Democracia y Política

Monseñor Romero: La ofrenda que nos legó

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Juan Pablo II y Monseñor Romero

Nos fue muy extraña la sensación que experimentamos al conocer por los medios de comunicación el asesinato masivo cometido contra el rector de la UCA y de cinco sacerdotes jesuitas más en la misma sede de la Universidad, donde también cayeron una trabajadora y su adolescente hija, quizá por testigos o simplemente porque estaban allí; o por el efecto de la droga que necesariamente habían tenido que ingerir los verdugos para atreverse a cometer tal sacrilegio, sin diferenciar los objetivos señalados.

Ese hecho nos impactó porque no había conocido, hasta ese momento, asesinatos masivos contra sacerdotes, hombres de Dios como los llamaba mi madre, quien no me permitía emitir critica alguna sobre ellos, afirmando con rigor levantando su índice hacia mí: “a ellos los juzga el Señor, no tú”. Y ya, santa palabra, contra ese argumento materno no se respondía. Por lo que desarrollé una especie de respeto reverencial hacia esos hombres de sotana (en aquél entonces era el hábito usual, incluso en el calor tropical). Ya de adulto cambiaron las cosas, y no solo me permitía criticarlos, sino a cuestionarlos, y a veces con cierta temeridad, confrontarlos en la doctrina, pero nunca juzgarlos.

También en ese entonces colaboraba con la revista SIC de los jesuitas, en temas de relaciones internacionales, dirigida por Arturo Sosa h. S.J y el padre Rey, con quien entablamos fuertes lazos de amistad. Así que el asesinato de los jesuitas me conmovió de manera especial. Y el propio Cardenal Lebrún concelebró una misa con sus hermanos jesuitas en el desbordado templo de San Francisco, el mismo donde la ciudad de Caracas, en 1814, le otorgó el titulo de Libertador a Simón Bolívar.

Pero antes, en 1980, se había cometido otro sacrilegio, una profanación a la fe cristiana, o contra cualquier fe o espiritualidad que tenga al hombre como el centro del universo, para el bien y no para el mal. El Arzobispo de San Salvador Oscar Arnulfo Romero, mientras oficiaba una misa, un lunes de aquella Semana Santa que se iniciaba y momentos antes de la Eucaristía, su cuerpo se cimbró, cayó tras de sí y la sangre comenzó a manchar la túnica, penetró hasta la camisa y se regó por el suelo. Desde fuera del templo, de la capilla del hospital de La Divina Providencia, un francotirador, actuando a traición y sobre seguro convirtió en mártir la ya extinta vida del Arzobispo. Para el cristiano un mártir es un santo. El odio, el temor, los prejuicios se impusieron sobre el amor y la razón.

Hoy, 35 años después, regresa el Arzobispo convertido en Beato, con su mensaje de justicia, apegado a la doctrina social de la Iglesia, a la Palabra de Jesús, para intentar un nueve encuentro con su pueblo, a reconciliar a los salvadoreños consigo; sin doctrinas que dividen, sin ideologías de odio, sin manipulación de su martirio ni sus homilías. Y así lo queremos creer, sentir, porque él en su mensaje pastoral, se convirtió en lo que deseamos para toda nuestra América: paz, justicia, solidaridad, trabajo, educación, libertad, respeto, progreso, no para unos sino para todos, conforme al principio de la equidad. Esa, quizá, fue la ofrenda que nos legó aquel lunes, cuando la bala que segó su vida lo ungió en mártir de la fe.

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