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El gato de Harry Lime

El tercer hombre (1949) nació en las cloacas. La manera que encontró el escritor Graham Greene de sacar adelante cierto encargo de su amigo, el director Carol Reed, fue hacer la maleta y marcharse dos semanas a la Viena de posguerra. Era la ciudad elegida para escribir una película. En realidad, iba a ser la protagonista de ella, no simplemente su escenario. Dos semanas deambulando entre checkpoints y destrozos y observando a los policías de las cuatro nacionalidades que regentaban la dividida capital austríaca no arrojaron ningún resultado relevante hasta que un oficial de la inteligencia británica le llevó de paseo por la intrincada red de alcantarillado vienesa. Y le empezaron a contar historias sobre estraperlo y persecuciones, maleantes y pasaportes falsos. Pecados veniales —y otros no tan veniales— en tiempos de escasez y prohibiciones que dieron a Greene, en aquel subsuelo de humedades y basuras, el nudo nervioso de su historia.

Orson Welles, por aquel año de 1948, estaba desesperado por conseguir dinero. Él no era la primera opción para la película que preparaban Reed y Greene («demasiado encanto», según este último), pero estaba dispuesto y además encantado de rodar en Europa. Recordemos que el premacartismo —la inquisición anticomunista llegó, primero, al mundo del cine— le había empujado a marcharse de Estados Unidos hacía pocas fechas, con la famosa frase de las piscinas entre los dientes. Tan impaciente estaba por conseguir ingresos (buscaba financiación para rodar su versión del Otelo de Shakespeare) que, entre unos honorarios inmediatos de cien mil dólares o setenta y cinco mil más un porcentaje de los posibles beneficios de la película, Welles eligió lo primero. El éxito de taquilla de El tercer hombre cogió por sorpresa a casi todo el mundo.

Pero Viena era perfecta para él y él para Viena, si no es oportunista decirlo ahora. Al menos, para la historia que querían contar y para aquella versión corrupta de la antigua ciudad imperial, «una suerte de cefalópodo urbano, gran metrópolis de un imperio destrozado, simple capital de un pequeño país», en palabras de Eugenio Trías. La simbiosis entre el fotogénico Welles y su personaje, el descarado contrabandista Harry Lime, primero, y entre este y aquel cefalópodo europeo de maltrechos tentáculos, concha abandonada por los Habsburgo, después, era más que propicia. Una transposición natural entre realidad y ficción.

Pero eso no explica en absoluto a Harry Lime. Al menos, no del todo. Porque lo esencial del alma del personaje consiste en concebirlo como un espectro. Una aparición. Como alguien ausente pero al mismo tiempo presente, insoslayable pero enterrado bajo tierra… o quizá no. Recordemos, de una vez, la sinopsis de El tercer hombre: el escritor americano de novelas baratas Holly Martins viaja a Viena tras una llamada de su amigo Harry Lime, que le ofrece trabajo allí. Cuando Martin pone un pie en Austria y llega al edificio donde vive Lime, el portero le informa de un ligero contratiempo: su amigo ha muerto el día anterior por un atropello. Las circunstancias del fallecimiento, sin embargo, se van volviendo cada vez más extrañas y las versiones de testigos y amigos de Lime se retuercen en continuas contradicciones hasta la pura intriga, la pura conspiración. Todo parece apuntar a un complot para asesinarle, quién sabe por qué turbio ajuste de cuentas, pero entonces se produce un hecho inexplicable. Sobrenatural. Martins, borracho hasta la vergüenza, ve a Harry Lime en plena calle. De cuerpo presente.

En la novela de la escritora francesa Fred Vargas La tercera virgen, un sofisticado dispositivo policial no consigue averiguar dónde está una persona secuestrada cuya vida corre inminente peligro. Salvarla depende de encontrarla en cuestión de horas. Entonces, alguien tiene una idea estrambótica, seguramente accidental. Ofrece una prenda de ropa al gato de la víctima y, rastreando su olor, el animal emprende a diminutos pasos una marcha de kilómetros y kilómetros —un punto insignificante bajo un radar gigantesco y el aleteo ansioso de un helicóptero— hasta alcanzar la ubicación de su dueña. Por difícil de creer que sea, funciona. Es el punto mágico de las novelas de Fred Vargas: lo tomas o lo dejas.

El tercer hombre (1949). Imagen: London Film Productions. 

