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La Iglesia frente a la política

Conferencia del Cardenal Baltazar Porras

Conferencia del Cardenal Baltazar Porras

INSTITUTO DE ESTUDIOS SOCIAL CRISTIANOS
IESC SEMINARIO INTERNACIONAL: EL CRISTIANO FRENTE A LA POLÍTICA
Lima, 23-24 de agosto 2019

LA IGLESIA FRENTE A LA POLÍTICA

Cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo
Arzobispo Metropolitano de Mérida
Administrador Apostólico de Caracas

PREÁMBULO

Al agradecer la invitación a participar en este Seminario sobre el cristiano ante a la política con una reflexión sobre “la Iglesia frente a la política”, expreso en primer lugar que vengo como discípulo y no como maestro, parodiando a S. Agustín: “si para Uds. soy el obispo, con Uds. soy el cristiano…aquél es el oficio, éste la gracia…”, para compartir sobre un tema tan complejo, polémico y controvertido como el de la política; y más aún cuando se debate su relación con otras instituciones, generalmente descalificadas por quienes la ejercen como profesión, -máxime cuando detentan el poder-, pues consideran que la política es su coto cerrado.

Si se trata, además, de una institución religiosa, en este caso, la iglesia católica, la posibilidad de polémica es todavía mayor. ¡A título de qué la Iglesia se atreve a opinar o a intervenir en la esfera de lo público! Es corriente oír a políticos alabar la posición “honesta y cristiana” del cura que concuerda con sus actuaciones y objetivos y “si los curas critican al gobierno, que se quiten la sotana y se metan a un partido…”; Al Papa Francisco se le tilda de “comunista o capitalista”, según sea el interlocutor, o se le descalifica porque en “Laudato si” o en el Sínodo que ha convocado sobre la Amazonía, se “mete en materias que no son de su competencia”. Y esto lo podemos aplicar a muchos otros rubros. Hoy, más aún, se descalifica cualquier opinión de la Iglesia-institución ante los escándalos de abusos cometidos por altos clérigos o laicos connotados.


UNOS PREVIOS OBLIGADOS O CONVENIENTES

Al sentarme a encarar con “temor y temblor” (S. Pablo, Kierkegaard) el cometido asignado, con la conciencia de lo que antecede, no he podido sustraerme, por un viejo reflejo y un mínimo de responsabilidad, a recurrir a la historia, aunque sea elementalmente, buscando en ella la sabiduría de las experiencias, la enseñanza de las distinciones y la confianza en la unidad profunda de la voluntad de Dios y la libertad humana. Por eso revisé la “nota de síntesis y perspectivas” escrita por un prestigioso pensador católico del siglo pasado, a un Coloquio algo semejante al nuestro, recogida en las Actas del mismo, publicadas con el título significativo “Cristianos en política” , muy probablemente traducida al castellano en su momento, para, pese a la distancia temporal y cultural, encontrar algunas referencias, que considero valiosas, sobre la realidad permanente y cambiante de la política y de la relación de la fe, la Iglesia y los cristianos con ella.

Al mismo tiempo acudí a un testimonio del recientemente fallecido hermano en el episcopado, Cardenal Jaime Ortega, Arzobispo emérito de La Habana (Cuba) en relación a un diálogo entre él y el para ese momento Cardenal Bergoglio, horas antes de su elección como Papa Francisco, recogido en una obra suya en la que relata las incidencias de la mediación ejercida por el Papa, sirviéndose de los buenos oficios del Cardenal Ortega, para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos de América y Cuba .

Del primero, al cual me permito remitir para mayor fruto, me detengo en un par de elementos de clarificación conceptual, de atención a las exigencias de la cambiante realidad política, y de la consecuente novedad de la respuesta evangélica, cristiana, a la misma. En concreto y aunque en buena medida es un viejo patrimonio, cultural por una parte, y creyente por la otra; en particular desde el Concilio Vaticano II, se impone la distinción entre “lo, la y las” político(as)” para caracterizar lo público en contexto de autoridad, poder, administración, fuerza y violencia, y su específica relación con la persona, la sociedad y en particular el Estado. Y otro tanto vale para la distinción de las relaciones entre la fe, el Cristianismo, la Iglesia, la jerarquía, y los cristianos, individuales o asociados, y lo y la política. No hay ahí ni univocidad ni monolitismo.

En cuanto a la realidad cambiante de la política, cabría apuntar al destino de vigencia, auge y declive de la experiencia histórica de los partidos denominados “cristianos” o de “inspiración cristiana”, así como de lo que el autor, siguiendo los trabajos del Coloquio, denominó “nuevas orientaciones y dimensiones de lo político, su nueva significación y el nuevo abordaje cristiano” ante el mismo; sin olvidar los cambios producidos en las opciones cristianas, en sus motivaciones y en la reinterpretación de los acontecimientos, p. ej., antes “en nombre de la doctrina”; desde el Concilio, mayoritariamente como “signos de los tiempos”.

