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Federico Vegas: Olga, Eva y Lilith

Olga

La girondina Madame Roland, poco antes de inclinar su cabeza en el cepo para ser guillotinada, exclamó: “¡Oh Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. La culta Madame Roland ha debido incluir al Paraíso en sus últimas palabras, un mito con más víctimas e historias, comenzando con la de Adán y Eva.

Hice esta reflexión después de ver la película Paraíso, de Andrei Konchalovsky. Trata del insólito reencuentro en un campo de concentración entre Olga, una aristócrata rusa acusada de proteger en París a unos niños judíos, y Helmut, un oficial de la SS que pasó de estudiar e idolatrar a Chejov a entregarse con erizada pasión a la causa del nazismo.

Olga y Helmut van por turnos narrando la historia de sus vidas. Aparecen vestidos con una especie de pijama blanca, sentados ante una mesa, como declarando ante un tribunal celestial y dejando claro que ya están muertos. Se conocieron y enamoraron en Italia, cuando Europa comenzaba a olvidar la primera guerra y no sospechaba lo cerca que estaba la segunda. Durante un verano frente a un hermoso lago fueron dos fervorosos amantes del sexo y la literatura. Dejaron de verse por años y en la siguiente oportunidad que les concedió el azar eran una víctima y un victimario tratando de revivir el pasado. Al cierre de su recuento, Helmut da su versión de por qué la utopía nazista se convirtió en un cataclismo:

—Bendito sea el Paraíso alemán, aunque estemos condenados al infierno. Ahora entiendo la razón de nuestro fracaso: lo que proponíamos es perfecto, y la humanidad no está preparada para la perfección.

Olga, por su parte, tiene otras preocupaciones. No aprovechó el salvoconducto que le entregó Helmut para huir a Paraguay. Ha preferido entregárselo a una mujer que quizás pueda salvar a dos niños que ella conoció en la barraca. Terminará en la cámara de gas. Cuando intenta explicar su decisión, habla mirándonos a los ojos:

—El mal crece sin ayuda de nadie, pero el bien siempre necesita un último esfuerzo para mantener la esperanza de que el amor existe y más allá del mal se producirá un milagro.

Eva

No voy a intentar la acrobacia de comparar a Hemut y Olga con Adán y Eva, pero sí me atrevo a asomar que el Paraíso Terrenal algo tenía algo de campo de concentración. No es casualidad que la palabra “paraíso” provenga del persa pairidaêza, “cercado”, un término que junta la idea de “hacer” con la de “alrededor”, y solía referirse en Mesopotamia a “tierras de caza real”, una reserva que puede incluir desde un jardín muy bello hasta animales salvajes. Más que un nominativo, “paraíso” es casi un verbo que implica cercar, crear un dentro y un afuera. Es el tipo de término que varía enormemente si estás afuera contemplando o adentro encerrado.

Veamos qué ocurrió en el acto inaugural de la relación entre Dios, el hombre y la mujer. Esa primera “historia” que escuchamos de niños en el colegio ha marcado con tanta fuerza nuestra visión del mundo que vale la pena releerla con detenimiento y sin prejuicios.

Apenas Dios termina la creación, decide inaugurar el primer parque temático en la historia de la humanidad: un recinto rectangular (algunos lo suponen circular) donde se podía andar desnudo y sin ninguna preocupación. ¿Quién podía imaginar que en semejante perfección estaban dadas las condiciones para un conflicto en el que participarán las verdades y las mentiras, seducciones y confusiones, promesas y amenazas? Dentro de ese jardín encantado que sólo permitía paz y felicidad se van a inaugurar los efímeros premios y los inevitables castigos que han conducido nuestra altiva y errática relación con la tierra.

Todos conocemos lo que está por suceder: Yahvé le prohíbe a Adán que coma de los frutos del árbol del bien y del mal, pues moriría sin remedio. Luego aparece la serpiente, “la más astuta de todos los animales del campo”, y le dice a Eva que esa advertencia es una mentira, un engaño:

—Es que Dios sabe muy bien que el día que coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como los dioses, conocedores del bien y del mal.

