Elecciones en Bolivia, Argentina y Uruguay: un balance preliminar ante el fin del trienio electoral latinoamericano (2017-2019)
Tema
Las elecciones del próximo octubre en Bolivia, Uruguay y Argentina cierran el actual trienio electoral latinoamericano (2017-2019), durante el cual 15 de los 19 países de la región habrán celebrado comicios presidenciales y otros dos (Cuba y Perú) han cambiado de jefe de Estado, transformando profundamente el panorama y los equilibrios políticos regionales.
Resumen
Al arrancar este trienio electoral en América Latina (abril de 2017 en Ecuador), la tendencia indicaba que la región se aprestaba a confirmar un cambio de ciclo, caracterizado por el “giro a la derecha” que venía produciéndose desde 2015. Tras tres años consecutivos de citas electorales y a falta de completar las últimas elecciones del período (Bolivia, Uruguay y Argentina), todo apunta a que ellas ratificarán sus dos características principales: (1) la mayoría de los comicios se convirtieron en un voto de castigo al oficialismo; y (2) la heterogeneidad ha prevalecido sobre un teórico y uniforme “giro a la derecha”.
Análisis
Las elecciones del próximo octubre en Bolivia (día 20), Uruguay y Argentina (27) cierran un intenso trienio electoral en América Latina, durante el cual 15 de los 19 países de la región habrán celebrado comicios presidenciales y otros dos (Cuba y Perú) han cambiado de jefe de Estado. Estas tres nuevas citas cobran especial relevancia porque permitirán hacer un balance definitivo del período y de las características generales y particulares de estos comicios.
Al comienzo de esta fase electoral (abril de 2017, elecciones presidenciales en Ecuador) la región parecía encaminada a confirmar un cambio de ciclo, el “giro a la derecha”, que habría comenzado en 2015. Sin embargo, tras tres años consecutivos de citas electorales América Latina no sólo no ha girado a la derecha sino que se ha hecho más heterogénea y la ciudadanía ha acudido a las urnas utilizando el voto como una herramienta de castigo al establishment, a los partidos tradicionales y al gobierno.
A falta de las últimas elecciones, todo apunta a que ellas ratificarán sus dos características principales: (1) los comicios se convirtieron en un voto de castigo al oficialismo; y (2) la heterogeneidad prevaleció sobre el teórico “giro a la derecha”, general y uniforme que debería sustituir al “giro a la izquierda” iniciado con el triunfo de Hugo Chávez en 1998, igualmente diverso.
(1) El voto de castigo al oficialismo
En un escenario de creciente rechazo –mundial y latinoamericano– a los políticos, junto a la insatisfacción por el funcionamiento del Estado y al miedo por las consecuencias de la endeble marcha de la economía, el voto en América Latina se convirtió desde 2017 en una expresión del castigo al oficialismo y una apuesta por la alternancia.
En 2018 tuvimos algunos ejemplos claros. En Colombia ganó el uribismo; en México un partido nacido en 2015 (Morena) desbancó al PRI y al PAN, que se alternaban en el poder desde 2000; Y en Brasil las formaciones dominantes desde 1995 (PT y PSDB) fueron superadas por una fuerza periférica, el Partido Social Liberal (PSL), liderado por Jair Bolsonaro. En las tres elecciones de 2019 se prolongó el voto de castigo a los partidos gobernantes: vencieron fuerzas opositoras con tradición histórica (Laurentino Cortizo del PRD en Panamá) o partidos sin una larga tradición detrás, Nayib Bukele en El Salvador y Alejandro Giammattei en Guatemala. Las primarias argentinas (PASO) fueron otro claro ejemplo de castigo al oficialismo.