Del segundo, particularmente referido a la América Latina reciente, transcribo resumidamente un amplio párrafo, significativo a más de un título, para el trasfondo de nuestros trabajos. Relata el Cardenal Ortega: “Jorge, tú vas a ser Papa esta tarde, por eso quiero hablar contigo…de la Iglesia y de América Latina…Me preocupa la Iglesia en A.L. en estos tiempos de cambio” (nota: Marzo de 2013). “Nosotros los obispos latinoamericanos hubiéramos preferido quizás que esos cambios hubieran sido hechos por políticos cristianos, salidos de nuestras universidades católicas y conocedores de la Doctrina Social de la Iglesia. Pero no ha sido así:…en Venezuela, Brasil, Bolivia, Ecuador, y todos con una inspiración, mayor o menor, venida de la Revolución cubana…Y ante esa realidad veo a la Iglesia, en su jerarquía, perpleja, replegada, expectante y a veces muy crítica, como si temiera, quizás, una radicalización de esos procesos al punto que pudieran darse, en otros países del Sur, las tensiones y choques con la Iglesia que se produjeron en los inicios del proceso revolucionario cubano, y que fueron tan desfavorables para la Iglesia en Cuba…Pero la Historia no vuelve atrás, hoy ya no se da la misma situación de hace 60 años, vivimos en otro mundo multipolar, y me preocupa que algunos Pastores de la Iglesia no puedan reconocer los desafíos propios de este tiempo”.

El futuro Papa, hablando reflexivamente, respondió a mis inquietudes de manera pausada y serena: “Ante estos nuevos proyectos económicos y sociales, con los cambios que traen consigo, la Iglesia no puede permanecer como simple espectadora; tampoco debe afrontar la situación desde fuera con críticas excesivas. A estos procesos hay que acompañarlos desde dentro por medio del diálogo” (nota: la negrilla es mía) .

No es mi intención ni creo que fuese de mayor interés, el detenerme ante Uds. en la o las posibles interpretaciones de filosofía social, de antropología o de teología, de los textos mencionados tanto en su pertinencia intrínseca como en su valor referencial con respecto a las realidades a las que se dirigen, sean las más generales o las más específicas latinoamericanas, históricas o eclesiales. Por eso me limito a someterlas a su consideración, sea como criterios posibles sea como objeto de análisis e interpretación situacional.

Aprovecho sí la oportunidad y a título de excepciones, para una doble observación semántica que sé está en el ánimo de todos y por ello válida tal vez sólo para nuestros lectores posibles. Una primera trata de la ambivalencia -por no decir ambigüedad- que subyace tanto al título del seminario como al de esta ponencia con respecto al adverbio “frente”, de cuyo uso aquí hay que descartar toda referencia a “oposición o en pugna”, por lo que para reflejar mejor la actitud general con la que se pretende abordar nuestra temática, podría preferirse, -y no sólo como un matiz-, la expresión “ante”, que tiene en la actualidad, tanto ética como teológicamente, una connotación de libertad, de dignificación, de diálogo, de colaboración. 

La segunda se refiere a la precedencia analítica, sin exclusividad, que corresponde a “lo” político sobre “la” política, entendiendo al primero como la dimensión pública intrínseca a lo humano, en particular en su vertiente de antropología social; reservando el empleo de la segunda para la actividad institucional de regulación de la vida en común en términos de derecho y de administración al servicio del Bien Común. No obstante lo cual, esta segunda constituye el núcleo de nuestras reflexiones y propuestas. De la misma manera que al hablar de “Iglesia” nos referiremos a la comunidad histórica total de los fieles cristianos, si bien, según el contexto, su aplicación será más específica a la “institucionalidad jerárquica” tanto en su dimensión magisterial como de “gobierno de la comunidad”.


UNAS REFERENCIAS HISTÓRICAS


Teniendo en cuenta lo anterior, cabe señalar que la relación iglesia y política ha tenido a lo largo de la historia bimilenaria muchas lecturas. Jesús fue condenado a morir crucificado por sedicioso y contrario al César. El maridaje iglesia-estado surgido a raíz de la era constantiniana ha dado lugar a luces y sombras, y un mimetismo en el que, en general, lo eclesial ha quedado manipulado o maniatado al poder político (cfr. el “ius divinum”) si bien con las “sombras”, ideológicas u otras, de aquél (cfr. los análisis de pensadores como Ricoeur, St. Breton, y Metz) y la realidad de la Inquisición y de las Guerras de Religión. En América Latina nacimos a la fe bajo el Patronato Regio concordatario hispano en el que las autoridades civiles y eclesiásticas formaron parte esencial del engranaje imperial colonial. 

El poder “político” de los Papas opacó en muchas ocasiones su misión espiritual y fue cuna de conflictos permanentes con los emperadores y reyes europeos. La pérdida de los Estados Pontificios en la Italia decimonónica, con lo traumática que fue en su momento, ha sido, con todo, lo más saludable para la institución eclesiástica. 

En ocasión del ciento cincuenta aniversario de la unidad de Italia (1861-2011), el hoy difunto Cardenal Biffi escribió un pequeño y atrevido opúsculo, cuyo subtítulo lo dice todo: “contribución de un italiano cardenal a una revocación multiforme y problemática”. Uno de sus apartados se titula “¿el poder temporal o la libertad de la Iglesia?”. Allí afirma que “es un lugar común que la causa principal de la enemistad con la Iglesia haya sido el poder temporal de los Papas… (pero) es tiempo de reconocer que el nudo del problema no estaba allí…La razón primaria de la tensión no estaba en el principado terreno del obispo de Roma, -pesada herencia de la historia, que ha sido providencial haber sido superada-, sino en la voluntad de atentar contra la libertad de la Iglesia” (sobre todo a propósito de los nombramientos episcopales) . Es buena esta reflexión, contextualizada, para no quedarnos en la superficie de los problemas, o analizarlos exclusivamente desde la defensa a ultranza de posiciones preconcebidas.


