Un año de AMLO
Tras el primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador las incógnitas sobre el desarrollo de su sexenio son aún mayores que las certezas
El primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha supuesto una sacudida para México. En buena medida por la cantidad de gestos simbólicos, algunos de ellos necesarios, que han marcado una clara ruptura con el pasado. Pero también por su controvertida forma de concebir la presidencia, más propia de su época de sempiterno candidato que de un jefe de Estado. Un año después de su toma de posesión, las incógnitas sobre el desarrollo de su sexenio son aún mayores que las certezas.
Los dos principales desafíos que encaraba México hace un año se mantienen y no hay visos de que se vayan a resolver a corto plazo. El Estado no ha conseguido rebajar los niveles de inseguridad que heredó de la anterior Administración, consecuencia de una estrategia de seguridad durante la última década que se ha demostrado fallida . Tras un año en el poder, no queda claro cuál es la estrategia del actual Gobierno para reducir la violencia. El presidente mantiene una reunión diaria con su gabinete de seguridad todas las mañanas (uno de los cambios que introdujo con gran fanfarria), pero ello no ha sido óbice para que se produzcan escenarios caóticos como el intento de captura del hijo del Chapo Guzmán, que desembocó en la claudicación de las autoridades ante los grupos criminales: tras amenazar los narcos con masacrar a la población de Culiacán, el Gobierno decidió liberar al detenido.
En materia económica, este ha sido un año perdido. El presidente prometió que durante su gobierno el PIB crecería a una media del 4%, pero la realidad es que México ha cerrado el año en recesión. A la coyuntura internacional de guerras comerciales se ha unido un complejo escenario interno, desde la cancelación del aeropuerto de Ciudad de México a la reconfiguración de las élites del país, lo que ha generado un profundo recelo en los empresarios. En el borde del precipicio, México se aferra a que un plan de infraestructuras puesto en marcha hace pocos días impulse la inversión privada, necesaria para lograr un crecimiento y que, en paralelo, el Congreso de Estados Unidos ratifique el nuevo tratado de comercio.
El presidente ha emprendido también una necesaria batalla contra la corrupción. Los avances que ello suponga respecto a sus antecesores han quedado deslucidos por la sensación de que en muchos casos se han debido a ajustes personales y políticos con el pasado. El ejemplo paradigmático es el del sistema judicial, cuyas entrañas están permeadas por la corrupción y los conflictos de interés. Bajo esa premisa, López Obrador y su entorno más cercano han librado una guerra soterrada que, en última instancia, ha resultado en un poder judicial más cercano a sus intereses políticos, al precio, eso sí, de socavar su independencia. En general, todos los organismos reguladores han sufrido ataques más o menos descarados a su autonomía.
Todos estos casos convergen en un denominador común: la omnipresente figura del mandatario. Su personalismo, desde las siete de la mañana, cuando da inicio su rueda de prensa diaria, opaca, cuando no obstruye, cualquier desempeño del resto de instituciones, incluido su propio gobierno. López Obrador insistía en que su mera llegada al poder iba a conllevar un cambio. Y así ha sido. Un año después, convendría ir dejando de lado la retórica y comenzar a gobernar con pragmatismo.