 

En El tercer hombre el truco es más prosaico, pero su efecto es cautivador. Martins se presenta en casa de Anna, la novia de Harry Lime, con la que mantiene una especie de amistad de circunstancias tras todo lo ocurrido. Martins, recordemos, ha bebido demasiado, sobre todo porque le han ilustrado convincentemente acerca de algo que hasta entonces se negaba a creer: su amigo de la infancia ha traficado con penicilina (tan escasa y valiosa entonces) y, al adulterarla para doblar beneficios, ha destrozado la salud de decenas de niños. Martins, en cualquier caso, acude esa noche a despedirse de Anna, pues se marcha de Viena al día siguiente. El escritor llega, hablan un poco y juguetea con el gato de Lime, ahora al cuidado de la mujer. Anna afirma: «Solo quería a Harry». El minino entonces se escabulle. Gana la ventana de la habitación, atraviesa los geranios que la adornan y salta a la calle, aparentemente desierta. Cerca, en un oscuro portal tras un zaguán, una figura se esconde entre sombras. El gato lo alcanza y ronronea contra sus pies. Martins pasa precisamente por allí porque regresa a su hotel, oye al animal y de golpe la luz de una ventana se enciende enfrente y delata el rostro del misterioso hombre. Es Orson Welles. Es Harry Lime. El difunto Harry Lime.

Este brillante juego de ausencias, que alienta todo el misterio de la película, sería al final estéril, incompleto, si no contara con su correspondiente correlato visual. Por obvio que resulte decirlo, nada existe con verdadero vigor en el cine si no está eficazmente plasmado en imágenes. Y es en esto, lo puramente fílmico, donde con diferencia mayor vuelo alcanza el juego de espejos de Lime y su intriga vienesa. Por una realización (con Robert Krasker como operador, con premio Óscar incluido) deliberadamente amanerada que explota el plano expresionista, con tiros de cámara torcidos, grandes angulares, exagerados claroscuros y una planificación llena de caras y primeros planos, como advirtió el crítico Roger Ebert. Por un montaje afilado y sugestivo, al compás del rasgueo de la cítara de Anton Karas, latido y cadencia de la carrera del contrabandista hacia el abismo y progresión dramática principal. Un tránsito con estación término en esas cloacas, decíamos al principio, donde a Greene se le encendió la bombilla de la inspiración criminal.

Todo, en definitiva, para apoyar el mismo propósito expresivo: que todos mienten. Que nadie es de fiar. Y que hay algo muy raro tras la supuesta muerte de Lime, el personaje, con diferencia, menos confiable de todos. Alma fantasmagórica de la maraña.

El poderoso protagonismo de Lime atañe también, en cierto modo, al propio Orson Welles. La versión moderada sobre su influencia en la película advierte sobre El tercer hombre una fuerte impronta wellesca, una potente inspiración estética en predecesoras como Ciudadano Kane o La dama de Shanghái. La versión radical se atreve a afirmar que Welles, y no Carol Reed, estuvo detrás de la cámara dirigiendo, fenómeno de bilocación por lo demás hace tiempo descartado por la historia del cine, pero de atractivo evidente como teoría conspiratoria. Una teoría que suele relucir junto a aquella frase que se supone inventada, de creación propia, por Welles al final de la escena de la noria: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos… Pero también Miguel ÁngelLeonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».

La cita es, al mismo tiempo, prueba verosímil del influjo creativo de Welles sobre ciertas cuestiones dramáticas de El tercer hombre (pero nada más) y, al mismo tiempo, demostración de la mentira que representa Harry Lime. Porque el reloj de cuco es alemán. Y porque Lime, como esa Viena cubierta de cicatrices y miasma, de libertad tutelada, que ha sustituido emperadores por neumáticos de contrabando, es un truco, un trampantojo. Apenas algo que puedas tocar con los dedos. Como la guerra fría. Lo más real de Lime es, en realidad, su gato, incapaz de extraviarle mientras toda una ciudad le cree muerto bajo el hielo. Un amor de raíz idéntica al de Anna, inconsolable, y al de Martins también a su manera, recostado sobre el coche tras el entierro (esta vez sí) de su mejor amigo. Al que no conocía en absoluto.

«¡Por aquí pasaron príncipes!», se queja la casera de la chica cuando la policía internacional viene a registrar su apartamento por problemas de burocracia. «Me imaginaba la liberación de otra manera», lamenta amargamente. Anna mira a Martins y solo le ordena: «Dale cigarrillos».

El tercer hombre (1949). Imagen: London Film Productions.


 

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