PODER, POLÍTICA E IGLESIA

Me atrevo a afirmar que el meollo del problema que nos ocupa estriba en el concepto y ejercicio del poder, en su ejercicio concreto, aunque no exento de ambigüedades teóricas como ejemplifican aún hoy ciertas expresiones eclesiales (ej. para “la fe el poder es un servicio”). La ambivalencia del “poder” se relaciona con su doble vertiente: la básica, de expresión de racionalidad como capacidad de ordenar la vida en común de seres libres, en virtud de la “auctoritas”, y la de tentación de “desmesura” por la voluntad de dominio a través de la fuerza y la violencia.

En la edad moderna la tesis fundamental para plantear la relación iglesia-estado giró en torno a la tesis de las “dos sociedades perfectas”. Respondía, desde el pensamiento eclesiástico, a una eclesiología basada en el concepto de que todo poder viene de Dios, tanto el temporal como el espiritual, con primacía de este último. Cuestión no admitida sin más por el poder civil. Ante la necesidad de buscar acuerdos, surgió la diplomacia concordataria, pugna entre el control que quería ejercer el poder temporal sobre el eclesiástico, y de parte de este último, búsqueda de defender u obtener algunas prebendas o una libertad, la mayor posible, para los asuntos más delicados como los nombramientos episcopales, la creación de circunscripciones como las diócesis o parroquias, o el derecho a tener instituciones, principalmente en los campos de la educación y la salud. Esta praxis fue siempre tensa, cuando los intereses de alguna de las partes se sentían cercenados. Basta recordar los problemas surgidos en el siglo XVIII con los absolutismos reales o en el XIX, -y aún más acá-, el periodo republicano con la temática concordataria o la pretensión de “reducir” lo religioso al ámbito privado de la conciencia.

Pero, si nos fijamos bien, en estos escenarios, la relación se centraba en las “cúpulas” del poder de ambas instituciones. El miembro de a pie, el fiel cristiano bautizado no tenía ninguna figuración protagónica. Como ciudadano, podía gozar de los derechos que le conferían las leyes, y como cristiano tenía derecho, en el fuero interno, a pensar o actuar según su fe, pero sin valor añadido para su conducta pública. 

Es bueno tener esto en cuenta, porque cargamos un peso de siglos en cuanto al papel y la participación del fiel cristiano tanto al interno de la institución como de cara a la sociedad. Recordemos que hace menos de un siglo, al laico, en particular al asociado, se le definía como “partícipe” primero (Pío XI) y luego simple “colaborador” (Pío XII) en el “apostolado jerárquico de la Iglesia”. Y, en el caso de la mujer su papel era todavía más secundario. Volveremos sobre esto más adelante.


EL CAMBIO COPERNICANO A PARTIR DEL CONCILIO VATICANO II

Prefiero, por razones de tiempo, situar mi disertación en la posición de la Iglesia ante el poder a partir del Concilio Vaticano II. Ciertamente es importante conocer y tener presente el iter histórico del pensamiento católico en los últimos siglos. Pero, entre otras, opto por plantear estas palabras en el contexto latinoamericano y en los postulados del Papa Francisco sobre la materia.

El Vaticano II


La constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II tiene como trasfondo el planteamiento de la constitución Lumen Gentium, en el que se concibe a la Iglesia desde la raíz, desde la condición de Pueblo de Dios, con una única misión evangelizadora del conjunto eclesial; y al “mundo” como el ámbito propio y específico de la acción laical. Es una visión que privilegia la horizontal, pues el ser bautizado es lo que nos configura a todos con las mismas prerrogativas. La visión anterior, como “Corpus Mysticum Christi”, privilegiaba la visión vertical, según la cual era la jerarquía la que constituía el centro desde el que se construía la Iglesia.

Gaudium et spes dio un paso más. La Iglesia en el mundo actual comparte “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”, porque “son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1).

Más adelante, señala: “la igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor…toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino…aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa” (GS 29). 

Y al hablar de la comunidad política se afirma que “es evidente que la comunidad política y la autoridad pública se funden en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios…” (GS 74). Pero, “la Iglesia, por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana”…son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” (GS 76) .


En América Latina


Este mensaje conciliar encontró eco en América Latina. El documento de Medellín (1968) es fiel al Concilio Vaticano II y al pueblo pobre y religioso de América Latina. Su novedad está en no limitarse a repetir lo dicho en otros ambientes eclesiales: parte de la realidad, de la conciencia de cambio en América Latina, realismo ante la pobreza y el sordo clamor que sube del pueblo, y capacidad para discernir los signos de los tiempos a partir de la situación histórica actual de pobreza en América Latina .

“En Medellín se aprecia un discurso con sujeto social y adultez cristiana que lleva a los obispos a comprometerse a producir los cambios que demandaban a la sociedad. Por ello, pueden decir que “no basta reflexionar, lograr mayor clarividencia y hablar; es menester obrar. En este sentido, Medellín supuso el paso de una iglesia reflejo a una iglesia adulta, hoy convertida en iglesia fuente que dio origen a una nueva conciencia eclesial” .

