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Lo que hice sin decirle a mi pareja

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Nunca se me había ocurrido hacerlo hasta esa tarde en la que estaba doblando la ropa recién lavada y escuché en la radio a una mujer que hablaba sobre cómo fue donar un riñón a un desconocido.

Había cumplido 50 años la semana anterior. Creía que no me iba a importar pasar ese peldaño, hasta que tuve una epifanía: a esa edad ya podía impresionar a algunos árboles.

En las semanas antes del cumpleaños les dije a todos mi teoría de los árboles y me sentí sumamente comprendida cuando el mismo día  mi amado me regaló una tabla para cortar hecha de una parte de un tronco. Lucía brillosa; se notaban los anillos y la corteza y tenía una apertura: una grieta en la madera que iba en curva desde el borde hasta el nudo en el corazón del tronco.

Había conocido a mi amado tres años atrás. Primero fuimos amigos, en lo que los dos lidiábamos con rompimientos recientes. Luego empezamos a estudiar juntos la Torá y discutíamos los fragmentos de cada texto. No solo de la Torá, también de los textos seculares, y luego películas y pinturas y filosofías y constelaciones. A veces compartíamos las preguntas e interpretaciones de manera armoniosa, a veces en una discordia altisonante (como la vez que dije: “Pobre Tolstói, se toma todo muy en serio” y nuestra amistad casi termina).

Siempre nos uníamos y divergíamos, en movimiento. Antes de conocerlo tenía el mal hábito de ceder mis deseos ante los de otros. Mi cuerpo y mi mente habían quedado a disposición de los demás, con lo que les daba autoridad sobre mí. Me había vuelto adepta a ejercer mi voluntad de una manera en que la invalidaba. Era un hábito horrendo que aún me apena.

Pero ahora tenía 50 años y era libre: libre para reivindicarme. Y estaba en buena forma. Durante casi toda mi vida no había notado el privilegio de la buena salud. No solía ir diario por la vida pensando: “¡Lotería! ¡Otro día sin estar enferma!”. Pero el paso del tiempo sí me había hecho ser más consciente de cuánta gente a mi alrededor se enfermaba o se lesionaba, de lo poco común que era que yo no hubiera sufrido nada más grave que sacarme las muelas del juicio. Era como una sobreabundancia de salud que no me había ganado.

También estaba el hecho de que dos de mis hijos ya no vivían en casa y que el más joven estaba terminando el bachillerato. Muy pronto ya no me iban a necesitar para el ajetreo del día a día. Además, mi puesto es académico, lo cual significa varios meses de vacaciones pagadas cada verano. Es decir, reconocí que tenía la capacidad sobrante de ser de utilidad. En las semanas cercanas a mi cumpleaños, la presencia del sobrante y la duda de cómo canalizarlo fueron cobrando fuerza en mí.

Cuando escuché esa historia en la radio sobre la donante altruista sentí que tenía la respuesta. Doblé un último par de calcetas antes de abrir la computadora para buscar donación de riñones. Me incomodaba el término “donante altruista”, que implica que no hay interés propio alguno, porque era perfectamente claro para mí que el interés propio era grande: Me iba a sentir bien de poder ser de utilidad de este modo.

Me encontré con otro término, donante vivo no dirigido. Era objetivamente descriptivo (el riñón iba a ser para quien fuera que lo necesitara y no para un paciente específico) y tenía un énfasis más apropiado: en vez de resaltar la motivación del donante se enfocaba en la trayectoria del órgano.

Me gustaba más. Quedé satisfecha de que estaba siendo honesta conmigo misma sobre el papel que desempeñaba mi deseo de ser útil en la decisión y solicité volverme donante viva no dirigida.

Lo hice sin decirle a nadie. Ni siquiera a mi pareja. Durante tres semanas, entre que llenaba el formato en línea y hacía la revisión telefónica inicial con el centro para donaciones, no le revelé mis intenciones a nadie.

Fue solo cuando me dieron cita para ir a ver al coordinador de donaciones que le conté a mi pareja. Y no para decirle: “Creo que voy a hacer esto, ¿qué opinas?”, sino para contarle que ya lo había decidido. Lo único que hice fue pedirle que me acompañara en el proceso.

Él respiró hondo, agarró mi mano, me hizo algunas preguntas y me dijo que sí. Noté que estaba impactado, pero pensé que nada más necesitaba acostumbrarse a la idea. No me di cuenta de cuánto lo había herido.