Durante este período, el electorado ha solido votar más contra los gobiernos que a favor de determinadas opciones ideológicas. En las 12 elecciones celebradas entre 2017 y 2019 ha habido cinco triunfos oficialistas, en países con sistemas autoritarios o con procesos e instituciones electorales poco transparentes (Ecuador, Venezuela y Honduras) o en naciones que han vivido circunstancias político-electorales especiales (Costa Rica y Paraguay). Otras siete han sido victorias opositoras: Chile, Brasil, Colombia, México, El Salvador, Panamá y Guatemala, sin olvidar las primarias argentinas.
De hecho, en estos últimos siete comicios hubo triunfos opositores y los candidatos oficialistas recibieron duros castigos (en El Salvador, el FMLN pasó de ganar en 2014 a ser el tercero más votado; en Panamá el oficialismo terminó cuarto con el 10% del voto; y en México, el PRI quedó a 30 puntos del vencedor), o no lograron acceder a la segunda vuelta (Colombia y Guatemala). En las internas argentinas, 15 puntos separaron al presidente Mauricio Macri del kirchnerismo vencedor, encabezado por Alberto Fernández y Cristina Fernández.
País | Año | Triunfo opositor |
---|---|---|
Chile | 2017 | Sebastián Piñera |
Colombia | 2018 | Iván Duque |
México | 2018 | A.M. López Obrador |
Brasil | 2018 | Jair Bolsonaro |
El Salvador | 2019 | Nayib Bukele |
Panamá | 2019 | Laurentino Cortizo |
Guatemala | 2019 | Alejandro Giammattei |
Argentina | 2019 | Triunfo del opositor Frente de Todos en las internas (PASO) |
Todo indica que en las elecciones de Bolivia, Argentina y Uruguay conoceremos una nueva muestra del voto de castigo al oficialismo (Macri) o a un amplio período de hegemonía personal (Bolivia) y partidista (Uruguay). Esto ya se concretó en Argentina con las PASO (elecciones Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias) del 11 de agosto, saldadas con un aplastante triunfo del kirchnerista Frente de Todos al oficialista Juntos por el Cambio. Este resultado coloca al peronismo en una posición muy favorable para regresar al poder. No sólo de ser la fuerza más votada en la primera vuelta (27/X) sino con grandes opciones de ganar sin necesidad del balotaje (24/XI).
En Bolivia, las últimas encuestas muestran a Evo Morales rondando el 40%, lo que le acercaría a la victoria en primera vuelta frente a una oposición dividida (Carlos Mesa por un lado y Óscar Ortiz por otro), incapaz de construir una única alternativa ni de atraer al cuarto del electorado aún indeciso. Pese a esta situación privilegiada, que Morales ronde el 40% indica, en perspectiva histórica, una pérdida de respaldo ciudadano de más de 20 puntos. En 2005 fue electo con el 53% y 25 puntos de diferencia sobre el segundo; en 2009 superó el 64% (casi 38 puntos de ventaja sobre su principal rival); y en 2014 aventajó en 39 puntos al resto, con más del 63% de apoyo en primera vuelta.
El Frente Amplio gobierna Uruguay desde 2005 tras llevar al gobierno a Tabaré Vázquez en dos ocasiones (2005 y 2015) y a José Mujica en 2010. Hoy, después de tres lustros en la presidencia, también vive el desgaste: ronda el 35%-39% de intención de voto en las encuestas, una significativa caída respecto a 2005, cuando Vázquez llegó al 52% y no fue necesario el balotaje, o en 2009 y 2014, cuando el Frente quedó al borde de la victoria al superar el 47% en primera vuelta, aunque se viera obligado a acudir a la segunda, que también ganó. Una encuesta de finales de agosto, del Grupo Radar, muestra que el candidato oficialista, Daniel Martínez, no sólo debería acudir a una segunda vuelta sino que en el balotaje perdería tanto si su adversario fuera el blanco Luis Lacalle Pou o el colorado Ernesto Talvi.