Puebla, once años más tarde en 1979, reasume con nuevos acentos, -a la luz de la Evangelii nuntiandi-, las intuiciones de Medellín. Continuidad y novedad de Puebla como expresión de comunión eclesial, pueden resumirse en: primero, la línea teológico-pastoral de comunión y participación. Segundo, la vigencia de la evangelización como definitoria de la acción eclesial.. Tercero, la renovación de las raíces católicas en lo popular, (la densidad humana y teológica de la religiosidad popular), como núcleo del rescate de la memoria histórica de nuestros pueblos, antes y más allá, de la fragmentación de la Modernidad y la Ilustración. Cuarto, el contexto de secularización ya presente, pero diferente al de la sociedad liberal-burguesa en virtud de lo anterior, y la coexistencia de un pluralismo religioso de índole múltiple, así como de sus consecuencias en la comprensión y acción en la familia, la educación y los medios de comunicación.

Sin embargo, hubo dos aspectos transversales en el documento de Puebla, muy discutidos y debatidos en su momento, que se decantarían en el futuro, y a mi modo de ver, dieron pie a una reflexión fecunda y positiva, con amplias implicaciones políticas. En primer lugar, la asunción en el documento, de la visión histórica, como pueblos, de la realidad latinoamericana, ampliación de la visión de un presente sociológicamente analizado en términos de clases en pugna: a través de una rica experiencia histórica, llena de luces y de sombras. La misión de la Iglesia fue y es, su compromiso en la fe con el hombre latinoamericano: para su salvación eterna, su superación espiritual y plena realización humana (Puebla, 13). 

De cara a la participación del laico en la vida pública, Puebla reconoce “los esfuerzos realizados por muchos cristianos de América Latina para profundizar en la fe e iluminar con la Palabra de Dios las situaciones particularmente conflictivas de nuestros pueblos” (470). Y, más adelante, reafirma que “toda la comunidad cristiana es llamada a hacerse responsable de las opciones concretas y de su efectiva actuación para responder a las interpelaciones que las cambiantes circunstancias le presentan” (473).

Así pues, el tema del poder ligado a la realidad del conflicto no es ajeno a la consideración de Puebla. El poder, -señala el documento-, a causa del pecado corrompe a los hombres que lo ejercen abusando de los derechos de los demás, siendo esto más notorio en el ejercicio del poder político, “por tratarse del campo de las decisiones que determinan la organización global del bienestar temporal de la comunidad y por prestarse más fácilmente, no sólo a los abusos de los que detentan el poder, sino a la absolutización del poder mismo, apoyados en la fuerza pública” (500).

En su estela positiva, sin embargo, muy en consonancia con la reflexión final de la Nota mencionada anteriormente, aparecen dos temas de singular relieve, en aquel entonces y hoy aún más: el de la creatividad ligado al de la Creación en el contexto del problema ecológico, a partir de lo que el protagonismo de la libertad hecha racionalidad en la historia que es capaz de “inventar” para la humanización responsable de la misma; y el de la “esperanza” como expresión tanto de la confianza en las virtualidades de la acción como, cristianamente, el “radical descentramiento” ante los límites, léase, que lo definitivo es del orden de la “Gracia”, de lo que hay que esperar, más allá de todo “poder”.

La realización concreta del compromiso político corresponde a personas y grupos. La política partidista es el campo propio de los laicos y corresponde a ellos organizarlos con ideología y estrategia adecuadas para alcanzar sus legítimos fines (523-524). Texto, por cierto, en el que se da un reconocimiento explícito de que ni el cristiano ni la Iglesia tenemos por qué ser “subalternos” de la concepción marxista de la “ideología”, real, pero ni primera ni única.

Treinta años más tarde, la quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, Brasil (2007), retoma el tema de Reino de Dios, justicia social y caridad cristiana. La dignidad del ser humano está más allá de los estilos de ser y de vivir que propone la cultura actual y son contrarios a la naturaleza y dignidad de las personas. Dentro de esta preocupación por la dignidad humana, está la angustia por los pobres y excluidos como opción preferencial de la iglesia latinoamericana y caribeña. Esta nueva realidad exige promover caminos eclesiales más efectivos, lo que se llamó entonces la necesidad de “conversión pastoral”, es decir, de evaluar, corregir y roturar nuevas iniciativas (Aparecida 380-405). En el contexto de servicio fraterno a una vida digna se sitúa la invitación a suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes (358).

Vemos, pues que en la argumentación y praxis latinoamericanas después del Concilio, se recalca con mayor énfasis, que cuando se habla de Iglesia, el primer connotado es el bautizado, el discípulo misionero, en salida al encuentro de las periferias existenciales. Y estas últimas constituyen el centro desde donde se debe construir todo el aparato social y no desde los centros clásicos de poder, al margen y ampliamente en contra de los intereses, expectativas y sueños de las mayorías pobres y excluidas. Estos escenarios son la plataforma permanente del compromiso integral del creyente por una sociedad más justa y fraterna.


¿DOS HISTORIAS?

