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Andrés Hoyos – Letra viva, letra muerta

Desde cuando Bolívar empezó con sus constituciones, Colombia se inscribió en esta tradición, no universal, pero sí predominante en el mundo: un país que aspire a tener instituciones y alguna forma funcional de democracia puede y tal vez debe aprobar una Constitución. La más famosa es la americana, vigente desde 1776 y a la que se le han hecho apenas 27 enmiendas, la última en 1992. Una de ellas, la 21, revoca la 18, que instituía en Estados Unidos la demente prohibición del alcohol. Allá reformar la ley de leyes es un asunto de inmensa gravedad e importancia.

En Colombia, tras numerosos experimentos decimonónicos, se implantó la Constitución de 1886, conservadora, confesional y poco democrática, que duró hasta 1991, cuando se proclamó y acogió la que hoy nos rige. Pese a que se ha estabilizado, ha tenido a todo lo largo una serie de males endémicos que hasta hoy ponen el peligro su vigencia futura. Dejo este debate a otros, si bien inestabilidad es proverbial, pues ha tenido una cuarentena larga de reformas. Alguien dirá que el número es un chiste, al menos en México, donde la de 1917 ha tenido casi 700 reformas.

Aquí quiero centrarme en el dilema del título: qué partes son letra viva y qué partes letra muerta. Aclaremos que hasta hace tres años, en amplias zonas del país no regían la mayoría de los artículos penales, pues se secuestraba, masacraba, asesinaba, reclutaba a menores y saqueaba el erario casi sin consecuencias. La parte sustancial del Acuerdo de Paz está empezando a revivir esos artículos de la Constitución, claro, hacia el futuro, pues las más graves violaciones del pasado se van a castigar con clemencia y las demás van a tener un olvido judicial, aunque esperemos que no político ni ideológico. Es comprensible. Un país que pretenda reescribir y/o reformar su agitada historia a punta de un cúmulo de fallos retrasados se ve confrontado con un fracaso ineludible. Mejor reformar el presente y, sobre todo, el futuro.

Sin embargo, la tradición del conflicto instituyó una serie de tradiciones perniciosas. Una de ellas, que sigue viva hoy, es que los agravios que tienen pendientes las comunidades, por ejemplo las indígenas, pueden conducir al bloqueo de carreteras vitales durante semanas o a apoderarse de edificios emblemáticos, lo cual está prohibido por el artículo 24 de la Constitución que dice: “Todo colombiano, con las limitaciones que establezca la ley, tiene derecho a circular libremente por el territorio nacional”. El artículo ha desembocado en numerosas leyes específicas que tipifican delitos.

Hay otros artículos cuestionados, por ejemplo, el 332, que dice que el subsuelo es propiedad de la nación. ¿Cierto o las comunidades pueden prohibir la explotación en sus territorios aledaños?

Digamos, para concluir, que al cumplir más de un cuarto de siglo una Constitución empieza a tener edad y peso. Se los quitan, eso sí, la reformitis aguda, la desobediencia de artículos claves y el carácter intocable de los magistrados, vigilados apenas por la Comisión de Acusaciones que carece del menor poder.

Ojo que la revocatoria de la enmienda 18 que prohibía el alcohol en Estados Unidos fue porque la estaban violando de manera flagrante. Algo así no se puede permitir. Es decir, o hacemos respetar la Constitución o la reformamos o mañana llegará un caudillo a derogarla. Es un asunto central para declarar o negar nuestra seriedad como país.

 

 

 

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