(2) La heterogeneidad latinoamericana
Las elecciones en Bolivia, Argentina y Uruguay serán un nuevo ejemplo de la heterogeneidad latinoamericana desde 2017. En estos años han ganado candidatos diferentes: periféricos al sistema de partidos (Bolsonaro), ajenos a las fuerzas tradicionales (Bukele y Duque), situados en la derecha extrema (Bolsonaro), en la derecha conservadora (Duque, Mario Abdó Benítez y Juan Orlando Hernández), en el centro-derecha (Sebastián Piñera y Alejandro Giammattei), el centroizquierda (Carlos Alvarado y Laurentino Cortizo) y la izquierda (López Obrador).
En los comicios del segundo semestre de 2019 se perfilan como ganadoras fuerzas ajenas al teóricamente predominante “giro a la derecha”: mientras el kirchnerismo está cerca de regresar al poder, Morales podría retener la presidencia de forma ajustada y el Frente Amplio aparece como perdedor en una posible segunda vuelta.
(2.1) Bolivia
Bolivia se dirige hacia un nuevo escenario político-electoral caracterizado por la polarización, la fragmentación y una compleja gobernabilidad. Es el panorama más probable tras las presidenciales del 20 de octubre, una semana antes de las uruguayas y argentinas. Bolivia pasará de un largo período de hegemonía de Morales, electo y reelecto en primera vuelta en 2005, 2009 y 2014, a una etapa de mayor equilibrio en la que el Movimiento al Socialismo (MAS) mantendrá la primacía (las encuestas le sitúan con el mayor índice de apoyo) pero no la hegemonía arrolladora del pasado.
La fragmentación del voto ha acabado con la hegemonía evista y diversificado las opciones opositoras. Lo primero, al reducir el apoyo a Morales del 63% en 2014 a alrededor del 40% actual. En el segundo caso, la fragmentación muestra una oposición dividida: el candidato con más opciones, el ex presidente Mesa, ha ido perdiendo apoyos y apenas llega al 30% de intención de voto a la vez que se ha consolidado, pero no crecido significativamente, una tercera opción, la de Ortiz (Bolivia dice No), que ronda el 10%, con un sesgo muy localizado en el departamento de Santa Cruz.
Esto podría conducir a una ajustada victoria de Morales en primera vuelta o a una inédita segunda vuelta. Según la normativa electoral boliviana, para ganar la elección en primera ronda el candidato debe obtener mayoría absoluta o al menos el 40% con una ventaja de 10 puntos sobre el segundo. Con un voto unido y sólido tras de sí y la dispersión opositora, Morales tenía muy cerca a comienzos de año la reelección en primera vuelta.
Un sondeo publicado en mayo por La Razón daba a Morales una intención de voto del 38%, frente al 27% de Mesa. Tal resultado lo colocaba muy cerca de la victoria en primera vuelta (a sólo dos puntos de alcanzarla) y confirmaba que la candidatura de Mesa se desinflaba mientras Morales se recuperaba. A fines de 2018 ambos estaban empatados. Las encuestas de agosto mostraron a Morales con menor apoyo (en torno al 35%) y un voto opositor distribuido entre Mesa (30%) y Ortiz (10%). Morales, que tiene su caudal electoral en las áreas rurales y el mayor voto en contra en las urbanas, quedaba más lejos del 40% aunque algunas encuestas le situaban, de nuevo, cerca del 38%. En las próximas semanas habrá que estar atentos a cómo la oleada de incendios en la Chiquitanía, Amazonía boliviana, afectó tanto a la candidatura de Morales como a la de Ortiz. También a la reacción del electorado a la dura pugna y la sucesión de descalificaciones mutuas entre los dos principales referentes opositores (Mesa y Ortiz).
La primera encuesta del mes de septiembre (publicada por Página Siete) arrojaba datos interesantes: la fuerza de Morales se concentraba en las áreas rurales, las ciudades intermedias y los sectores sociales populares, de clase baja e indígenas. El respaldo a Mesa procede de las clases altas y medias altas, los mestizos y las grandes capitales. Y si bien Morales ronda el 40%, no aventaja en más de 10 puntos a Mesa (32%), por lo que se presentaría un escenario probable de segunda vuelta. En ese caso, Mesa, candidato de Comunidad Ciudadana (CC), derrotaría, según el sondeo de Mercado y Muestras, a Morales, por una diferencia de siete puntos (el 45% frente al 38%) al captar el voto de Ortiz en la primera vuelta (13%).