Los argumentos que tradicionalmente se han esgrimido para descalificar la “intromisión” de lo cristiano en lo político surgen de una lectura errónea, -y muchas veces “interesada”-, tanto de la política como de la fe. La ética cristiana se “ocupa”, -y no sólo se “preocupa”-, de lo social porque la historia concreta del ser humano se expresa en su propio mundo y es parte del camino de la salvación. “No son dos historias distintas sino una y única historia universal de salvación. La historia de la salvación es parte de la historia universal, con la particularidad de que en ella se da la interpretación del carácter salvífico de la historia humana” . No es algo optativo, objeto de “libre albedrío”; es mucho más y anterior: es de orden teologal.

La reflexión y la praxis latinoamericanas han sido fecundas en este campo y no exentas de contradicciones. Tanto el magisterio episcopal del subcontinente como la reflexión filosófica, teológica y social han producido abundante material y no pocas iniciativas. La política no es una proclamación de grandes fines deseables, sino el arte y la ciencia de lograr, por la “actio” y la “passio”, metas comunes, en las condiciones de posibilidad de una determinada sociedad, en un tiempo histórico concreto.

Así, el P. Scannone sintetizaba la acción social y lo ético social “como la infraestructura fundante de lo político, de modo que lo político y lo público no se identifiquen sin más con lo estatal o con el gobierno y la relación mando-obediencia”. “A ello se une una concepción comunicativa, democrática y social del poder y de la autoridad pública”. “La acción política misma podrá dar pasos eficaces para ir transformando la realidad histórica en más integralmente humana” .

No hay duda que el paso de la Modernidad a la Postmodernidad, de la sociedad rural e industrial a la postindustrial, comunicacional y transnacional de la economía globalizada, implica un cambio en los modos de organización del trabajo y de la sociedad que afecta a la vida política de las sociedades.. En este sustrato movedizo no es sencillo encontrar un piso rocoso que le dé sostén a los principios y a la actuación del cristiano, individual u organizadamente en la política, sea en sentido “lato” o “stricto sensu” como disputa por el poder en aras del bien común, y que la Iglesia tenga el tino de adecuar una iluminación doctrinal, -derecho de los fieles y deber del Magisterio-, acorde con las nuevas circunstancias. 

El Dr. Ramón J. Velásquez, agudo historiador venezolano, nos recuerda que “no siempre evolucionan paralelamente sucesos históricos, hechos socio-económicos y pensamiento político. La exposición doctrinaria suele preceder al hecho. La consideración que prestamos a los tres factores reseñados facilita la interpretación de nuestro pasado. Por no haber sido estimados conjuntamente estos elementos, resultan inexplicables muchos capítulos de nuestros anales” . Hoy en día, no obstante, la realidad plantea desafíos inéditos a una doctrina que a menudo se acostumbró a “vivir de las rentas” más que a exponerse al “hoy” de la libertad, en principio, para el creyente, “hoy de Dios”. 

El desafío que nos toca como hijos de la ciudad terrena y de la ciudad de Dios es construir los puentes que permitan ser esperanza en el mundo de hoy. Al Papa San Pablo VI le correspondió en fidelidad al Vaticano II dejarnos en Populorum Progressio (1975) una encíclica programática de las intuiciones conciliares. En esta misma línea se había situado el Sínodo de 1971 sobre la justicia en el mundo y la misión de la Iglesia. San Juan Pablo II en un contexto mundial de bloques enfrentados nos legó en Sollicitudo rei socialis (1987) el auténtico desarrollo humano como cuestión ética y teológica, el debate con las ideologías y el desarrollo humano a la solidaridad. En esta misma encíclica y en Centesimus annus, el tema ecológico se hizo presente.

Benedicto XVI, el Papa teólogo, se acercó al desarrollo humano en Caritas in veritate (2009), como una relectura de Populorum Progressio. El desarrollo como vocación a la libertad, a la verdad y a la caridad. Es valioso su aporte al ver cómo la teología ilumina a la antropología, como don y racionalidad, y se refiere también al medio ambiente como exigencia moral relacionada con el desarrollo humano. 

De una célebre cita, en el fondo de muy acendrada estirpe cristiana de que la “Iglesia no está en el mundo para poner o quitar gobiernos, sino para cambiar los corazones”, lo mismo que de la mencionada respuesta del para entonces aún Cardenal Bergoglio acerca del valor fundamental del diálogo en la vida política, se ha pretendido extraer una contradicción radical o al menos una oposición fundamental a un núcleo esencial del ejercicio cristiano de la política como prosecución y lucha por la conquista del poder en aras del Bien Común. Esto requiere de una “prudente y profética” simbiosis entre discernimiento de fines y medios por un lado, y, por el otro, autenticidad responsable y humilde en el cultivo de las motivaciones, la capacidad de actuar eficazmente y la disposición a la conversión ante la finitud, el mal y el pecado. No está de más, incorporar en el discernimiento los efectos de la “revolución de la información”  en el manejo de una realidad muy manipulada por los intereses de las partes con consecuencias inusitadas en el imaginario de la gente y en la asunción de las mismas de parte de los políticos.

En el epígrafe siguiente nos detendremos con más detalle en el aporte del Papa Francisco: una Iglesia en salida que se compromete con el desarrollo humano.


