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Cardenal Baltazar Porras: El valor de las instituciones

Uno de los virus perniciosos que pulula en el mundo actual, y tal vez con mayor vigor en América Latina, es el de quitarle valor a todo lo que sea institucional. Lo provisional, lo que responde a una necesidad inmediata, es convertida en norma, pero de forma tan efímera, que es como flor del campo, que florece en la mañana y se marchita al caer la tarde. Sin embargo, la mutación constante de lo que debe tener estabilidad, nos pone ante el vaivén del viento, sin fundamento y sin nada referencial que le dé consistencia a la existencia. Ejemplos sobran, y basta con ver la duración de las leyes. Se cambia o modifica la constitución según los intereses del gobernante de turno. Y si no, se utilizan instituciones títeres, que por eso carecen de credibilidad y confianza, para interpretar al antojo del momento, cualquier disposición. La anarquía, mejor la anomia, se apropia de las personas y de las sociedades, tambaleando todo lo que debe conducir a la equidad, convirtiendo a los más débiles en marionetas o esclavos.

Tuve la dicha de visitar recientemente la sede del Tribunal Supremo del Reino de España, por invitación del Magistrado D. Javier Borrego, con quien comparto responsabilidades como miembros del reciente Dicasterio romano para los laicos, familia y vida. Excelente escenario para diseñar y enrumbar el trabajo que desde la Curia Vaticana tiene como finalidad animar la pastoral en campos tan afines y tan diversos a la vez, pues la mayor parte de los creyentes, como es natural, está conformada por los bautizados, que en el espíritu del Concilio Vaticano II, es el que le da carta de ciudadanía a todos los miembros de la Iglesia católica. La diversidad en la composición de este “ministerio” para decirlo en términos más asequible, pues el vocablo “Dicasterio” viene del griego que significa tribunal de justicia, y es la denominación de los principales órganos de gobierno de la curia romana al servicio del Papa.

La majestuosa sede del Tribunal Supremo tiene su asiento desde 1870 en buena parte del antiguo monasterio de las Salesas reales, con una hermosa fachada que se divisa desde la Plaza de la Villa de París. Inicialmente fue construido a mediados del siglo XVIII por voluntad de la Reina portuguesa Doña Bárbara de Braganza, esposa de Don Fernando VI, para albergar un colegio para la educación de las doncellas nobles. El edificio fue concebido y proyectado por el arquitecto francés Francisco Carlier, participando en las obras el aparejador Francisco Moradillo y el escultor Domingo Olivieri. El edificio actual sufrió modificaciones por el incendio que tuvo lugar en 1915.

Visitar los salones donde funcionan los distintos tribunales, con el empaque de su sillería y austera confección en la que resaltan en varias de las salas obras de arte de gran valor, presididas varias de ellas por obras religiosas, huella de la época y que evocan el valor trascendente que debe tener, claro está la justicia.

Surge el Tribunal Supremo como fruto de las Cortes gaditanas en la Constitución de 1812 conocida como la Pepa, de vida efímera, pero que viene a ser el inicio de una justicia que pretende ser autónoma del poder ejecutivo, para que la balanza de la igualdad brille y se haga presente, anhelo permanente de la ciudadanía. La vida cotidiana requiere de referentes que le den significación y prestancia a un tema tan necesario y a la vez tan frágil de ser manipulado como es el de la justicia. El señorío tanto arquitectónico como el protocolo que rodea los actos del poder judicial son necesarios para que valoremos en su justa medida la necesidad de instituciones que ayuden y promuevan la igualdad y la libertad de los miembros de una sociedad. Con tan buen cicerone como un magistrado de larga trayectoria como D. Javier, se disfruta el recorrido que hicimos por sus muchos pasillos y salas, y me hace añorar lo que debe ser el ejercicio de la justicia, tan desdibujada en los últimos tiempos entre nosotros.

 

 

 

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