La disminución del respaldo al MAS unida a la multiplicación de opciones conduce a un Legislativo fragmentado y heterogéneo. La fragmentación del voto dará lugar a un legislativo diferente de las aplanadoras masistas desde 2006. En los años 90 hubo tres lustros de estabilidad política asentada en coaliciones parlamentarias y de gobierno. Luego vinieron las sucesivas e inéditas victorias del MAS-IPSP con mayoría absoluta y un sistema de partido predominante. La Asamblea Legislativa Plurinacional ha estado controlada en la última década por el MAS, con mayorías de más de dos tercios en ambas cámaras. Todo indica que no se repetirá esa hegemonía. Nadie parece capaz de reunir más del 40% del voto, dando lugar a un legislativo dividido o con mayoría del MAS menos sólida.
La segunda característica de estos comicios es la polarización que gira en torno a la dicotomía evismo vs antievismo: partidarios y seguidores de Morales y los contrarios a su figura. Este largo predominio se prolonga desde 2006, cuando llegó a la presidencia por primera vez. La polarización se traduce en que los defensores del oficialismo consideran legítima la reelección, mientras la oposición cree que incumple la constitución y el mandato popular.
Morales busca su cuarto mandato consecutivo, tras sus triunfos en 2005, 2009 y 2014 y haber forzado la Constitución para una nueva reelección. El 21 de febrero de 2016, la opción para reformar la Constitución y permitir una nueva repostulación de Morales perdió un referéndum, con el 48,7% del voto frente al 51,3% del “No”. Sin embargo, en noviembre de 2018, el Tribunal Constitucional autorizó a Morales y al vicepresidente Álvaro García Linera a presentarse. Respondía así a la demanda de inconstitucionalidad presentada por los precandidatos Morales y García Linera. Al mes siguiente, el Tribunal Electoral Supremo los habilitó formalmente. Morales consiguió que las instituciones jurídico-electorales, controladas por el oficialismo, forzaran la letra de la Constitución y enmendaran el resultado adverso de 2016.
La principal fortaleza de Morales está en la más de una década de fuerte y continuada expansión económica (en torno al 5% de media), que ha favorecido una importante reducción de la pobreza. Los altos precios del gas y la ortodoxia macroeconómica alabada por el FMI han permitido a Morales desplegar ambiciosas políticas sociales que han desembocado en mayorías legislativas y reiteradas reelecciones plebiscitarias.
Pero esa coyuntura llega ahora a su fin. Tanto Morales como su régimen tienen un hándicap que quizá no le impida ganar estas elecciones, pero condicionará la evolución de su posible gobierno hasta 2025: la dependencia de las exportaciones gasistas. El 80% de las exportaciones depende de la industria extractivista (gas, estaño y zinc). Bolivia se acerca a una tormenta perfecta por menor exportación, mayor competencia por la producción gasífera de Vaca Muerta y precios bajos, unido a la creciente deuda pública y elevado déficit fiscal. La deuda pública, oficialmente el 24% del PIB, se disparó hasta el 50% desde 2017. Un aumento del 15% respecto al 36% de 2014, si se computan la deuda externa e interna y los préstamos del Banco Central de Bolivia (BCB). También Bolivia acumula cinco años consecutivos de creciente déficit fiscal, producto de la caída del valor de las exportaciones. En 2019 tuvo el mayor déficit fiscal en Sudamérica, un -8,1%, seguido por Brasil, con un -7,1% y Argentina, con un -5%.
