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¿Usted quiere ver una emergencia real, Sr. Presidente? Visíteme en Honduras.

Desde que me mudé a San Pedro Sula, Honduras, en septiembre del  2017 para investigar mi tesis doctoral, he acompañado a un joven de 16 años con tres agujeros de bala en su cuerpo al hospital, solo para encontrar que no había sangre para transfusiones; he visto el rostro de una madre joven, angustiada porque no sabe si debería intentar llegar a los Estados Unidos o no, porque la pandilla a la que ella solía pertenecer la había dejado atrás y ahora ellos querían volverla a incorporar. He recibido llamadas telefónicas de una madre llorosa, soltera y con dos hijos, a quienes la pandilla del barrio  les dijo que se fuera pues querían su casa, aún cuando ella no tenía adónde ir. He hablado con muchas familias que tenían adolescentes que han sido llevados por la policía y después de eso, nunca más han vuelto a verlos. Y también he hablado con agentes de que han renunciado a la policía de Honduras porque sus superiores socavan el trabajo honesto que ellos tratan de hacer y premian a la corrupción.

El pasado viernes 15 de febrero, el presidente Trump declaró una emergencia nacional, usándola como pretexto, para que le permitan comenzar la construcción de su famoso muro fronterizo.

Pero la verdadera emergencia nacional no está en la frontera,  sino aquí en Honduras.

Llegué a Honduras poco antes de una elección probablemente fraudulenta que instaló a Juan Orlando Hernández en un segundo mandato inconstitucional como Presidente de la República. En lugar de protestar por las irregularidades que hubo en el  conteo de votos, el gobierno de Trump felicitó a Hernández por su victoria.

Cuando esto sucedió, Honduras ya estaba en mal estado: la había arrasado un devastador huracán en 1998; sufrió un golpe de estado en 2009; se convirtió en el 2010 en la nación más homicida del mundo; y ha tenido una larga historia de intervenciones  estadounidenses. En 2015, el gobernante Partido Nacional  estuvo implicado en el multimillonario robo del Fondo del Seguro Social de la Nación.

Honduras también se encuentra en la ruta principal del tráfico de cocaína a los Estados Unidos. La Administración de Control de Drogas ha arrestado a muchos presuntos narcotraficantes, entre ellos, Tony Hernández,  hermano del Presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández.

El país ocupa un lugar destacado en corrupción, impunidad, pobreza y desigualdad. También ocupa un lugar bajo en alfabetización, empleo y esperanza de vida.

La elección de 2017, sin embargo, movió algunas cosas al frente. Hubo protestas masivas, el país fue cerrado por más de un mes y al menos 31 manifestantes fueron asesinados. Desde entonces, Honduras ha estallado en momentos de insurrección,  aunque una de las secuelas más visibles tras las elecciones ha sido una ofensiva contra los disidentes, especialmente jóvenes y estudiantes, y también contra los migrantes que se dirigen por tierra a los Estados Unidos en caravanas.

Las personas habían apostado su esperanza por un futuro mejor en un resultado electoral diferente. Cuando eso se les quitó, volvieron a lo de antes, a irse del país.

La migración hondureña no es nueva.  Lo nuevo es que lo están haciendo ahora públicamente, en grandes grupos y colectivamente pidiendo protección. La verdadera crisis humanitaria es que, en su mayoría, a los hondureños se les niega la protección que piden y por lo tanto, son deportados antes de llegar a su destino preferido.

Muchos jóvenes hondureños, especialmente los pobres urbanos, sienten que no tienen ningún futuro aquí. Ocho de cada 10 muertes violentas en Honduras  son de jóvenes.

Un joven de 21 años de edad  me dijo que una vez tuvo un sueño, pero se le  terminó.  Ahora él ya no tiene sueños. Recientemente fue deportado de los Estados Unidos después de negarle una solicitud de asilo. Sin embargo, en Honduras, tiene que esconderse en el baúl de un auto cuando va a visitar a su madre. Porque si la pandilla lo viera entrar en casa de su madre, lo mataría. Al menos, de la ultima visita,  volvió con vida.

Hace una semana, fui con una familia para recibir los restos de su hijo de 16 años, que fue asesinado en México. Había viajado como parte de una caravana y lo mataron en Tijuana. Recogimos el pequeño ataúd en el aeropuerto de San Pedro Sula y cargamos la pequeña caja blanca en la parte trasera de una camioneta prestada, que a duras penas funciona.

Ese día, mientras yo conducía hacia el aeropuerto con su abuela, sus ojos se llenaron de lágrimas cuando me contó cómo su padre solía pintarse la cara y llevarlo al autobús, realizando simples rutinas de payaso, con la esperanza de que en el camino le dieran unos lempiras.

También me contó cómo dos de sus tres hijos fueron asesinados en sus 20 años. El tercero desapareció. Una pregunta aún estaba en el aire,  pendiente de hacerse: si su nieto habría vivido hasta la edad adulta si se hubiera quedado en Honduras.

La humanidad es una historia de migraciones. Somos excepcionalmente buenos para movernos cuando las condiciones de vida se vuelven tenues. Ni las paredes, ni los desiertos,  ni los océanos nos han impedido buscar horizontes más seguros de vida y mejores oportunidades de supervivencia.

Bajo estas circunstancias, el impulso que mueve a los hondureños a buscar seguridad en otros lugares no es una emergencia. El hecho de que para los hondureños no haya un lugar en el mundo donde se les permita encontrar refugio, ésa es la verdadera crisis.

 

Amelia Frank-Vitale es una candidata a Doctorado en Antropología en la Universidad de Michigan,  Estados Unidos de América.

Traducción: Ricardo Puerta.

Enlace para ver la nota original:

Amelia Frank-Vitale / Honduras

 

 

 

 

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