a “third way”, an accommodation between state and market. “This is my socialism,” Mr Blair declared in 1994 while abolishing Labour’s commitment to the state ownership of firms. Nobody was fooled, especially not socialists.

The left today sees the third way as a dead end. Many of the new socialists are millennials. Some 51% of Americans aged 18-29 have a positive view of socialism, says Gallup. In the primaries in 2016 more young folk voted for Bernie Sanders than for Hillary Clinton and Donald Trump combined. Almost a third of French voters under 24 in the presidential election in 2017 voted for the hard-left candidate. But millennial socialists do not have to be young. Many of Mr Corbyn’s keenest fans are as old as he is.

Not all millennial socialist goals are especially radical. In America one policy is universal health care, which is normal elsewhere in the rich world, and desirable. Radicals on the left say they want to preserve the advantages of the market economy. And in both Europe and America the left is a broad, fluid coalition, as movements with a ferment of ideas usually are.

Nonetheless there are common themes. The millennial socialists think that inequality has spiralled out of control and that the economy is rigged in favour of vested interests. They believe that the public yearns for income and power to be redistributed by the state to balance the scales. They think that myopia and lobbying have led governments to ignore the increasing likelihood of climate catastrophe. And they believe that the hierarchies which govern society and the economy—regulators, bureaucracies and companies—no longer serve the interests of ordinary folk and must be “democratised”.

Some of this is beyond dispute, including the curse of lobbying and neglect of the environment. Inequality in the West has indeed soared over the past 40 years. In America the average income of the top 1% has risen by 242%, about six times the rise for middle-earners. But the new new left also gets important bits of its diagnosis wrong, and most of its prescriptions, too.

Start with the diagnosis. It is wrong to think that inequality must go on rising inexorably. American income inequality fell between 2005 and 2015, after adjusting for taxes and transfers. Median household income rose by 10% in real terms in the three years to 2017. A common refrain is that jobs are precarious. But in 2017 there were 97 traditional full-time employees for every 100 Americans aged 25-54, compared with only 89 in 2005. The biggest source of precariousness is not a lack of steady jobs but the economic risk of another downturn.

Millennial socialists also misdiagnose public opinion. They are right that people feel they have lost control over their lives and that opportunities have shrivelled. The public also resents inequality. Taxes on the rich are more popular than taxes on everybody. Nonetheless there is not a widespread desire for radical redistribution. Americans’ support for redistribution is no higher than it was in 1990, and the country recently elected a billionaire promising corporate-tax cuts. By some measures Britons are more relaxed about the rich than Americans are.

If the left’s diagnosis is too pessimistic, the real problem lies with its prescriptions, which are profligate and politically dangerous. Take fiscal policy. Some on the left peddle the myth that vast expansions of government services can be paid for primarily by higher taxes on the rich. In reality, as populations age it will be hard to maintain existing services without raising taxes on middle-earners. Ms Ocasio-Cortez has floated a tax rate of 70% on the highest incomes, but one plausible estimate puts the extra revenue at just $12bn, or 0.3% of the total tax take. Some radicals go further, supporting “modern monetary theory” which says that governments can borrow freely to fund new spending while keeping interest rates low. Even if governments have recently been able to borrow more than many policymakers expected, the notion that unlimited borrowing does not eventually catch up with an economy is a form of quackery.

A mistrust of markets leads millennial socialists to the wrong conclusions about the environment, too. They reject revenue-neutral carbon taxes as the single best way to stimulate private-sector innovation and combat climate change. They prefer central planning and massive public spending on green energy.

The millennial socialist vision of a “democratised” economy spreads regulatory power around rather than concentrating it. That holds some appeal to localists like this newspaper, but localism needs transparency and accountability, not the easily manipulated committees favoured by the British left. If England’s water utilities were renationalised as Mr Corbyn intends, they would be unlikely to be shining examples of local democracy. In America, too, local control often leads to capture. Witness the power of licensing boards to lock outsiders out of jobs or of Nimbys to stop housing developments. Bureaucracy at any level provides opportunities for special interests to capture influence. The purest delegation of power is to individuals in a free market.

The urge to democratise extends to business. The millennial left want more workers on boards and, in Labour’s case, to seize shares in companies and hand them to workers. Countries such as Germany have a tradition of employee participation. But the socialists’ urge for greater control of the firm is rooted in a suspicion of the remote forces unleashed by globalisation. Empowering workers to resist change would ossify the economy. Less dynamism is the opposite of what is needed for the revival of economic opportunity.

Rather than shield firms and jobs from change, the state should ensure markets are efficient and that workers, not jobs, are the focus of policy. Rather than obsess about redistribution, governments would do better to reduce rent-seeking, improve education and boost competition. Climate change can be fought with a mix of market instruments and public investment. Millennial socialism has a refreshing willingness to challenge the status quo. But like the socialism of old, it suffers from a faith in the incorruptibility of collective action and an unwarranted suspicion of individual vim. Liberals should oppose it.

 

 

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