(2.2) Argentina
Las presidenciales de octubre en Argentina llegan condicionadas por graves problemas económicos y los resultados de las PASO (Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias) del 11 de agosto. Estas suelen ser meros actos internos con una incidencia acotada en el escenario político nacional, pero no fue así en este caso. Su resultado ha convulsionado el mapa electoral, ha transformado el panorama político y ha tenido una incidencia económica a escala argentina y latinoamericana.
Las PASO no fueron una herramienta para elegir a los candidatos presidenciales, pues cada partido y coalición sólo presentaba una única opción. Se transformaron en un termómetro para las presidenciales, al ser, de facto, una especie de primera vuelta. Acabaron con el aplastante triunfo del opositor y kirchnerista Frente de Todos, encabezado por Alberto Fernández y la ex presidenta Cristina Fernández sobre el presidente Macri. Así, el kirchnerismo se colocó en una posición favorable no sólo para ser la fuerza más votada en la primera vuelta, sino con grandes opciones para regresar a la Casa Rosada sin necesidad de acudir al balotaje de noviembre.
Los resultados de las PASO avalaron la estrategia de Cristina Kirchner cuando decidió no ser candidata a presidenta y cedió el puesto y el protagonismo a una figura moderada y aceptable para los mercados y capaz de ganar el centro político como Alberto Fernández. Por el contrario, a Macri, lastrado por la mala marcha de la economía y sus erradas decisiones, de nada le sirvió llevar a un peronista antikirchnerista como su compañero de candidatura (el senador Miguel Ángel Pichetto).
La derrota de Mauricio Macri en las internas se daba por descontada. La sorpresa estuvo en su magnitud (el kirchnerismo superó el 45% de los votos), la diferencia –15 puntos– entre unos y otros y, como consecuencia, la posibilidad de que la candidatura opositora pueda vencer en primera vuelta. Estos resultados alteraron el panorama previsto (una victoria kirchnerista por la mínima y una segunda vuelta en la que Macri reuniría el voto antikirchnerista y tendría cerca la reelección). Ahora el panorama es radicalmente diferente por dos razones.
(2.2.1.) La contundente victoria acerca al kirchnerismo al triunfo en primera vuelta
Todo apunta al triunfo definitivo del kirchnerismo en primera vuelta. Para ello la candidatura Fernández-Fernández necesita superar el 45% de los votos o el 40% con 10 puntos de ventaja sobre el segundo. En las PASO el kirchnerismo no sólo saltó por encima del 47% sino que aventajó en 15 puntos a Macri, con el 32,3%. Aunque el macrismo logre recuperar posiciones, no es improbable que el Frente de Todos supere el 40% y aventaje en 10 puntos a Macri.
El actual presidente, dado el alto grado de polarización y la alta participación en las PASO (75%), no tiene mucho espacio para crecer y recortar distancias. La debilidad de las terceras fuerzas provoca que el macrismo apenas sume más allá de su propio voto. Sólo podría mejorar a costa de quienes respaldaron a Roberto Lavagna (Consenso Federal), tercero con el 8,3%; pero sus votos se repartirán entre Lavagna, Macri, los Fernández y la abstención. Del resto hay poco que conquistar: Juan José Gómez Centurión (NOS) sorprendió con el quinto lugar (2,6%), por encima de José Luis Espert (Despertar, con el 2,1%). Los otros cuatro precandidatos quedaron por debajo del 1,5% requerido para estar en octubre.
Resultados como el de la decisiva provincia de Buenos Aires (el kirchnerista Axel Kicillof superó el 49%, frente al 32% de la gobernadora macrista María Eugenia Vidal) reducen aún más las posibilidades de Macri, al ser un gran caladero de votos que también dio la espalda al oficialismo. De todas formas, las elecciones de octubre son unos nuevos comicios y, como en los balotajes, es hora de volver a “barajar”. Las opciones del actual presidente son muy reducidas, pero no inexistentes: pasan, fundamentalmente, por mostrarse capaz de controlar la economía tras la tormenta de agosto, re-encantar a su antiguo electorado que votó contra él en las PASO en un rapto de enojo para castigarle en unas elecciones donde no había nada en juego. Además, está el “factor Pichetto” como actor capaz de “peronizar” la campaña y atraer al peronismo antikirchnerista y, sobre todo, anti-Cristina.