A QUÉ NOS LLAMA EL PAPA FRANCISCO EN LA RELACIÓN IGLESIA Y POLÍTICA

El Papa Francisco no ha hecho un desarrollo sistemático del tema social ni del político, pero todo su magisterio y sus signos no se entienden sin tener en cuenta su preocupación por los pobres y excluidos y por su convicción y empeño en la lucha contra la injusticia.

En el presente, la relación entre poder, política e Iglesia cobra mayor relevancia por la postura promovida y liderada por él sobre la renovación de las estructuras de la Iglesia católica. Detrás de las críticas a sus gestos, palabras o acciones, se esconde una lucha clerical por mantener el poder, ¿cuál en el fondo?, en manos de un sector que pretende continuar dirigiendo a toda la comunidad católica. 

La postura del Pontífice es la del respeto a la opinión de los que no piensan como él, fiel a su talante abierto al pluralismo eclesial. Sin embargo, el propio Papa nos recuerda que la crítica ha de ser fiel a la verdad, a la buena nueva, el Evangelio de Jesucristo y a su opción por los que sufren y los pobres. No se trata únicamente de un problema intraeclesial, afecta también al compromiso de los bautizados en lo social y lo político.

Este pensamiento lo amplía en su preocupación por la “casa común”, relacionada estrechamente con la pobreza. Los textos fundamentales son Evangelii Gaudium EG (2013) Y Laudato Si LS (2015), aunque haremos referencia a otros textos suyos y al enraizamiento en su pensamiento latinoamericano; con las lógicas consecuencias para quienes se sienten motivados a su compromiso político desde los postulados de la doctrina social de la Iglesia, con una clara y urgente actualización desde los énfasis que propone el Papa Francisco.

En EG el Papa no quiso que faltara desarrollar la dimensión social del anuncio del Evangelio para que no parezca que lo social (y lo político) es algo secundario o prescindible. En efecto, es imposible reducir la vida cristiana a una relación  intimista, a-histórica, con el Señor. “Se trata de amar a Dios, que quiere reinar en el mundo, y en la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales” .

De cara al compromiso político, la moral social se impone una revisión profunda del cuadro de virtudes morales (las “excelencias” griegas), a fin de ordenarlas de cara a la vida personal, la vida social y la vida eclesial. Se requiere, pues, un reordenamiento del cuadro tradicional de dichas virtudes morales o cardinales , en el que ha de brillar con luz propia la virtud de “la honradez” y darle un tratamiento autónomo. La ineludible honradez, la tragedia de la corrupción y la necesidad de una economía alternativa, con las facilidades que proporciona la tecnología, están a la orden del día en el mundo político y empresarial, ante la escalada y descubrimiento público de numerosos casos que enlodan ampliamente a su dirigencia y generan desconfianza y falta de credibilidad en la gente. 

En concreto: “Es perentoria la renovación evangélica de la propuesta moral cristiana si se quiere tener una moral vinculada a la genuina espiritualidad cristiana y si el cristianismo quiere ser significativo en el mundo actual”. “Es necesario colmar la carencia de reflexión ética sobre una actitud de tanta trascendencia como es la honradez. Esa nueva jerarquización estará guiada por una comprensión holística de la persona, por un talante positivo y por una opción de mirar la realidad desde el otro. A la luz de estos criterios es fácil señalar como actitudes o virtudes básicas: la veracidad, la honradez y el servicio. Una tríada, -y no la clásica cuadriga- de virtudes morales en la que es imprescindible la actitud de la honradez” . Todo ello en cuanto marco “subjetivo” no afecta el peso específico, como constitutivas de lo público institucional de las virtudes de la justicia y del amor, así como del valor de la libertad en la estructura de la política, ilustrando así la íntima relación en la vida de los pueblos, entre lo económico, lo social y lo político.

La primera intuición del pensamiento de Francisco de cara al compromiso socio-político pasa por la “centralidad de los pobres”. La inclusión/exclusión de los pobres supone atacar las causas estructurales de la pobreza, empresa imposible si no es “renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera” (EG 202). No basta el asistencialismo. Urge una política económica orientada a un crecimiento en equidad, que es más que el crecimiento económico, a “una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo” (EG 204) . 

Ustedes conocen mejor que yo, que en la relación con lo “económico” ha residido uno de los principales “talones de Aquiles” de toda clásica acción política de los cristianos, como individuos y sobre todo como partidos de definición o inspiración, social o demócrata cristiana. 

Estos postulados no son simple teoría. En el viaje del Papa Francisco al Perú en enero del 2018, su visita marcó una serie de desafíos sociales que “se enmarcan dentro del proceso evangelizador y de la doctrina social de la Iglesia, en su dinámica propia a través de la historia y la aplica a nuestro contexto nacional”, tal como lo afirmó el Cardenal Pedro Barreto.

Una segunda intuición del Papa Francisco la encontramos desplegada en Laudato Si. Tampoco se trata de una encíclica social, pero su lectura incorpora de forma irreversible, el adjetivo sostenible: “desarrollo humano integral y sostenible”. En la base de todas las propuestas de LS está: “hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49).

De nuevo, en la base del problema ecológico, como su verdadera causa, está la pobreza. De allí, la ecología integral como respuesta. Se incorporan las dimensiones humanas y sociales. Cuestiona Francisco una cierta concepción del desarrollo como disponibilidad ilimitada de recursos, y postula, sobre todo, que sea un desarrollo que alcance a todos especialmente a los más pobres y excluidos . Sin olvidar la intrínseca relación de lo anterior con la “vida” tanto como supervivencia natural y biológica como con sus dimensiones de vida social en convivencia pacífica, lo que implica a la política, y de “vida buena”, de aspiración humana a la felicidad como destinación trascendente, lo que apunta al universo ético y, cristianamente, al religioso. 