El proceso empezó formalmente con los escaneos y las pruebas de laboratorio, una evaluación psicológica, reuniones con especialistas, los textos para revisión y un día en el que cada vez que hice pipí fue en un envase de plástico. Durante ese tiempo me sentí vigorizada, muy emocionada por cómo estaba ejerciendo mi propia voluntad. Pasaron cinco meses antes de completar las evaluaciones, hasta que recibí la noticia de que me habían aprobado como donante. Solo tenía que firmar unos papeles para ser ingresada al registro nacional, un servicio para emparejar los órganos compatibles.

Mi pareja me acompañó a firmar. Respiró hondo cuando lo hice, agarró mi mano, hizo algunas preguntas y volvió a decir que sí: sí con su presencia, sí porque estaba caminando a mi lado, sí a acompañarme en este camino. Pero seguía estando herido porque había tomado la decisión yo sola y no se la había contado en las primeras semanas.

Le expliqué que en realidad era mi decisión y mi deseo; que era importante para mí hacer esta elección sin tener que buscar la aprobación de alguien más, mucho menos disculparme por ello. Pero la herida seguía ahí. Y esta vez fui yo la que quedó sacudida.

El registro encontró a alguien compatible. Se organizó la fecha para la intervención quirúrgica. Mi pareja me llevó al hospital, me hizo compañía, me ayudó a ponerme la bata, me vio irme con el camillero. El riñón fue sacado de mi cuerpo y empezó su nuevo camino con un destino desconocido por mí.

Lo único que supimos fue que el transplante fue exitoso. Y en mi propio camino ahí estaba mi amado, que me acompañó durante todo. Respiró hondo durante el periodo de recuperación, agarró mi mano cuando estaba adolorida, caminó a paso lento conmigo por el piso del hospital, hizo algunas preguntas sobre el cuidado en casa y dijo que sí: el sí estaba en cada tazón de caldo que me preparó, en cada prenda que lavó, en cada hora que estuvo fuera de su trabajo para ir conmigo; un sí en cada sonrisa exhausta y arrugada.

Y cuando ya estaba recuperada nos peleamos.

“Nos lastimaste”, me dijo. “Cuando decidiste esto tú sola”.

“Pero fue algo honesto”, le respondí. “Necesitaba tener la libertad de decidir yo misma”.

Asintió con la cabeza, entristecido. “Pero nos lastimaste”.

Hay una frase bíblica que habla de la relación entre Adán y Eva. A veces se traduce como “ayudante subordinado”: “Haré un ayudante subordinado a él”. Excepto que el hebreo ezer kenegdo se traduce mejor como “ayudante equivalente” o “ayudante que confronta”.

Es decir, sugiere que la verdadera pareja es una que se opone, que nos reta, que pelea con nosotros cuando es necesario. Y ¿qué hace a alguien buen compañero? La confianza. Confiar en que el otro no se está aguantando los golpes y en que los dos están en el cuadrilátero por la misma razón: para empujarse a crecer, no para herirse.

Casi un año después esto es lo que sé: realmente necesitaba tomar esa decisión yo sola. Fue egoísta, pero, para mí, se trató de un egoísmo saludable, un reclamo y una reivindicación feroces de la autoridad sobre mi cuerpo y mi mente. Y lo que es aún más feroz: fue una manera de honrar mis propios deseos.

Y sí nos lastimó. Al insistir en mi camino, en vez de en el nuestro, causé una grieta. Al no incluir a mi amado en esta decisión lo hice sentir que no confiaba en él.

La intervención quirúrgica me dejó cuatro cicatrices laparoscópicas apenas visibles y una cicatriz más grande que aún es muy notoria. Casi todos los viernes horneo el pan challah para la cena del sabbat. Mientras se enfría pongo la mesa, enciendo las velas y sirvo el vino en la copa de kidush. Cuando el pan está al tiempo lo pongo en la tabla de cortar hecha del árbol, con la grieta que va del borde al corazón. La grieta es casi del tamaño de mi cicatriz, la grande hecha por la incisión de donde sacaron el riñón.

No pienso muy seguido en el riñón. A veces pienso en quien lo recibió, siento una gratitud inmensa hacia esa persona cuya necesidad posibilitó que yo cumpliera mi deseo de ser útil. En ese sentido somos como pareja, quien lo recibió y yo.

Pero ¿mi propia pareja? Pues nunca salió del cuadrilátero. No lo detuvo la grieta como no lo detuvo la cicatriz, que no se puso entre nosotros sino ante nosotros: un reto que enfrentamos juntos conforme seguimos peleando, aprendiendo nuevos pasos, mejorando nuestro momento y nuestra confianza para cargar cada vez más de nuestro peso.

 

 

Leah Hager Cohen da clases en el College of the Holy Cross, en Massachusetts. Su novela más reciente, “Strangers and Cousins”, se publicará en mayo de 2019.

 

 

 

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