(2.2.2.) La incertidumbre política contagia a la economía y debilita a Macri
Los resultados de las PASO han incrementado la incertidumbre económica, ya que los mercados no tienen seguridades sobre el rumbo de una nueva gestión kirchnerista: si discurrirá por la moderación y la ortodoxia como parece transmitir Alberto Fernández o regresará a las viejas estrategias de tiempos de Cristina Kirchner. Igualmente, las primarias dejaron la sensación de un gobierno herido y debilitado con un acotado margen de gestión y un reducido margen de maniobra.
El extendido crédito que tenía Macri hasta abril de 2018 se ha desvanecido en unas pocas semanas de agosto. A menos de dos meses de las presidenciales, Macri parece un presidente amortizado y un candidato cuyas opciones de triunfo pasan por un milagro. Las decisiones que ha ido tomando desde las PASO no han detenido las turbulencias económicas desencadenas por la incertidumbre. Macri, lastrado por el síndrome del “pato cojo”, ha perdido credibilidad pues, tras acordar en 2018 un ajuste con el FMI, ha tomado medidas que van en contra de la propia filosofía del acuerdo (13 de agosto) y ha pedido renegociar y reprogramar el pago de la deuda (28 de agosto), evidenciando la débil situación financiera de su administración.
En las semanas posteriores a las PASO Macri se ha enfrentado a una compleja situación económica y ha mostrado no ser capaz de garantizar la gobernabilidad y la estabilidad: el riesgo país ha superado los 2.000 puntos y el dólar ha superado los 60 pesos (una devaluación de más del 30%), aunque luego ambas variables se han situado en un escalón ligeramente inferior. Para mayor ironía, ha apelado a su principal rival para calmar los mercados. Sus decisiones sólo han servido para ganar tiempo, alcanzar tensas, frágiles y cortas treguas con los mercados y eludir el default sin evitar la puesta en marcha de un nuevo sistema de control de cambios. En este tiempo ha tenido graves dificultades para presentarse como líder político con capacidad de sacar a Argentina del marasmo económico y también como candidato.
No sólo es un presidente débil. Incluso es un candidato casi sin opciones reales de victoria. La severa derrota en las PASO fue un duro golpe político a su viabilidad de ser reelecto y evitar el regreso del kirchnerismo. Lo ocurrido lo dejó políticamente tocado. Desde entonces Alberto Fernández es visto casi como “presidente de facto” y Macri un mandatario de salida a la espera de un milagro.
Milagro porque sus opciones de lograr la reelección pasan por demostrar que es un presidente en pleno ejercicio del cargo, capaz de garantizar la gobernabilidad y contener el deterioro económico. Un candidato competitivo, con herramientas para, pese a que el viento le sopla en contra, levantarse de la lona.
Por eso, ha buscado mostrar que no es un presidente a medias ni condicionado por un “triunfador” al que muchos ya ven como presidente. En ese camino empezó por dar un giro que puso fin a la ortodoxia económica al recurrir a herramientas económicas propias del kirchnerismo: eliminación del IVA del 21% para productos básicos de la canasta de alimentos, congelación del precio de los combustibles, bajada del piso del impuesto a la renta y pagos extras a los beneficiarios de ayuda social y empleados públicos. Ese giro provocó la salida del ministro de Hacienda y Finanzas, Nicolás Dujovne, quien deseaba mantenerse fiel al acuerdo de 2018 con el FMI, y su reemplazo por Hernán Lacunza.
Macri también ha tratado de demostrar que no es un hombre aislado y sin apoyos, recluido en la Casa Rosada. En ese contexto se enmarca la movilización de miles de “macristas” para apoyar su gestión y reelección. Sin embargo, todas estas estrategias valen de poco. La única certeza en todo este mar de incertidumbres es que si Macri no triunfa como presidente y controla la economía sus opciones de triunfo serán mínimas, fracasará como candidato y el resultado del 27 de octubre será una nueva victoria de Alberto Fernández.