Eva, viendo que la fruta luce apetitosa y es conveniente para adquirir algo de sabiduría, le da un buen mordisco y luego se la ofrece a Adán. A partir de ese momento el jardín dejará de ser un lugar de agradable desnudez para convertirse en un escenario de culpa y confusión.

Yahvé, que “se paseaba por el jardín a la hora de la brisa”, nota que el hombre y la mujer se ocultan y en seguida comprende que han comido del árbol del bien y del mal. Vinieron entonces los terribles castigos. La serpiente es condenada a arrastrarse sobre su vientre y a comer polvo. A la mujer le anuncia:

—Parirás con dolor y tus apetencias irán hacia tu marido, quien además te dominará.

Y por último, maldice a Adán:

—Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de allí fuiste tomado.

Al final, Yahvé comenta y ordena:

—¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros (un plural que llama mi atención, más propio de una deidad del Olimpo en una tragedia griega), pues ha conocido el bien y el mal! ¡Ahora, mucho cuidado! No sea que alargue su mano y tome también del árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre.

Yo no recordaba que eran dos los árboles del Paraíso. Siempre he pensado que el primero daba manzanas. ¿Cuál sería la fruta de la eternidad?

Para evitar la posible competencia, Dios echó a las criaturas del jardín cercado y puso en la puerta una “llama de espada vibrante” que nos cerraría por los siglos de los siglos el camino al ominoso árbol de la vida eterna.

Hasta donde entiendo, la culebra, desde entonces tan vilipendiada, estaba ofreciendo información cierta sobre el producto: el fruto prohibido no traía la muerte sino la conciencia del bien y del mal. Quien mentía era Yahvé. Lo cierto es que la falta, por las razones que sea, no me parece tan grave ni el pecado tan original como para privar a la humanidad, en la que están incluidos nuestros hijos y nietos, de santidad y de justicia.

Desde que fuimos expulsados del paraíso siempre hemos soñado con volver. A veces sentimos que la curiosidad y la conciencia de nuestra propia condición, se oponen a ese lugar de absoluta felicidad y dificultan tremendamente nuestro acceso, y sólo en un estado de perfecta inocencia será posible regresar a ese jardín. La paradoja es terrible, pues mientras más la entendemos más parecemos alejarnos de su solución. Rafael Alberti lo explica en su poema “Sobre los ángeles”:

Silencio, más silencio.
Inmóviles los pulsos
del sinfín de la noche.
¡Paraíso Perdido!
Perdido por buscarte,
yo, sin luz para siempre.    

También Proust:

No hay más paraísos que los perdidos.

Seguimos dando bandazos entre la búsqueda del árbol del bien y del mal y el árbol de la vida eterna; entre las amenazas de Dios y las aclaratorias de la serpiente; entre ver la tierra como un polvo seco que es nuestro origen y destino o considerarla como una promesa paradisíaca; entre asumir la naturaleza como algo profano y peligroso o como un lugar sagrado y propicio para el reencuentro con Dios y sus reglas inexplicables.

Me pregunto si Adán y Eva realmente querrían retornar a ese paraíso después de ser expulsados. Habían estado por años en un huerto cercado por una valla. Eran animales de corral. Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre, pero no creo que Dios nos considere su mejor amigo. La diferencia nos hace semejantes a peces en un acuario. Lo cierto es que Adán y Eva comenzaron a tener ante sí la oferta de un mundo inmenso, inabarcable, que se extendía más allá del Edén, lleno de sorpresas y retos, con dolores y deseos, sudores y trabajos, donde es posible tener hijos, hacer el papel de Caín o de Abel, labrar y cazar, edificar ciudades, tocar la flauta, forjar el bronce, sembrar frijoles, cazar venados y hasta asesinar al hermano con la quijada de un burro.

