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La tortura como política de Estado: Un parteaguas

En las últimas semanas, el régimen Ortega Murillo ha escalado su práctica sistemática de tortura y crueldad extrema, para intentar someter a los ciudadanos que de forma pacífica ejercen o reclaman sus derechos constitucionales ante el Estado.

Primero, en Masaya, impuso un brutal cerco policial contra un grupo de diez madres de presos políticos, que se declararon en huelga de hambre en la iglesia de San Miguel, demandando la libertad de sus hijos. La orden que ejecutó la Policía fue cortarles el servicio de agua y luz, criminalizando la solidaridad de los ciudadanos que intentaron auxiliarlos, y negándole al padre Edwin Román el derecho a recibir sus medicinas para la diabetes. Durante nueve días, las madres en huelga de hambre junto al padre Román y sus acompañantes, fueron sometidas a una tortura cruel, que solamente concluyó cuando el deterioro severo de la salud del padre Román llevó a las madres a solicitar urgente atención hospitalaria para todos.

Después, en la ciudad de León, se produjo una agresión policial contra la familia Reyes-Alonso, opositores de origen liberal, cuya vivienda fue allanada de forma violenta por la Policía sin orden judicial. Y después de haber sido vapuleados, asaltados y robados, tres miembros de esta familia fueron sometidos a un trato cruel y humillante por el comisionado Fidel Domínguez, jefe de la policía de León, quien los filmó esposados y amenazados, mientras les dictaba una confesión.

Nicaragua y la comunidad internacional han sido testigos a través de estos videos sobre cómo el comisionado Domínguez obtiene bajo tortura la promesa de los detenidos de “no volver a joder” a los militantes del FSLN, y a recitar a punta de garrote las consignas orwellianas de la vicepresidenta Rosario Murillo “con la paz no se juega”.

En cualquier país bajo un mínimo estándar democrático, e incluso bajo un régimen autoritario que controla sus propios abusos represivos, Domínguez y su tropa policial ya habrían sido destituidos y estarían sometidos bajo una investigación. Sin embargo, bajo el régimen personalista de Ortega y Murillo, en el que él ostenta el cargo de Jefe Supremo de la Policía y ella es su brazo ejecutor, el comisionado Domínguez sigue campante en su cargo, mientras los crímenes de la policía y los paramilitares se mantienen en la impunidad, porque forman parte de una política de Estado para gobernar.

Es cierto que antes se han cometido crímenes peores, como son las ejecuciones extrajudiciales, las violaciones sexuales contra decenas de jóvenes de ambos sexos, y las torturas contra centenares de presos políticos sometidos en la cárcel durante meses a celdas de castigo. Pero hasta ahora nunca se había visto una confesión bajo tortura, que ha sido filmada y divulgada por la propia Policía, en un acto de arrogancia y soberbia inusitada.

Estamos, por lo tanto, ante el colapso una institución policial que está siendo exhibida a la vista pública como un instrumento de tortura al servicio de un partido político, y al mismo tiempo, la tortura como política de Estado representa la última fase de la descomposición moral del otrora partido revolucionario Frente Sandinista.

Aislados en la burbuja de su búnker de El Carmen, seguramente Ortega y Murillo no se han percatado del fracaso de su irracional estrategia represiva ante la fortaleza moral de los presos políticos, las madres en huelga de hambre, y la resistencia Azul y Blanco. Pero la tortura está generando fisuras cada vez más profundas en las filas de la propia Policía Nacional, entre los empleados públicos y en el Frente Sandinista, porque la crueldad y los tratamientos inhumanos resultan moral y políticamente indefendibles. ¿Acaso se puede justificar en nombre de las banderas de la izquierda, o de la nostalgia de la justicia social de la revolución sandinista, la existencia de una banda de torturadores y escuadrones de la muerte para imponer el fascismo totalitario?

Ese es el dilema en que están siendo confrontados hoy, en esta etapa terminal de la dictadura, los empleados públicos –civiles y militares– y los partidarios del FSLN. O se hunden atados al lastre de la familia Ortega-Murillo que no puede gobernar sin torturar, o se distancian de la tortura y los crímenes de lesa humanidad, para cesar la represión, y despejar al camino hacia una reforma política, que permita alcanzar una solución nacional por la vía electoral.

Del otro lado de la acera, la nueva mayoría del movimiento Azul y Blanco enfrenta un desafío igualmente monumental. Mientras el país se sume en el desgobierno, urge llenar el vacío de poder, y demostrar que su liderazgo está preparado para ofrecer una salida política nacional duradera, gobernando para todos.

 

 

 

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