(2.3) Uruguay
Uruguay celebrará el 27 de octubre una de las elecciones presidenciales más competidas y de mayor incertidumbre de su historia reciente, al menos desde 2004. En primer lugar, porque el Frente Amplio, la coalición en el poder desde 2005, llega debilitado tras tres lustros en el poder, con una economía en ralentización, malestar social por la creciente inseguridad ciudadana y sin los liderazgos históricos de Tabaré Vázquez, dos veces presidente (2005 y 2015) y José Mujica (2010). Tras las internas de junio, el ex intendente de Montevideo, Daniel Martínez (de perfil centroizquierdista y con menor carisma que Vázquez y Mujica) fue elegido candidato.
En las encuestas, el debilitamiento del Frente ha acentuado el fraccionamiento del voto: las tres principales fuerzas (Frente Amplio y los partidos Colorado y Blanco) rondan entre un tercio y un cuarto de la intención de voto. Además, la oposición acude desunida, como ocurre desde 2004. A los blancos y colorados se han unido otras fuerzas como el derechista Cabildo Abierto del general Guido Manini Ríos. El candidato frenteamplista supera en todos los sondeos el tercio de intención de voto seguido por el nacionalista (blanco) Luis Lacalle Pou quien ha ido perdiendo el liderazgo de la oposición ante el ascenso del candidato colorado, Ernesto Talvi. Este ha colocado a su partido en la que probablemente sea la mejor situación preelectoral desde la última vez que llegó al gobierno (1999), rondando el 20%. Talvi encarna la renovación del que fuera partido hegemónico uruguayo desde mediados del siglo XIX a 2004, tras derrotar en las internas a la encarnación de la tradición colorada, Julio María Sanguinetti, dos veces presidente (en 1985 y 1995).
Junto a Talvi, la otra figura que acapara la atención en estas elecciones es el líder de Cabildo Abierto, el ex comandante general del Ejército hasta 2019, Manini Ríos, con el 10% de intención de voto. Le siguen Edgardo Novick (Partido de la Gente), Pablo Mieres (Partido Independiente), Gonzalo Abella (Unidad Popular) y César Vega (Partido Radical Ecologista Intransigente), todos en la horquilla del 1%-2%.
Si, como parece probable, Martínez no triunfa en primera vuelta, en el balotaje la tradicional conjunción de votos colorados y blancos, unido a la imposibilidad de que el votante de Cabildo Abierto respalde en la segunda vuelta al candidato frenteamplista, provoca que, sea quien sea el rival de la coalición de izquierdas (más probablemente Lacalle Pou que Talvi) parta con mayor ventaja, especialmente si, como indican los sondeos, el Frente se quedara muy lejos del 50% (la encuesta más reciente –de Factum– le otorga mayor intención de voto –el 39%– pero todavía lejos de la mitad más uno). Uruguay se asoma, por lo tanto, a un bienio (2019-2020) que sin duda va a convertirse en un punto y aparte en su historia. Y lo va a ser tanto desde una perspectiva política (vivirá unas elecciones que marcan un final de época) como socio-económica.
Las elecciones presidenciales de octubre suponen un final de época porque, tras tres lustros de hegemonía del oficialismo (el Frente Amplio), y sin sus liderazgos históricos, su predominio peligra por primera vez desde 2005. Hoy las opciones de victoria opositora son las más elevadas desde 2004 e incluso un triunfo de la coalición oficialista auguraría más cambios que continuidades.
Por su parte, el modelo económico tradicional uruguayo (de tintes estatista e intervencionista, lo más parecido en América Latina a un Estado del bienestar a la europea) hunde sus raíces en la historia nacional y en el legado del “padre del Uruguay moderno”, el presidente José Batlle y Ordoñez (1903-1907 y 1911-1915), un sistema que propició el nacimiento de una potente clase media.