Lilith

Entre las limitaciones de todo paraíso no están solo las impuestas con intenciones ocultas, ni la oferta de perfección que justifica la injusticia y el atropello, la exclusión y el exterminio; también debemos fijarnos en la obsesión de convertir una de las múltiples posibles versiones en la historia definitiva o, para usar el título de aquella maravillosa y terrible película argentina, “la historia oficial”.

Gracias a mi ignorancia, me he llevado una enorme sorpresa al descubrir lo que muchos ya sabían. Buscando la ilustración para este ensayo, llegué a un cuadro de John Collier con la imagen de una Eva seductoramente envuelta y ceñida por una serpiente. La observé cayendo en el arrobamiento de un adolescente ante un porno, un vértigo comprensible, pues Collier se especializa en bellas mujeres desnudas, desde Lady Godiva hasta Las sirvientas del Faraón. Entonces leo en la letra chiquita que no es Eva, ¡Es Lilith! ¡La primera mujer de Adán! Le cuento mi descubrimiento a mi esposa y me regaña:

—¡No es la primera mujer de Adán! Es la primera mujer y punto. Luego verá si le gusta el tal Adán.

A Lilith no la han tratado muy bien. La despachan como una figura legendaria del folclore judío de origen mesopotámico y arrancan su historia con el consabido “Según la leyenda”. Según la leyenda abandona a Adán y se va con sus hijos a una cueva en las orillas del mar Rojo. No le fue bien y terminó convertida en un demonio que engendra criaturas con el semen que los varones derraman cuando están durmiendo.

El único posible soporte histórico de este inesperado episodio es una línea del Génesis donde se repite el verbo “crear”:

Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó.

Algunos rabinos proponen que esta extraña reiteración se debe a que el primer Adán poseía un cuerpo femenino y uno masculino unidos por la espalda. En cambio Robert Graves insiste con su usual y convincente pasión en que, antes de Eva, existió la rebelde y lujuriosa Lilith.

En una antiquísima versión del Génesis, Yahvé dispone que desfilen ante Adán todas las bestias, aves y otros seres vivientes, y Adán copula por turnos con cada una de las hembras de todas las especies. Al final de la jornada no se siente satisfecho:

—¡Todas las criaturas tienen una pareja que les va bien. Todas menos yo!

Entonces Yahvé formó a Lilith del mismo modo y con el mismo barro que a Adán.

A esa primera pareja no le fue bien. Cuando Adán quería fornicar, Lilith decía estar harta de la misma postura:

—¿Por qué tengo que acostarme debajo de ti, si yo fui hecha con el mismo polvo?

Cansada de tanta postración, Lilith invocó el Nombre de Dios, el “Innombrable”, una grave falta. Sucede que el nombre verdadero de cualquier ser contiene las características de su esencia y, al nombrarlo, puedes adquirir poder sobre él. Una versión sugiere que por esta falta, Lilith fue expulsada del Paraíso. La escena nos recuerda el poder que otorga comer el fruto del árbol del bien y del mal.

Como Lilith se negaba a pedir perdón y regresar al Paraíso, Dios decidió darle a Adán una segunda compañera. Esta vez no uso polvo sino una costilla, para dejar bien claro que la nueva criatura era parte de un sistema, de una estructura. Por eso proclama Adán orgulloso:

—Ésta es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne. Ella será llamada “Varona”, porque del varón fue tomada.

Un sacerdote, ferviente defensor de la doctrina católica, critica que hablemos del mito de Lilith:

No debemos “transponer problemas y debates ideológicos de la actualidad a mitos antiguos, como si el pasado fuese una confirmación de lo que ahora vivimos. Los valores positivos que algunos quieren encontrar en una Lilith supuestamente condenada, según ellos, por una cultura patriarcal opresora, no son valores que liberen a la mujer, pues la maternidad no es ninguna esclavitud, sino una de las riquezas más hermosas de la mujer. El mito de Lilith no debe ser reinterpretado, por lo tanto, ni contra el modo correcto de hacer historia, ni contra la visión positiva que sobre las relaciones entre el hombre y la mujer ofrece nuestra fe cristiana.

