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Liderazgos divididos y divisores

Es bien sabido que en política – quizá más que en otra esfera de acción humana – el temperamento de sus protagonistas es fundamental. Ello nos ilumina la trayectoria de un demócrata como Churchill, o de un tirano totalitario como Castro. Lamentablemente, hoy en día los temperamentos de la actual generación política no son precisamente esperanzadores, como declara recientemente Felipe González; hay en todo el mundo un apogeo de liderazgos personalistas, centrados en un líder que más que unir busca dividir, no solo su sociedad, incluso su propio movimiento político.

En casi todo país, en su historia, hay algún héroe político, normalmente aunque no siempre de origen civil, que es recordado por haber dado un aporte decisivo a la construcción de la nación democrática. Por citar algunos europeos: Konrad Adenauer y Ludwig Erhard en Alemania, Charles De Gaulle en Francia, o los fundadores de la moderna Italia de la posguerra, encabezados por Alcide de Gásperi; obviamente Winston Churchill en el Reino Unido. En América Latina podrían mencionarse al venezolano Rómulo Betancourt, al mexicano Lázaro Cárdenas, al chileno Eduardo Frei Montalva, al costarricense Pepe Figueres, al peruano Haya de la Torre. Todos ellos tenían una idea de país, una visión de la sociedad, construyeron grandes movimientos populares y en la mayoría de los casos buscaron unir, más que dividir.

Los aspirantes a líderes políticos de hoy no construyen grandes movimientos centrados en ideas claras y en visiones de país, sino agrupaciones personalistas centradas en análisis de coyuntura, y que durarán lo que duren las trayectorias políticas de sus fundadores. Su temperamento es más narcisista que democrático.

¿Qué tiene en común el liderazgo actual? Su alergia al diálogo realmente democrático, y su reiterada negativa a la construcción de alianzas y coaliciones en torno a un proyecto político nacional que no se agote en un periodo de gobierno. Pasa en Colombia y en España, en México y en toda Centroamérica, en Chile, Argentina, Uruguay, Perú, Brasil; en toda Europa Occidental (con la excepción de Alemania, donde los dos grandes partidos históricos desde la posguerra, los democristianos y socialdemócratas, tienen años en coalición de gobierno).

Ello a pesar de que la situación actual, ante los problemas de sociedades cada vez más complejas, nos enfrenta a riesgos y retos nuevos y graves, insistiendo -en el caso latinoamericano- en la amenaza que significan los viejos y nuevos socialismos, perfectamente entendidos entre sí; el que proviene de La Habana, se continúa en Caracas, con sucursales en Managua y La Paz, y que ha recibido el apoyo más que tácito de una socialdemocracia incapaz de superar sus fantasmas antidemocráticos expresados en la adoración en el altar castrista y de un ciego anti-norteamericanismo. En esas aguas beben los Frentes Amplios de Chile y Uruguay, la antigua guerrilla salvadoreña, la izquierda colombiana, el PT brasileño y el kirchnerismo argentino.

Mientras, las iras ciudadanas frecuentemente se expresan contra una institución política democrática esencial, el partido político. Eso sí, hay que reconocer que tales organizaciones tienen mucha culpa de sus penas y sinsabores actuales.

Pero por mucha responsabilidad que tengan los partidos y sus dirigentes, es claro que la solución no está en barrerlos y sustituirlos por personalidades de fuera de la política que aterrizan en paracaídas de demagogia pura. Recientemente Ucrania eligió como presidente a un famoso (en su país) actor de TV; evidentemente los electores ucranianos no sabían cómo les fue a los guatemaltecos con su presidente también actor, Jimmy Morales, quien abandonó la presidencia cubierto de denuncias de corrupción. El nuevo presidente salvadoreño, Nayib Bukele, fue expulsado del Farabundo Martí y fundó su propio partido solo seis meses antes de las elecciones. Polonia, Hungría, Turquía, Italia, son todos países europeos con liderazgos surgidos del rechazo de la política tradicional y que solo han empeorado la situación. ¿Qué decir del partido de gobierno en Rusia? que es sencillamente, el partido de Vladimir Putin y de nadie más. Y el que se preocupe por la llegada a Primer Ministro en el Reino Unido del inefable Boris Johnson, no puede tranquilizarse a sabiendas de que su alternativa es un fan chavista, el exótico Jeremy Corbyn.

Mención especialísima es la “presidencia imperial” de Donald Trump. Y dentro de sus muchas acciones, destaca sin duda el daño que está causando al partido Republicano.

Casi todos los mencionados en los dos párrafos anteriores tienen en común el rechazo a todo diálogo interno, a la convivencia con otros liderazgos en su partido. Como ocurre, por cierto, en España, en todos los grandes partidos. En el PSOE Pedro Sánchez es más un califa medieval que un Secretario General; ni Felipe González gozó jamás del indiscutido poder del actual jefe socialista. Pablo Casado del PP no se queda atrás, y el jefe de Podemos, Pablo Iglesias, ha llegado incluso a poner como número dos del partido a su esposa.

El analista conservador norteamericano Michael Gerson ha hecho una muy pertinente pregunta ante la actual situación en su país: “¿qué pasa si un narcisista que se cree el centro del universo llega precisamente al centro del universo? Ya estamos viendo lo que pasa. Todo el aparato de un partido político, incluyendo su rama legislativa, está ahora dedicado a la defensa de los salvajes deseos de un hombre”.

 

Y es que el tema desborda el análisis político, e incluye necesariamente el psicológico. En 2015 el psiquiatra norteamericano Jerrold Post publicó un libro llamado “Narcisismo y Política, sueños de gloria” en el que discute este fenómeno, especialmente la inseguridad psicológica subyacente en el líder político que se aferra al poder y tiene la psicosis constante de que será despojado del trono por los pretendientes al mismo. Para él, el problema está más extendido que nunca; en el pasado se asociaba sobre todo con dictadores y con caudillos destacados, hoy ¿cómo impedir su extensión en una sociedad con un ego potenciado por las redes sociales (como Facebook o Instagram)? Un dato: el índice “Narcissistic Personality Inventory” , medido entre estudiantes universitarios norteamericanos, ha crecido más del doble entre 2002 y 2007 que en todas las décadas entre 1982 y 2006”.

Volviendo a la política: la meritocracia, el esfuerzo, el rigor, el trabajo común, están siendo aplastados por el surgimiento de un ejército de líderes mediocres que entienden la política como su nuevo terreno de triunfo personal; y con aspiraciones del tamaño de sus egos. ¿Hay acaso excepciones? En nota próxima responderemos esa pregunta.

 

 

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