Democracia y PolíticaGente y Sociedad

Dos años del 1-O

Dos años del 1-O. Y dos años después, las cosas siguen ­como estaban. Quienes todavía creemos y defen­demos la unidad de España seguimos pensando que fue un referéndum inútil porque, hechos violentos al margen, no reunió las condiciones mínimas de ­legalidad ni de credibilidad. Quienes trabajan por la independencia de Ca­talunya siguen pensando que no sólo fue una consulta válida, sino que dejó un mandato que desde entonces deben obedecer todos los partidos, independentistas o no. Después de aquel referéndum vinieron las detenciones de líderes, las huidas de la justicia, el 155, el cambio de gobierno central, los intentos de distensión, y llegamos al segundo aniversario con tres modos de celebración: un Pedro Sánchez que asegura que el independentismo ha fracasado; un Torra que, según dicen, no sólo no se siente fracasado, sino que quiere proclamar la república después de la sentencia, y una división de la sociedad catalana que se mantiene en niveles similares a los del 2017. Han sido dos años para seguir más o menos igual.

Bueno, sí, hay tres diferencias fundamentales: no es lo mismo un aniversario sin presos que en vísperas de una sentencia que, si es condenatoria, tendrá una respuesta social todavía imprevisible. Tampoco es lo mismo que se celebre en un clima de normalidad y fortaleza en el gobierno de España que con un gobierno en funciones y en un ambiente de clamorosa inestabilidad. Y no es lo mismo atribuir violencia a los cuerpos de seguridad del Estado que meter en la cárcel a independentistas que presuntamente pretendían sembrar el caos hoy mismo y a partir del día en que hable el Supremo.

Por si todo esto fuera poco, este 1-O se celebra en precampaña electoral. Los aspirantes a la Moncloa tienen la obligación de comprometerse a mantener la unidad nacional y predicar el cumplimiento de la ley. Los independentistas sienten el deber de prometer no dar ni un paso atrás. Y esa ha sido la línea de los discursos de Sánchez y Torra este fin de semana. Sólo cabe la conclusión eterna: Catalunya sigue siendo el problema. Y a juzgar por los tonos de las palabras y el fondo de las intenciones, nada indica que nos encaminemos a una solución.

 

 

Botón volver arriba