La originalidad, mejor, la exigencia concreta del pensamiento del Papa Francisco para que el creyente se ocupe de la íntima conexión entre iglesia y política, estriba en la urgencia que nace de la fe y de la realidad que interpela al mundo desde el drama de la pobreza y la exclusión.

En conclusión, la doctrina social de la Iglesia clarifica ante los sistemas “ideológicos” del liberalismo y el socialismo, -como todo “ismo”, signo de “desmesura”-, que la persona es sujeto, centro y fin del desarrollo humano integral y sostenible.

Es, además, un derecho de las personas y de los pueblos. Supone que la persona es eso, el “centro y sujeto” que tiene que asumir la iniciativa de su propio desarrollo. No sólo orienta los esfuerzos de los pueblos poco desarrollados, sino que cuestiona el modelo de las sociedades ricas y opulentas.

“Para la Iglesia el compromiso por un desarrollo humano, integral y solidario forma parte de su misión evangelizadora. Y lo tiene que hacer realidad: con su doctrina sobre el ser humano y sus posibilidades, con su implicación en la lucha por un mundo más justo, con su búsqueda de reformas estructurales para erradicar las causas de la injusticia, con su espiritualidad y su testimonio, y siempre con una atención preferencial por los pobres y excluidos” .


CONVERSIÓN Y CLERICALISMO

Otra de las exigencias permanentes del magisterio del Papa Francisco ha sido su machacona insistencia en “asumir la realidad de hoy”, muy distinta a la de otros tiempos aun cercanos. Hace falta lo que él ha llamado la conversión, a lo cual he aludido más de una vez en esta charla. Es decir, es necesario cambiar. ¿Por qué?, porque hace falta un profundo análisis realista que pasa por “evitar diversas formas de ocultar la realidad” (EG 231), e instrumentar medidas eficaces para corregir esas realidades que se ocultan por criticables, pero que generan desconfianza y pérdida de autoridad moral a la Iglesia. En mi opinión, la posición más abierta como la de Francisco al enfrentar los casos de Sodomía es valiente y trasparente, aun cuando los enemigos de la iglesia intentan manipularla; en el mediano y largo plazo, tendrán efectos positivos si se toman decisiones ejemplares, salvaguardando los elementos del arrepentimiento y el perdón que han sido conceptos claves para la iglesia.

Este análisis toca a la Iglesia del momento presente con sus virtudes, carencias y defectos, con sus esquemas heredados, sus insuficiencias pastorales y hasta sus contradicciones flagrantes, de acción y omisión, con el plan y el mandato de su Señor para ella; así como a la sociedad y mundo actuales para quienes ha de resonar la novedad de la oferta cristiana de la misericordia y la alegría del evangelio. Y, así, mostrarles un rostro más samaritano, diaconal y martirial. De allí el asumir las categorías del “discernimiento” y el “encuentro”, tan caras a la espiritualidad jesuítica, en el marco de los cuatro principios de renovación que propone en EG (217-237): el tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto, la realidad es más importante que la idea y, el todo es superior a la parte .

El llamado a la conversión va de la mano con huir o superar el “clericalismo” que es uno de los males de la Iglesia: es “un mal cómplice, porque a los sacerdotes les agrada la tentación de clericalizar a los laicos; pero muchos laicos, de rodillas, piden ser clericalizados, porque es más cómodo, ¡es más cómodo! ¡Y este es un pecado de ambas partes! Debemos vencer esta tentación. El laico debe ser laico, bautizado, tiene la fuerza que viene de su bautismo. Servidor, pero con su vocación laical, y esto no se vende, no se negocia, no se es cómplice del otro…” . Ser laico en la política no es ser, sin más, un ejecutor de las directrices u orientaciones de la doctrina social de la Iglesia o incluso de la lucidez o la buena voluntad de los Pastores. Es mucho más: ser protagonista, creativo e innovador, con la pasión por la verdad y el bien, la belleza y la fraternidad.

ALGUNAS PISTAS OPERATIVAS

1.- “Lo político es autónomo” , si bien no de forma absoluta. Es una dimensión original e irreductible de la realidad, vale decir, tiene su propia lógica y es el campo específico de la acción libre del ciudadano y del creyente. Por tanto, la iluminación y exigencias parten en primer lugar, de la propia realidad concreta y no sólo de la iluminación de la doctrina social de la Iglesia. Es un movimiento ambivalente. Por tanto, toca al laico presentar y analizar las características propias de la lógica política, en su doble dimensión: de distancia crítica en nombre del Evangelio, y de propuestas positivas sobre motivaciones, actitudes, ideas, orientaciones, iniciativas. Pienso que este punto es todavía en buena medida una asignatura pendiente.

