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Recuerdos cinematográficos: Muertos vivientes

 

Entre las películas que recuerdo de mi adolescencia está una, “El Cid” (Anthony Mann, 1961), sobre la vida –y amores, que Doña Jimena era interpretada nada menos que por Sophia Loren- del legendario Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. La película tenía todos los ingredientes y sazones de las grandes súper-producciones típicamente hollywoodenses: música de Miklós Rósza, un cast con muchas estrellas, ¡tres horas! de duración, y filmación realizada en los lugares de España donde se desarrolló la vida de El Cid. Toda una épica que hacía fácilmente identificables ante los ojos de un adolescente a unos supuestos villanos y buenos que, como se conoce por los datos históricos, en materia de ambición de poder en realidad no fueron tan distintos. Otro hecho a destacar: el papel del Campeador fue asignado –decisión que estaba de anteojito- al supremo galán de las películas históricas de entonces: Charlton Heston, héroe inolvidable de “Ben Hur” y “Los Diez Mandamientos”. Con demostrada recta de cien millas para dichos papeles.

El asunto es que la película, si bien un éxito de taquilla, está llena de exageraciones de todo tipo donde la guinda es un final algo exótico: el hombre muere, por heridas de combate, en Valencia. Pero es tal el temor de los moros ante la leyenda de El Cid, que los lugartenientes del Campeador deciden sacarle provecho al cadáver a pesar de que –o precisamente por ello- ya estaba más tieso que Boris Karloff interpretando sus papeles de Frankenstein o de momia egipcia. Lo montaron en un caballo, aseguraron su posición de cintura para arriba más o menos vertical, y así erguido lo lanzaron a la cabeza de una nueva carga cristiana. Los moros, que ya estaban celebrando que a su enemigo más temible le habían cantado el tercer strike, al verlo erguido en su cabalgadura, enhiesto y con mirada pétrea y firme, corrieron en desbandada.

 

Escenas finales de «El Cid», y su victoria en Valencia.

 

O sea que según Hollywood, El Cid, después de muerto, derrotó a sus enemigos. No  crea el amigo lector que este recurso no había sido usado antes, incluso de manera más extravagante: Cecil B. DeMille, quien dirigió por cierto a Heston en “Los Diez Mandamientos”, puso a Gary Cooper a hacer lo mismo, esta vez con decenas de cadáveres de casacas-rojas británicos, en “Los Inconquistables” (Unconquered, 1942), con el encomiable fin de salvar a la siempre hermosa y muy pelirroja Paulette Goddard, y de paso poner en fuga a un ejército de indios Senecas, jefeados nada menos que por el ya mencionado y obviamente versátil Boris Karloff.

 

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Gary Cooper, nuestro héroe, y Boris Karloff (como Guyasuta, jefe de los Senecas)

 

 

 

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