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José Luis Rocha: Historia del golpe de Estado

Hubo un golpe de Estado. Esta sintética formulación de la tragedia que ha devastado a Nicaragua es la única declaración honesta y lúcida que han vertido los medios oficialistas después de la rebelión de abril. Pero han pecado de modestia: el golpe no se quedó en el intento, más bien hay que reconocer su éxito rotundo; y sus perpetradores no fueron los políticos de la oposición –algunos apenas figuran como extras en este drama-, sino lo más granado de la cúpula sandinista, incluido el exmagistrado arrepentido Rafael Solís, que hoy –como quien quiere hacerse perdonar sus pecadillos de juventud, parapetado tras un baúl rebosante de los millones de dólares que le merecieron sus bien retribuidos servicios- lanza advertencias contra su exjefe y ahijado.

El furor golpista no duró unos meses. Lleva 20 años de estar desbocado. Comenzó en agosto de 1998 con aquel “Diálogo Político” multipartidario que solo sirvió de distracción para que no viéramos el verdadero diálogo exclusivo, que sumó 30 sesiones, entre la very important people del sandinismo orteguista y el liberalismo alemanista. En aquellos días Ortega era delgado y Alemán gordísimo, uno estaba en el abismo y el otro en el cenit de su carrera política. Ahora casi se han invertido los papeles en dimensiones físicas y en ejercicio del poder. Ese primer episodio del golpe tuvo como objetivo repartir el Estado entre dos partidos: dos para mí, tres para vos; cuatro para mí, tres para vos… Así se distribuyeron magistraturas, juzgados, juntas directivas y decenas de cargos. Al Estado, que debía ser plural e imparcial, se le asestó un golpe para partirlo en dos y reducirlo a una serie de trincheras sectarias. Esa repartición aseguró el gobierno de los peores, porque cada capo colocó en los puestos rapiñados a sus fieles más incondicionales y no a las mujeres y hombres más probos y capaces, suponiendo que los hubiera en uno y otro partido. Creo que en ese momento quedaban algunos capaces, ninguno probo.

Otro que ahora nos viene a dar lecciones del bien y del mal, don Enrique Bolaños, en lugar de usar su poder presidencial y nexos con la embajada para negociar con Alemán una reversión de los acuerdos liberosandinistas, se dejó arrebatar por su intransigencia y durante su administración buscó cómo anular al liberalismo alemanista sometiendo a Alemán a la justicia, castigándolo explícitamente por sus robos e implícitamente por pactar con Ortega. Colocó a Alemán en una situación donde este se vio obligado a hacer más y más concesiones a Ortega. La torpeza política de Bolaños quizás fue fruto de su relativa integridad moral –para ser un político nica, no estaba mal- pero también de su rabia y arrogancia. Fue un jugador que sacrificó sus dos torres y un alfil en un intento vano por comerse un caballo. La reina y el rey rivales estaban en el otro extremo del tablero a salvo y partiéndose de la risa. El nepotismo de la administración Bolaños puso un grano de arena en la trayectoria de este prolongado golpe de Estado, pues fue imitado y multiplicado por su sucesor, pero no tuvo los alcances golpistas de lo que vino después.

Cuando el sandinismo, en 2007, puso las manos en el Estado, donde el pacto con Alemán le había permitido plantar firmes los dos pies, se dedicó con tesón a una labor de privatización de la cosa pública. Los colorines de las páginas web y el papel membretado fueron sólo un síntoma de que los caprichos de la Primera dama, después vicepresidente, iban a misa, y a misa de catedral. Debajo de los colorines estaba la obediencia ciega y la rotación de funcionarios que no supieron captar dónde y cuándo debían deslizar las adulaciones, la palabra precisa y la sonrisa perfecta. El emplazamiento de sus hijos en sensibles –a menudo ad hoc y encubiertos- puestos públicos continuó el golpe de Estado, aniquilando la diversidad de rostros y pareceres. El Consejo Supremo Electoral se encargó de afianzar el golpismo mediante elecciones con resultados a la carta: 63% 2011 en y 72% en 2016, que aseguraron a los sandinistas un dominio total de la Asamblea Nacional, el único poder del Estado que les quedaba por desmantelar. La Constitución se convirtió en un texto flotante: interpretable a capricho, modificable y finalmente ignorable, sobre todo desde la represión de abril que suspendió todos los derechos y garantías constitucionales. Esta será la expresión más efímera del golpe, pero en estos momentos es la más contundente.

El nombramiento de Rosario Murillo como vicepresidenta fue otro momento estelar de la consumación del golpe porque exhibió el voraz control del Estado por una familia. La ley que concedió los derechos para la construcción de un canal interoceánico al misterioso empresario Wang Jing solo fue posible en un Estado que ya era moldeable y donde lo público y lo privado se redefinían a criterio de los gobernantes: el proyecto del canal privatizó lo público y depositó las obligaciones sobre el pueblo. Tanto el canal como los préstamos de Chávez/Maduro siguieron la lógica más capitalista -privatizar los beneficios y socializar las deudas-, pero fueron proyectos ejecutados por un remedo de Estado, depurado de voces críticas, de un balance de poderes y de la posibilidad de ser retroalimentado y retado desde la sociedad civil.

Al calor de la represión se hizo patente lo que ya muchos sabíamos: la Policía Nacional era pura y netamente una Policía orteguista, como ha sido bautizada por la vox populi. Y lo mismo cabe decir del Ejército, aunque su participación en el golpe de Estado haya sido más sigilosa. Cuando creímos que no podíamos caer más bajo y que al golpe de Estado ya no se le podía añadir más rotundidad, tocamos fondo con las bandas de sicarios que se constituyeron como ejército paralelo, formado fuera del Estado, aunque integrado en parte por algunos funcionarios estatales encapuchados y aunque después el comisionado general de la Policía los reconociera como miembros de su institución.

El Poder Judicial, primer objeto del golpe desde el pacto para repartirse el Estado, terminó completamente privatizado, convertido en una franquicia donde todas las sucursales son administradas por militantes de la pandilla sandinista. Los juicios a los detenidos políticos fueron una versión crudelísima del teatro del absurdo y sirvieron para que Ortega terminara de barrer su casa: los jueces que se rehusaron a escenificar las farsas fueron removidos de sus cargos. A fin de que el golpe de Estado llegara a las esquinas más recónditas del país, fueron despedidos incluso los directores de escuelas públicas que no obligaron a sus alumnos a participar en actos de apoyo al comandante. ¿Qué queda del Estado si los ciudadanos ya no pueden recurrir ante la Policía ni a los jueces y los maestros se ven forzados a instruir a nuestros hijos en las bondades del sandinismo?

Los estrategas del sandinismo –los que siguen de alta y también los que se jubilaron ayer como Rafael Solís- podrían escribir el tratado más completo sobre teoría y práctica del golpe de Estado. Cuando Solís renunció, algunos especulamos que sería el primer pez gordo al que otros seguirían. No ha sido el único. Pero las deserciones han sido excepcionales. A los miembros de la cúpula sandinista, el golpismo los une… y también la sangre. Son los dos factores de cohesión tribal: el desmantelamiento del Estado y los asesinatos.

 

 

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