2.- Cabe preguntarse “el porqué del declive de los partidos democratacristianos” en nuestro continente. ¿No pudieron superar las tentaciones propias de quienes ejercen el poder, dejando de lado la especificidad tanto del honesto ejercicio del poder como los principios éticos humanocristianos?; o, ¿la etiqueta ético-cristiana no tiene cabida en una sociedad secularizada?; o, ¿no se ha puesto al día con las nuevas exigencias tanto de la realidad económica globalizada o de los nuevos desafíos tecnológicos, comunicacionales, bio-éticos así como como de los nuevos acentos del compromiso por los pobres?; o, ¿el tema de la honestidad y la verdad, ante la plaga de la corrupción, se ha conformado con respuestas tímidas o cosméticas?; ¿o tiene que ver con un sentido “exclusivista” de “etiqueta” como asociada políticamente sólo a “partidos” y no a otras formaciones de la sociedad, y como cristianamente sólo a una expresión del mensaje evangélico o de la doctrina social en ámbitos que permiten y demandan aportes creativos propios de la responsabilidad laical en el mundo?; o,…¿…?

3.- En efecto, ante la crisis que afecta hoy en día a los partidos políticos en general, es muy conveniente “ver las raíces” de este fenómeno, e intentar ofrecer alternativas desde la convicción de la profesión y vocación política como valedera y necesaria. Urge elaborar una escala o jerarquía de verdades y procedimientos para establecer un nuevo modelo de vida, de pensamiento y de acción edificado en la compasión, la misericordia y la caridad. Obras son amores y no buenas razones. 

Nada de esto es ajeno a la política y menos a una política de raigambre e inspiración cristiana. Y es que como ya se clarificó a mediados del siglo pasado “frente”, -ahora sí-, a concepciones y prácticas que pretendieron cubrirse con el manto cristiano y la bendición eclesiástica: “lo político está en todo, pero no lo es todo”. La compasión consiste en hacerse cargo del sufrimiento y expectativas de los demás, y la misericordia significa dejar entrar en el corazón las dificultades y miserias de los demás. El estilo de vida de los políticos, llenos de privilegios y prebendas, no se corrige o solapa con un lenguaje populista y con acciones clientelares. Más allá de los discursos está el lenguaje de los gestos que exige autenticidad y no privilegios que distancian a la dirigencia de la pobreza real de las mayorías, generando desconfianzas y faltas de credibilidad.

4.- La exigencia de “salir a las periferias”, tan trillada por el Papa Francisco es tarea que postula un cambio de actitudes y estructuras, y de responsabilidad individual y colectiva de los miembros que hacen de la política su profesión y su tarea principal. El cálculo político privilegia, pone en el centro, el estar bien con quienes controlan la economía y la comunicación; se miden las acciones por el éxito en la obtención de votos más que en la solución real de la promoción equitativa de los excluidos, de los descartados. 

5.- En una sociedad globalizada, mundializada, en la que se imponen ciertos postulados que “atentan contra la dignidad humana” o el sentido integral de la vida, parece más fácil plegarse a estas exigencias que intentar nuevos modelos de convivencia y de protagonismo social que convierta a las personas en sujetos y no en meros seguidores de consignas. Este es un compromiso muy serio porque algunas de las instancias internacionales van imponiendo poco a poco, directrices que atentan contra el sentido más genuino de la dignidad humana y de la libertad. No se trata de respuestas apologéticas sino de alternativas más humanas y respetuosas de los más débiles. 

6.- Me parecen interesantes “las mesas de trabajo programadas” para este encuentro: las experiencias y desafíos de los cristianos frente a la política; las migraciones forzadas; orden social y familia; y desafíos de las instituciones democráticas y populismos. Sin embargo, echo de menos el tema de “la formación”. No se nace ni ciudadano, ni cristiano, ni político. Asumir la vocación política exige una “espiritualidad”, un itinerario, una manera de ver y asumir la realidad con autenticidad y con coraje: eliminar las barreras que nos separan de los demás exige un aprendizaje y el recorrido de un camino plagado de espinas pero también de hondas satisfacciones. En palabras del Papa es necesario regresar al evangelio: cómo darle nueva lectura al Sermón de la Montaña (Mt. 5-7), a las bienaventuranzas como horizonte utópico; y a la actitud samaritana y misericordiosa, que potencie el compromiso político auténtico. Este itinerario formativo, es también una tarea a asumir desde arriba (la dirigencia actual) y desde abajo (la comunidad entera y los que se sienten llamados a asumir el rol de políticos).


Concluyo. Se requiere que todos despleguemos una mirada lúcida al mundo y al contexto en que nos toca vivir. No tenemos respuestas ni recetas. La fe, en efecto, no ofrece recetarios, pero sí una “memoria” que habla de “fidelidad creadora” (G. Marcel) y una “esperanza” que orienta a un “futuro absoluto” (K. Rahner) que impiden toda “clausura” y desesperación intramundanas; ambas hay que formarlas. Hay que caminar asumiendo riesgos. Se impone un discernimiento que nos dé las claves que nos ayuden a saber qué quiere el mundo de hoy de nosotros y qué quiere Dios de nosotros en este nuevo milenio . 

“Hay que restituir la dignidad al valor del compromiso político como dimensión de lo humano y como modalidad de la contribución al discernimiento de los intereses comunes. Es necesario reproducir con mayor convicción, la prioridad por la cual valga la pena luchar en cuanto ciudadanos, buscando el consenso también de personas que no pertenezcan a la Iglesia” . 

Muchas gracias.

 

 

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