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Revolución argelina: acto 2

El reto más peligroso desde 1962 es convertir la rebeldía pacífica en cambio democrático

Truncar las ambiciones de Buteflika, un presidente enfermo, incapaz de gobernar, ha sido el primer acto. Lo hizo el pueblo argelino, tomando las calles durante seis semanas, pacíficamente, con un lema: decir no ante un quinto mandato de un presidente fantasma. Que el pueblo haya salido a la calle no es casualidad: desde la última elección presidencial, Argelia experimenta una batalla abierta en las principales instituciones —el Ejército, los servicios de inteligencia, la policía, los aparatos de la dictadura política (como el FLN), la dirección del sindicato UGTA y la patronal (la asociación más dividida del poder económico) y otras de menor importancia— que pretende alterar las reglas del juego en el reparto de la renta petrolífera, principal fuente de recursos y, sobre todo, variable perturbadora de todo principio equitativo en la acumulación de riquezas.

Hasta la fecha, el poder central, es decir, la presidencia de la República y sus hombres de negocios, y el Estado Mayor del Ejército protagonizan este reparto. No previeron que las manifestaciones iniciadas espontáneamente por unos estudiantes se transformaran rápidamente en una inmensa rebeldía pacífica, aunando a todas las capas sociales.

Los grupos dirigentes, en este primer acto de la contestación, aprovecharon para ajustar cuentas entre sí; el régimen quería limitar la contienda a una mera reorganización de las relaciones de fuerza en su seno, pensando que la caída del presidente podría calmar al pueblo. Por eso, los servicios de represión no buscaron paralizar la rebeldía. Además, el cambio de posición del general Gaid Salah, que pasó de apoyar a Buteflika a pedir su dimisión, resulta claramente de desacuerdos agudos en el mando militar.

Ahora bien, los manifestantes reivindican la desaparición del régimen, y una democracia basada en el pluralismo. En consecuencia, el escenario cambia, es otro: el segundo acto de la rebeldía pacífica entra en una zona de tempestad. La relación de fuerzas es profundamente asimétrica entre el pueblo, entidad indiscriminada, desarmada, sin cabeza política organizada, y, de otro lado, salvo el clan Buteflika ahora sacrificado, el régimen, que los argelinos llaman “el sistema”, armado y controlando todos los mecanismos sociales y económicos del país. El desenlace puede ser, pues, dramático, con las consecuencias que se pueden imaginar en el entorno geopolítico mediterráneo.

La ausencia, en este segundo acto, de una oposición política organizada en Argelia, fruto de casi 60 años de dictadura, hará muy difícil la travesía a una revolución democrática y pacífica. Los manifestantes sufrirán una fuerte ofensiva del sistema, unas diferenciaciones ideológicas internas importantes, y la amenaza de que los islamistas, escondidos hasta la fecha, vuelvan a tomar, apoyados por sectores militares y del régimen, el pulso de la batalla para impedir la instauración de un sistema democrático “occidental”. Este segundo acto, abierto el 5 de abril con la primera manifestación pos-Buteflika, quiere transformar la rebeldía pacífica en revolución democrática: es el desafío más peligroso que los argelinos afrontan desde la independencia de su país, en 1962.

 

 

 

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