Democracia y Política

La edad de la tierra

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Nuestro planeta es mucho más antiguo que lo que imaginamos. Por eso pecaron por defecto los primeros pronósticos que se hicieron. El arzobispo James Ussher, después de estudiar con detalle la Biblia, llegó en 1650 a la conclusión de que Dios había creado los cielos y la Tierra el domingo 23 de octubre, a las nueve de la mañana, del año 4004 antes de Cristo. Sospechosa tanta e ingenua precisión. Lo grave es que aún hoy, algunos obstinados sostienen que la Tierra apenas tiene unos pocos miles de años de antigüedad, contra todas las evidencias científicas. Se quedaron en la Edad Media.

 

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El primer método científico para estimar la edad de la Tierra supuso que esta, en sus comienzos, era una bola de material fundido sometida al lento enfriamiento de los siglos. Isaac Newton supuso que la Tierra en sus comienzos era una esfera de esa clase, por lo que tardaría unos 50.000 años en enfriarse hasta llegar a la temperatura actual. Como tal antigüedad sobrepasaba con holgura los cálculos bíblicos, para no atormentar su delicada conciencia olvidó el asunto para siempre.

 

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En el siglo XVIII, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, empleó argumentos similares y llegó a la cifra de 74.832 años. Pese al refinamiento de sus cálculos, según se colige del manejo de cifras significativas, no tuvo en cuenta la energía térmica que a diario nos regala el Sol. La Iglesia se sintió amenazada y volvió a intervenir en asuntos fuera de su competencia: la Facultad de Teología de la Sorbona argumentó que esas ideas eran “reprensibles y contrarias al credo de la iglesia”. Buffon, hombre de inteligencia práctica, temiendo la hoguera, principal argumento contra las “herejías”, se retractó así: “Abandono en mi libro todo lo que respecta a la formación de la Tierra y, en general, todo lo que pueda ser contrario a la narración de Moisés”.

 

buffon_condeGeorges Louis Leclerc, conde de Buffon

Sin respetar a Moisés, algunos geólogos empezaron a estudiar la antigüedad del planeta a partir de los sedimentos encontrados en ciertos lugares, de lo cual concluyeron que aquel debería contar con algunos centenares de millones de años, cifra que pareció exorbitante y, en consecuencia, errónea. Los defensores de la Biblia volvieron a intervenir: al encontrar sedimentos antiguos y fósiles incrustados en ellos con edades muy superiores a los cuatro milenios calculados por Ussher, el padre Philip H. Gosse publicó en 1857 una obra titulada Omphalus (Ombligo, en latín), en la que proponía la brillante teoría de que Dios había creado la Tierra con fósiles incrustados en sus rocas, una idea provista de “elegancia un poco monstruosa”, comentó Jorge Luis Borges. O de lógica monstruosa, podría agregarse. A nadie sensato gustó la propuesta, a pesar de su ingeniosidad. Ingenuidad, dicen otros.

La clave que faltaba por descubrir, que aclararía las ideas y al mismo tiempo suministraría a los geólogos un método de datación más preciso, era el fenómeno de la radiactividad, descubierto casi al terminar el siglo XIX. A partir de ese momento se dispuso de un método seguro de datación de largo alcance, que permitió asegurar que la edad de la Tierra debía medirse en miles de millones de años, y que sirvió para explicar por qué nuestro planeta podía ser tan antiguo y aún conservar calor suficiente en sus entrañas como para justificar el vulcanismo y las fuentes termales. Sin el calor generado por la descomposición radiactiva, la Tierra, dada su temperatura media actual, no podría tener una edad muy superior a la estimada por Newton. Además, la cadena evolutiva que une la célula primigenia con el Homo sapiens habría sido imposible por falta de tiempo.

 

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En 1905 se calculó, a partir de la descomposición del uranio, una edad para la Tierra de 2.000 millones de años; en 1953 se convirtieron en 4.500, y ahora se habla de 4.600 millones de años, la misma antigüedad de las rocas traídas de la Luna, lo que confirma la conjetura del nacimiento de nuestro satélite: un meteorito gigante golpeó tangencialmente nuestro planeta y desprendió una tajada inmensa, que hoy llamamos Luna.

 

Theia

 

Con la autorización de Legis

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