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Laberintos: Democracia y malestar político en México

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Los analistas internacionales coinciden en señalar que las pasadas elecciones celebradas en México registraron el desencanto de los electores en sus partidos políticos. El PRI y el PAN, las dos grandes opciones electorales de los últimos 15 años, pierden considerable fuerza con respecto a los comicios del 2012 y la izquierda, o sea, el PRD, se fractura en dos mitades, una de las cuales ha emigrado al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), la agrupación disidente de su dos veces candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador. El efecto más inmediato de esta ruptura es que Morena, con 16 diputados electos a la Asamblea Legislativa de Ciudad de México contra 14 del PRD, se ha hecho con el poder en la capital del país. Un dato nada desdeñable, que puede tener un peso decisivo en las elecciones presidenciales del 2018.

Según señala el ex canciller mexicano Jorge Castañeda en artículo publicado el jueves en el diario El País de España, estos resultados electorales revelan un hecho muy a tener en cuenta, pues el éxito de las candidaturas independientes (por primera vez en la historia electoral de México era posible la participación de candidatos sin partido) indica que son ellas “las únicas (fuerzas políticas) no afectadas por el desprestigio generalizado de la clase y el sistema políticos.” Una mala reputación colectiva agravada durante estos últimos años por el incremento de los escándalos relacionados con el narcotráfico, la violencia desenfrenada, cuya manifestación más emblemática fue la reciente masacre de 43 estudiantes en la población de Iguala, y las denuncias de corrupción que ahora afectan incluso al entorno familiar del presidente Enrique Peña Nieto.

¿Podían tener una conclusión distinta los conflictos que en los últimos tiempos le mueven el piso a la institucionalidad en México y generan un malestar profundo y creciente en la población? No lo parece.

Hace poco más de medio siglo, la ecuación política latinoamericana era perfectamente comprensible, sin las complejidades que en la actualidad, sin duda como efecto colateral de la revolución tecnológica, la enmarañan hasta el extremo de hacerla prácticamente indescifrable. Libertad y miedo eran entonces los dos términos elementales y claramente contrapuestos que definían la circunstancia política de la región, tal como la describía el comolbiano Germán Arciniegas en su famoso libro, Entre la libertad y el miedo. En sus páginas, de lectura obligada en esos años de luchas difíciles por instaurar la democracia en el opresivo contexto de humillante tradición de los caudillos militares combinada con la paranoia anticomunista que surgió en occidente con la expansión soviética y el estallido de la guerra fría, Arciniegas presenta dos Américas Latinas enfrentadas dramáticamente, una de charreteras militares y violenta opresión política, otra de “muchedumbres que no pueden expresarse libremente.” Una división muy clara entre el bien y el mal, sin incertidumbres que confundieran el juicio de los ciudadanos. Todo lo contrario a lo que ocurre ahora, cuando las dudas hacen que nada sea (o luzca) perfectamente bueno o perfectamente malo.

   México constituía entonces un caso aparte. Ni dictadura como se entendía en el resto de América Latina ni democracia plena como se aspiraba en casi todas partes, ni comunista ni anticomunista, con ingredientes de todo el espectro político de la época. Esa era la rica, controversial y cada día más corrupta singularidad del sistema político mexicano. El PRI, reinante desde la frustrada revolución mexicana, consolidado y legitimado como partido único, tras gobernar el país en solitario durante 75 años, terminó siendo víctima de todas las terribles epidemias que genera el imperio absoluto del poder político. La ascensión de Vicente Fox a la Presidencia de México en las elecciones celebradas el primero de diciembre del 2000, marcaría, con el despertar del nuevo siglo y el fin de la hegemonía del PRI, el inicio de un período de bipartidismo en la que buena parte de los mexicanos depositaron su esperanza de alcanzar muy pronto un horizonte nuevo, de proporción y progreso.

La corrupción y el autoritarismo, sin embargo, habían tenido tiempo de sobra para contaminar el cuerpo social, y la estructura de los gobiernos de Fox y de Felipe Calderón, su sucesor, nacieron desgastadas por los mismos males que le carcomieron el corazón al PRI. De ahí el derrumbe del PAN en las elecciones de hace tres años y el triunfo de Peña Nieto y de un PRI obligado por la indignación ciudadana a introducir desde el gobierno considerables aunque todavía insuficientes reformas al sistema político y económico mexicano y a la cultura y los hábitos de sus oficiantes.

Quizá porque el bipartidismo como forma de equilibrio político se impuso hace demasiado poco, el esfuerzo por imprimirle a la “democracia” mexicana un rostro distinto parece haber sido en vano. La consecuencia más evidente de esta fallida transformación, como advierten Castañeda y otros tantos analistas de postín, fue la elección del antiguo miembro del PRI y ahora independiente, José Rafael Calderón, llamado El Bronco, como gobernador de Nuevo León, el segundo estado en importancia industrial del país y primer candidato a gobernador que se alza en las urnas con un triunfo que hasta ahora estaba al alcance exclusivo de los candidatos partidistas. Entre las reformas promovidas por Peña Nieto  para modernizar el sistema y aliviar en algo la indignación creciente de la gente por unos cambios que no lo eran, hizo posible la candidatura y el triunfo de Rodríguez Calderón, quien con indiscutible razón le atribuye su elección al hecho de que “los ciudadanos ya se cansaron de este sistema. (En definitiva, afirma), el ciudadano es más poderoso que cualquier sistema.”

Sin duda, la explicación suena a retórica más o menos populista, pero también constituye un justo reconocimiento al malestar ciudadano que no cesa de aumentar a medida que al desencanto de los mexicanos se añaden los graves problemas económicos que afectan al país. Aún es muy pronto para sacar conclusiones válidas sobre estos comicios, pero por ahora puede decirse que si bien no puede uno compartir del todo el júbilo de muchos mexicanos que califican a estas elecciones como una “fiesta democrática”, tampoco puede sostenerse la tesis de que el gran ganador ha sido la indignación de los mexicanos. Como en el pasado, la imprecisión y la vaguedad son las reglas del juego que comienza desarrollarse a partir de estos resultados. En medio de la ambigüedad, los partidos, sus dirigentes y los políticos sin partido, tendrán que revisar a fondo y rectificar sus posiciones si en verdad asumen que el desafío actual de México, más allá de sus serias dificultades económicas y su crisis social, es la lucha a fondo contra las fuerzas, unas del mal, otras de la propia tradición política mexicana, que insisten en cerrarle el paso a la construcción de una auténtica democracia y a la modernidad. Si no lo hacen ellos lo harán los ciudadanos, como ha advertido Rodríguez Calderón. En definitiva, los electores molestos e indignados no constituyen una amenaza para la democracia. La fortalecen.

Este siglo XXI, con la ambigüedad imponiéndose como el principal elemento constitutivo de todas las obras humanas, habría que enjuiciar el comportamiento del electorado con una buena dosis de modernidad. Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Fin del bipartidismo, como está ocurriendo en el resto de América Latina y cuya desaparición ya comienza a vislumbrarse en el escenario europeo. Elecciones estas que sin duda recogen y expresan el malestar de la sociedad, pero que también constituyen una reafirmación de la política como actividad civil y civilizada, capaz de dirimir todas las discrepancias y contracciones por las vías pacíficas del diálogo y el voto. Y eso, a pesar de todos los pesares, en los tiempos que corren, no está nada mal.

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