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Ese nicaragüense aún puede robarnos más

A Mauricio Funes Cartagena no le bastó la corrupción de un país centroamericano. Necesitó la de dos

Al expresidente salvadoreño Mauricio Funes (2009-2014) fue el primero de izquierda en un país que padeció la ineptitud y el saqueo de la derecha democrática durante 15 años. Hartos de gobiernos que despilfarraron las arcas del Estado mientras idolatraban la figura de Roberto d’Aubuisson, el asesino de San Óscar Romero, los votantes eligieron a Funes en aquel marzo esperanzador. Era la transición democrática tan anhelada. Era la llegada al poder de los que décadas atrás combatieron fusil en mano a los militares tiranos que gobernaron a punta de tortura y represión. Y el salvadoreño Funes estuvo a la altura de la noche. “Es la noche más feliz de mi vida y quiero que sea la noche de la más grande esperanza de El Salvador”, dijo tras ganar. Dijo también que aquel era el “mismo sentimiento de esperanza que hizo posible la firma de los acuerdos de paz”. Dijo que era tiempo de reconciliarnos y que sería el presidente de todos. Lo que dijo hizo a muchos emocionarse hasta el llanto. Miles sintieron que todo lo sufrido –y fue mucho lo sufrido- valió la pena.

Aquella noche en que la democracia salvadoreña –tan peleada, tan sangrienta- llegó a la madurez, nada permitía imaginar que el saqueo ya había empezado.

Desde antes de asumir la presidencia, Funes y sus más allegados funcionarios hacían lo necesario por entender a detalle cómo funcionaba una bolsa presupuestaria que su antecesor –ahora preso por lavado de dinero- ocupó para enriquecer sus empresas y erigir su mansión. Nada tardaría el salvadoreño Funes, otrora un periodista incisivo que pagaba a plazos su carro Mazda, en entender aquel infame presupuesto y empezar a derrochar. El nombre de ese rubro, por si no fuera poco descaro que no sea auditable por la Corte de Cuentas, es partida secreta. En su quinquenio, Funes tuvo más de $300 millones en este paisito donde hay escuelas cuyo presupuesto anual es de menos de $1 000.

El salvadoreño Funes derrochó: en febrero de 2011, tras dos años de haber logrado la histórica transición, el izquierdista llevó a su familia en un jet privado a Florida. En tres días gastó $115,389, el equivalente a dos años y dos meses de su salario. El viaje quedaría retratado en una foto que subió a redes su cuñada brasileña. La familia posa feliz frente al castillo de la Cenicienta del Magic Kingdom en Disney World. El presidente Funes se volvió un hombre de gustos finos: un día, $7,372 en la tienda de cueros Salvatore Ferragamo de Miami; otro, $10,000 en la fiesta infantil de su hijo en San Salvador; o $9,840 en una compra de joyas en la capital salvadoreña; Montblanc, Chanel, Futuretronics, compras en 29 ciudades del mundo a costillas de sus gobernados. Su entonces esposa y primera dama, Vanda Pignato, no se quedó atrás: $245,537 en un jet para viajar a Brasil en 2011, por ejemplo. Cuando en mayo de este año publicamos en El Faro el reportaje del saqueo, Pignato respondió que el dinero siempre se lo daba Funes y que los vuelos y sus tarjetas las pagaba el salvadoreño, que ella nunca supo con qué dinero.

Pignato está en El Salvador, en detención domiciliaria y enfrentando cargos de lavado de dinero. Funes tiene cinco acusaciones en los juzgados salvadoreños, pero vive opulentamente en la Nicaragua de Daniel Ortega. El represor nicaragüense dio asilo al corrupto salvadoreño. El argumento del expresidente Funes es sacado del manual del corrupto latinoamericano: dice ser víctima de una persecución política. Funes, que saqueó bajo la roja bandera efemelenista, encontró otra, rojinegra esta vez, para ocultarse en Centroamérica. La más rastrera solidaridad de la izquierda latinoamericana se consumó en la región.

El caso Funes sigue destapándose. Las investigaciones fiscales están apenas en curso y una bodega llena de documentos que alguien sacó de Casa Presidencial y a la que solo El Faro ha tenido acceso parcial aún está por explorar. Todo apunta a que apenas conocemos los caprichos de un hombre más que se torció en el poder.

El pasado martes 30 de julio el Gobierno orteguista asestó otra bofetada a El Salvador: nacionalizó a Funes. Desde esa fecha, el expresidente que desvalijó a los salvadoreños es nicaragüense. Funes no puede ser extraditado.

El nicaragüense Funes, quien suele tuitear hasta altas horas de la madrugada, no tardó en echar en cara al nuevo presidente salvadoreño Nayib Bukele, quien prometió en campaña traerlo al país, que su extradición ya no procede.

Quizá Funes no entiende que esto no se trata de banderas ni de promesas grandilocuentes de candidatos presidenciales. Esta no es una partida entre adversarios políticos. Esto se trata de la dignidad de un montón de gente que trabaja con sueldos de hambre para vivir en lugares de miedo. Se trata de millones con dieta de frijoles y tortilla que ven cómo ese hombre despilfarró más de $6,000 en comida y bebidas en cinco horas de vuelos en un viaje en jet por Florida. Se trata de miles de policías del país más violento que sabrán impune a un señor que gastó en globos para una fiesta infantil lo que ellos ganan en dos meses. Esto va sobre un país que se ilusionó con una transición peleada por décadas, por la que decenas de miles dejaron la vida en las montañas y las lágrimas en las tumbas de sus familiares, para luego ver todo eso resumido en la figura de un sibarita que salía de joyerías con las muñecas adornadas y se paseaba por el mundo vestido de Ermelegildo Zegna y calzado con Ferragamos.

La impunidad construye –deforma- país. Lo sabemos en Centroamérica. Lo aprendimos humillación tras humillación, empezando por uno de los cimientos de nuestras democracias, las leyes de amnistía que cobijaron –cobijan- a tantos criminales de guerra. Lo ratificamos en estas democracias tan debiluchas, soportando a corruptos que se jactan de seguir ahí después de haber sido quienes son y hecho lo que hicieron. “Si pude haber robado, robé, pero no tengo mis manos manchadas de sangre”, dijo hace décadas un político salvadoreño, construyendo ese podrido argumento en el que se cobijan tantos funcionarios de la región: fui malo, pero pude ser peor, como otros. Funes aún puede saquear más a El Salvador. Ya saqueó sus arcas, ahora va con su dignidad.

En El Salvador, el fiscal y el presidente prometen que harán todo lo posible para traerlo y juzgarlo en el país. La maraña legal deja posibilidades minúsculas, y la mayor esperanza en los corrillos políticos es otro corrupto, Daniel Ortega, ese hombre conocido por saber sentarse con dios y el diablo en la misma mesa y pactar acuerdos con el purgatorio. Que Ortega llegue a traicionar a su protegido es la esperanza de buena parte de un país.

Sentar al salvadoreño-nicaragüense Funes en un juzgado no debe ser un acto de revanchismo político, sino un ejercicio en pro de que El Salvador se desentumezca un poco y se vaya poniendo de pie.

 

 

 

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