Para este comentarista y defensor de la religión, la historia es una sola y ya tiene dueño. Resulta que la demonización de Lilith es una vieja causa. Hace ya miles de años se consideraba que el mito de Lilith era una crítica a las prácticas de las mujeres cananeas, dadas a una sexualidad más abierta que la mostrada por las hebreas. El hecho de que Lilith sea presentada como un demonio rebelde y el mal ejemplo que precedió a la obediente Eva, nos invita a encontrar paralelismos.

No es casualidad que la Olga del Paraíso de Konchalovsky cierre su periplo en un campo de concentración con una reflexión sobre el bien y el mal. Eva también ha descubierto esta dualidad, la ha mordido y quiere compartirla. En tercer lugar encontramos en otra versión del mito de Lilith que ella es la culebra que retorna al Paraíso para explicarle a Eva cuál es su verdadera condición y abrir sus ojos al prodigio de tener una conciencia. Es apasionante pensar que la expulsión del Paraíso Terrenal y la condena eterna a un pecado original se deba a la lucha de la mujer por encontrar su lugar en el mundo.

Jorge Luis Borges decía que su idea del Paraíso era una especie de biblioteca. Me temo que tendría muy pocos libros. La idea de crear un paraíso en la tierra es absurda cuando la tierra es más propicia con su infinitud de opciones. Los venezolanos conocemos bien las consecuencias de esas ofertas. Lo más terrible del paraíso chavista han sido, tal como se jactaba el fanático Helmut al defender su paraíso nazista, las pretensiones de perfección. Las acepciones que ofrece el diccionario están llenas de advertencias: “Lo perfecto es lo más a propósito para determinado fin”, “Lo perfecto reúne todos sus elementos, sin faltar ninguno, por lo tanto no puede ser irregular”.

Ciertamente lo perfecto depende de ese fin predeterminado, y cuando esa finalidad está errada, todo va a marchar mal hasta convertirse en el reverso de lo ofrecido y precipitarse por el mismo abismo hasta lograr su perfecta extinción. Observen las promesas del paraíso chavista y verán cómo se han transformado, sin ninguna irregularidad, en el perfecto opuesto. No voy a hablar de independencia, de justicia y de progreso; quiero centrarme en la promesa más emotiva de hace veinte años, la referidas al futuro de unos hijos que hoy buscan su destino lejos de su patria.

Las madres tienden a ser concéntricas. Buscan un centro estable para congregar a sus hijos. Ahora se han convertido en madres centrífugas al sentir como sus hijos y nietos se van lejos, esparciéndose por el mundo. Aunque estén sanos y salvos, la distancia les causa un dolor inmenso que no logran calmar hasta volver a estar cerca de ellos, la verdadera sangre de su sangre y huesos de sus huesos. Según el proverbio árabe, “El paraíso está en el regazo de una madre”.

¿Cómo no transponer problemas y debates ideológicos de la actualidad a mitos antiguos? No se trata solo de observar el pasado como una confirmación de lo que ahora vivimos, también puede ser una herramienta para entender las razones de nuestro futuro, de nuestra absurda condena. Cuando Lilith se marcha a la cueva en el Mar Rojo con sus hijos, no está renegando de la maternidad sino realizando el mayor de los sacrificios. Ella no ha abandonado el Paraíso Terrenal por un problema de postura, sino ante el drama de criar a sus hijos en un potrero con dueño, donde la diferencia entre el mal y el bien se está desvaneciendo sin nada que alimente su conocimiento y su sentido.

No tengo que describir lo que ya todos conocen. He visto a tantas esposas, hijas, hermanas, madres y abuelas sufriendo por sus seres amados. A ellas dedico estas tres historias de Olga, Eva y Lilith.

 

 

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