Sin embargo, este modelo ofrece signos de agotamiento y, sobre todo, de necesidad de profundas reformas para hacerlo financieramente sostenible. Varios de los problemas estructurales de Uruguay (alta inflación, elevados déficit pese a una fuerte presión fiscal…) tienen su explicación final en un modelo que ya no funciona como antes: un Estado poco eficaz a la hora de ofertar servicios públicos y un sistema económico que no se basa en una mayor productividad, competitividad e innovación más allá de la existencia de islas de eficiencia como la industria del software.
Uruguay es una de las naciones de América Latina con mayor homogeneidad y estabilidad social. Es un ejemplo de país de clases medias históricamente consolidadas. Sin embargo, arrastra dos problemas sociales de gran trascendencia futura: el acelerado y prolongado envejecimiento, que amenaza la viabilidad del sistema de pensiones y la creciente situación de vulnerabilidad de amplios sectores sociales que corren el riesgo de recaer en la pobreza desde su posición de clase media baja. Además, existe un constante malestar ciudadano debido al incremento de la inseguridad ciudadana y a la percepción social –superior a su real incidencia– de que Uruguay es un país acechado por la penetración del narcotráfico, el incremento de los homicidios y los robos/asaltos.
Conclusiones
El trienio electoral que América Latina inició en 2017 finaliza con las elecciones de Bolivia, Argentina y Uruguay, que confirmarán tres de las características electorales, sobre todo en 2019. Son elecciones marcadas por la polarización, el voto de castigo al oficialismo y un futuro de compleja gobernabilidad.
En estos países hay una fuerte polarización. En Argentina, las PASO confirman la “grieta”: una polarización sin puentes de comunicación ni capacidad de consenso entre kirchnerismo y antikirchnerismo. En Bolivia la división se da entre partidarios y rivales de Morales y en Uruguay los partidos tradicionales probablemente dejarán sus divisiones en segunda vuelta para intentar acabar con 15 años de hegemonía del Frente Amplio.
El voto de castigo al oficialismo se dará, de una forma u otra y con mayor o menor intensidad, en Argentina, Bolivia y Uruguay. El descontento y la desafección ciudadana en Argentina se ha traducido en el respaldo al kirchnerismo, convertido en herramienta del voto de castigo a la gestión oficialista, encabezada por Macri. En las PASO, el kirchnerismo canalizó el voto de rechazo a un gobierno que a duras penas logró en 2019 estabilizar la situación económica (controlar el dólar y bajar levemente la inflación) pero sin sacar al país del estancamiento. Este voto de castigo se traduce en Bolivia en una fuerte reducción del apoyo a Morales respecto a lo que ocurre desde 2005. Y en Uruguay, donde el Frente Amplio puede pasar de obtener más del 47% en primera vuelta (como en 2004, 2009 y 2014) a rondar el 30%-35%.
El otro elemento presente en estas tres citas es el de la futura compleja gobernabilidad, con sus sombras sobre la posibilidad de garantizar la estabilidad político-institucional y económica, y poner en marcha reformas estructurales. Si bien el kirchnerismo contará posiblemente con mayoría parlamentaria, un nuevo gobierno con Cristina Kirchner (aun de vicepresidenta) tendrá enfrente no sólo a una buena parte del país (en torno al 50%) sino que deberá lidiar con la constante desconfianza de los mercados por más que Fernández despliegue todos sus encantos para tranquilizarlos. De momento se mantiene la incertidumbre acerca de quién tendrá el verdadero poder: ¿el presidente o la vice? Esa mayoría parlamentaria será una ventaja de la que no gozarán ni el Frente Amplio, ni los colorados ni los blancos, mientras en Bolivia todo apunta al fin del control de los dos tercios de la cámara por el MAS.
Carlos Malamud
Investigador de América Latina, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud
Rogelio Núñez
Investigador senior asociado, Real Instituto Elcano | @RNCASTELLANO