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Pérez-Reverte publica un ‘Cantar del Mio Cid’ lleno de apaches

El Cid de Pérez-Reverte es la reducción del personaje estatuario a la minucia de la hoguera a resguardo y la errancia. El «polvo, sudor y hierro» machadiano es explicado de tal forma que del jinete sabemos cuánto le duelen las escoceduras provocadas por el roce con la silla o cómo entumece el frío nocturno que sucede al calor atroz de la estepa castellana. Hasta añoranzas eróticas lo visitan cuando está a solas. Mastica una cecina seca de la que es fácil suponer que no hay diente que la desgarre.

El Cid del destierro es un ronin, una espada con tarifa de alquiler. La mesnada, contenida por la disciplina y por la fe ciega en quien manda -«Os estaré mirando», les dice el Cid antes de entrar en batalla, y eso basta-, parece degradarse hacia el bandidaje, como a menudo ocurre con los derrotados que permanecen juntos, aunque viene de vivir grandes hechos de los que ponen y quitan reyes. Algunos históricos, como el sitio de Zamora y el asesinato a traición de Sancho. Otros legendarios, como probablemente lo es la Jura de Santa Gadea. Estos hechos, entreverados en el recuerdo con la suciedad cotidiana y la codicia de botín de los vagabundos en armas, concede a esa partida una dimensión histórica que hace aún más dramática su caída en desgracia y de la que carecen los centauros de John Ford a los que aludió Pérez-Reverte cuando anunció que con el Cid iba a hacer un western.

En ‘Sidi’, Pérez-Reverte comprende las semejanzas entre dos Fronteras, la americana y la española durante la Reconquista. Igual de inestables y de peligrosas. Partiendo de esa certeza, su Cid no es el matamoros hecho estatua de la hagiografía histórica, sino un personaje que casi podría confundirse con el Ethan Edwards de John Ford JEOSM

Ahí es donde surge el verdadero gran personaje de este libro: la Frontera. En concreto, la frontera del Duero, un falso limes poroso, inestable, donde los idiomas se mezclan y bastardean, donde el enemigo de un día es el aliado del siguiente, donde los cristianos también se matan entre sí a veces al servicio de una taifa y nada se corresponde con la visión maniquea de la Reconquista. Como en la Frontera americana, la vanguardia cristiana la conforman ínfimos castillos de roca que son como los fuertes de la caballería. Y granjeros, pioneros dispuestos a buscar una vida en un lugar peligroso, al que no llegan la autoridad ni la ley, y donde son trofeos de caza de las partidas de saqueadores, las aceifas.

Convertido en personaje de western, el Cid palpa boñigas para comprobar a qué distancia están los perseguidos y habla de los moros como si fueran apaches. Igual de invisibles, igual de temibles cuando se abaten sobre una granja, un villorrio o un monasterio y todo lo llenan de muerte escatológica. Aunque luego surge la pista histórica, el trasfondo. Como cuando el Cid, al reconocer el uniforme y los tatuajes de un muerto, se sorprende de ver tan al norte ya a los almorávides, las tribus rigoristas, yihadistas, que pasaron de África para aprovechar la relativa flojedad andalusí después de la fragmentación en taifas.

Más allá de su particularidad argumental, ésta es otra de esas novelas en las que Pérez-Reverte filtra sus propias heridas internas de guerra. Un ballestero de Castilla es un recurso para acordarse de un francotirador de Sarajevo. La obsesión por contar los olores, los de la muerte y los de la soldadesca, es propia de quien lleva los de la guerra adheridos a la memoria. De igual forma que parece ser el mismo enjambre de moscas el que lleva acudiendo desde hace miles de años a alimentarse de unas tripas abiertas, que son siempre las mismas tripas abiertas. Mezclados en el autor el investigador y el reportero, el resultado es un trabajo de periodista empotrado en las huestes del destierro que justifican al Cid su Cantar. Y donde los hechos preludian la apoteosis levantina de un representante de esa nobleza baja española que todo lo tenía aún por hacer y lo hacía con la espada. Y que, medio milenio después, saltó a América porque aquí se le habían acabado las fronteras.

 

 

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