Arturo Pérez-Reverte: No me toquen a Sócrates
Para entender en su profundidad moral el proceso de Sócrates y su acatamiento de la sentencia hay que remontarse a la batalla naval de las islas Arginusas, cuando los generales griegos se vieron enfrentados a un proceso, tras un temporal en el que murió gran parte de su gente. Fue un juicio muy contaminado por la política, y Sócrates, miembro de la asamblea, habló en defensa de los acusados. Pero cuando, con las leyes vigentes en la mano, todo parecía favorable a la absolución de éstos, sus enemigos políticos agitaron a la asamblea y al pueblo contra ellos. Menudearon manifestaciones, escraches, testigos falsos, llorosas familias de los náufragos pidiendo justicia y otros recursos. No faltaron sino tuiteros y tertulianos de televisión. Era nada menos que el demos, el supuesto pueblo que allí se manifestaba, poniéndose por encima de la legalidad. Exigiendo estarlo. Pero Sócrates, que era un tío de una pieza, se negó a tragar. Denunció aquello, dijo que la ley estaba por encima del populismo oportunista y, por supuesto, se quedó solo. Acojonados, los miembros de la asamblea votaron lo que el pueblo pedía, y los generales fueron ejecutados. Sócrates jamás lo olvidó, y Atenas, por supuesto, no se lo perdonó nunca: los demagogos, porque se había opuesto defendiendo la ley; los cobardes, porque los había puesto en evidencia.
Y ahí está la explicación de lo que ocurrió más tarde. Porque cuando Sócrates se enfrentó a su propio proceso y fue sentenciado a muerte, pese al ofrecimiento de sus amigos de facilitarle la fuga, él se negó a salvar su vida huyendo. Al contrario: consciente de que –incluso quienes lo habían condenado– toda Atenas esperaba su fuga con alivio, resolvió quedarse en la cárcel y beber la cicuta, aceptando sin protestar la muerte que el Estado, en el uso de sus leyes, le infligía. Dando ejemplo, él sí, de ciudadanía y de coraje, y pagando con la muerte esa coherencia.
Así que no me toquen a Sócrates, por favor. Murió precisamente por respetar las leyes, no por pasárselas por el forro de los huevos, como hicieron, y siguen haciendo, Oriol Junqueras y el resto de la peña. No se escuden en él para salpicarlo también con la podredumbre política, social y moral propia de este país inculto, insolidario, infame, desorientado y en demolición. Que por sus propios tristes méritos, como la Atenas de Sócrates, tiene a menudo, o casi siempre, lo que merece tener.