Cucuruchos, gazpacho, sangría… Historia de las palabras que nos comemos en verano
Incluida la horchata, cuyo origen viene con leyenda urbana incluida
Cuando no había más frigoríficos que el hielo que se compraba por bloques en las fábricas de tal nombre, ni más transporte que el de los vehículos con que ir al mercado o la plaza de tu ciudad, las comidas tenían sus épocas; había una forzosa estacionalidad de los alimentos y se comía gazpacho cuando el campo daba tomates. Hoy, las cámaras frigoríficas nos guardan productos para todo el año, se cosechen cuando se cosechen, y eso hace que se usen en cualquier momento del año las palabras para esa comida que antes era solo disfrute veraniego. Por eso, para acabar la serie que nos ha acompañado este verano, haremos un repaso por todas esas palabras con que nos alimentamos en la temporada estival sabiendo que la mayor parte de ellas serán también comida nuestra de cada día incluso cuando haga frío.
Lo más grande está hecho de lo más pequeño. Parece una frase pseudofilosófica de Paulo Coelho, pero en la historia de nuestra alimentación se cumple: grandes comidas de tradición veraniega tienen su origen en cosas pequeñas. Por ejemplo, la palabra gazpacho se levanta sobre la idea de las sobras de otras comidas: en su origen está el latín caspicias que aludía a los restos de comida de poco valor; en la antigüedad la palabra se usaba sobre todo en plural (los gazpachos).
El salmorejo, igualmente, deriva su nombre de algo tan pequeño como la sal; en concreto, viene de la palabra salmuera y la terminación diminutiva -ejo. Un antiguo refrán castellano nos da la pista de los cambios en el significado que ha experimentado esta voz: “Más costará el salmorejo que el conejo”. El refrán mostraba lo absurdo que es gastar en lo accesorio más que en lo fundamental y, de paso, nos ilustra sobre cómo antiguamente el salmorejo era simplemente la guarnición de un guiso con conejo: una salsa de sal, agua, pimienta y vinagre que se servía como escabeche para la carne. El uso extendido actualmente que alude a un tipo de gazpacho más espeso con el tomate como ingrediente principal nace como andalucismo a fines del siglo XIX.
También vinculados a la salmuera, porque se conservan en ella, los altramuceshan salido del árabe attarmús (y a su vez remiten al griego thermos, «caliente») y se han metido en nuestro vocabulario con otros sinónimos la mar de curiosos, desde los púdicos lupino o entremozo a los descarados chocho y chorcho. El declive carnal de esta parte del artículo puede volver a equilibrarse aduciendo una cita literaria sesuda: los altramuces aparecen en uno de los cuentos de la obra del siglo XIV de don Juan Manuel El conde Lucanor, en la que se narra cómo la pobreza de uno que solo come altramuces puede considerarse riqueza si la comparamos con la suerte de aquel que ingiere exclusivamente las cáscaras de los altramuces que el otro tira.
El pescado de temporada en agosto incluye palabras de una enorme continuidad en el tiempo y en el espacio. Las sardinas, por ejemplo, tienen tan persistente olor como nombre: no han conocido otra denominación en la historia del español que el de sardina, aunque en latín clásico se llamaban de otra forma: alec.
Otros peces de este tiempo varían en su nombre por costas, como se observa en las bases de datos terminológicas del español, con curiosos cambios y cruces: por ejemplo, a cierto pescado que saltaba encima del agua lo llamaban antiguamente pez caballo, hoy lo denominamos caballa pero se conoce como tonino (derivado del latín thunnus) en algunos puertos andaluces. A unos nombres u otros los atraviesa en su sentido literal en muchas de las costas mediterráneas un espeto. Ello supone clavarle a un latinismo una palabra germánica, ya que la palabra espeto deriva del idioma gótico, donde significaba asador. En las distintas lenguas de España esa forma ha dado lugar a palabras con el sentido de palo: espedo y espito en aragonés, espetón en castellano y también espiedo, que se usa en parte de la la América hispanohablante por ejemplo en la receta del pollo al espiedo (o spiedo o al espeto).
Frente a estas palabras asadas, están todas las voces que evocan a alimentos que consumimos congelados. Los cucuruchos nos llevan a los monasterios: las capas con capucha o cogulla (latín cuculla) dieron lugar al nombre del capirote de penitente, llamado también cucurucho, que empezó a aplicarse a cualquier papel doblado con esa forma de punta por abajo para meter productos.
Por su parte, los helados de crema nos transportan a Italia: tradicionalmente se llamaban en español napolitanos por el origen de su receta en el siglo XIX. Una voz plenamente italiana perdura aún en algunas zonas americanas (Ecuador, Chile, Argentina, Uruguay) para denominar al helado clásico de tres capas y sabores, lo que en el español europeo se ha llamado corte: cassata.
Y terminamos bebiendo. Del vino hemos sacado un par de clásicos veraniegos: el tinto de verano extrae su nombre del vino tinto, porque tinto es el participio que tuvo el verbo teñir en su forma pasiva latina (ten ojo y no lo confundas con tinto como nombre del café sin leche en Colombia, Venezuela y Ecuador); la sangría como agresivo procedimiento médico era común en la Edad Media pero como dulce bebida refrescante hecha a partir del vino se generalizó en el siglo XIX.
Además de comernos el primer mes de verano y medias vacaciones escolares, a estas alturas del año nos hemos tragado muchas de las comidas que nos acompañan típicamente en los meses cálidos. El verano nos ha traído también abanicos, ropa, palabras raras y algunos días de vacaciones. La que firma se las toma ahora.
La falsa leyenda de la horchata
Nuestros antepasados bebían hordiate (una bebida fría hecha con cebada) y avenate (esta se hacía con avena pelada); hoy bebemos horchata, usando una palabra de historia compleja cuyo principio se puede situar en el adjetivo latino hordeata (hecha con cebada). Los primeros diccionarios del español describían a la horchata con una receta algo diferente a la actual (así, el Diccionario de autoridades en el siglo XVIII decía que era «bebida que se hace de pepitas de melón y calabaza, con algunas almendras, todo machacado y exprimido con agua, y sazonado con azúcar»). Una leyenda extendida pero falsísima dice que la palabra horchata salió de cierta frase que dijo en el siglo XIII el rey Jaime I cuando probó esta bebida por primera vez; admirado, dijo a la mujer valenciana que se la dio a probar: «Això no és llet, això és or, xata» (¡esto no es leche, esto es oro, guapa!). La anécdota, tan repetida como increíble, puede pasar en términos periodísticos como la primera serpiente de verano de la historia.