¿Es el Papa Francisco un profeta marxista?
A continuación presentamos un texto escrito por un sacerdote norteamericano, Robert Barron, y publicado en la página realclearreligion.com. Su título: «¿Es el Papa Francisco un profeta marxista?»
En primer lugar puede leerse la traducción castellana. Luego, el original en inglés.
América 2.1
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Poco después de la publicación de la carta encíclica Laudato Si, del Papa Francisco, y de sus recientes alocuciones en América Latina, muchos partidarios en el Occidente de la economía capitalista podrían ser excusados por pensar que Su Santidad tiene algo en contra de ellos.
Una y otra vez, el Papa Francisco fustiga una economía basada en el materialismo y la avaricia y, con urgencia profética, se pronuncia en contra de un nuevo colonialismo que explota el trabajo de aquellos que viven en las naciones más pobres. Con franqueza sorprendente caracteriza la forma dominante en el mundo desarrollado como “una economía que asesina.” Por otra parte, en un discurso en Bolivia, un país con un presidente socialista, el papa pareció -casi en un estilo marxista- llamar a los pobres a tomar el poder de los ricos y asumir el control de sus propias vidas.
¿Qué podemos concluir de todo esto?
Es necesaria una contextualización. Las afirmaciones del Papa Francisco, aunque un poco exageradas en el modo profético, pueden ser mejor comprendidas en el marco del magisterio social católico. Una de las constantes más significativas en dicha tradición es la sospecha del socialismo, entendido como un sistema económico que niega la legitimidad de la propiedad privada, debilita el libre mercado, y promueve una lucha de clases entre ricos y pobres. Todos los papas modernos, desde León XIII hasta Benedicto XVI, han claramente hablado en contra de tales sistemas, y es difícil negar que la experiencia ha confirmado la crítica. Las economías en los modos radicalmente socialistas o comunistas han probado ser, en el mejor de los casos, ineficientes y, en el peor, brutalmente opresivas.
El padre Robert Sirico, Michael Novak, Arthur Brooks y muchos otros tienen por tanto razón en sugerir que el magisterio social católico no representa un tertium quid más allá del capitalismo y del socialismo; más bien, claramente se ubica en contra de los regímenes socialistas y claramente a favor de la economía de mercado. El Papa Juan Pablo II valoraba al libre mercado como la economía inherente a un sistema de gobierno democrático, desde el momento en que ambos descansan en la dignidad del individuo y su derecho a la autodeterminación.
Pero esta valorización del mercado de ninguna manera implica que la iglesia aboga por un capitalismo sin restricciones. Los papas modernos consistentemente han enseñado que el mercado funciona apropiadamente sólo cuando está circunscrito tanto política como moralmente, y es precisamente en este contexto que deben entenderse las afirmaciones del Papa Francisco.
Miremos primero a la circunscripción política. El Papa León XIII y sus sucesores han sentido profundamente el sufrimiento de aquellos que han sido explotados por el mercado o que han tenido adecuado acceso a sus beneficios. Y es por ello que han apoyado reformas legales y políticas, incluidas leyes sobre el trabajo infantil, necesidades de salario mínimo, disposiciones anti-monopólicas, restricciones a la jornada laboral, y el derecho de los trabajadores a sindicalizarse. Todas estas restricciones legales, ellos han señalado, no deberían ser entendidas como erosiones del mercado, sino más bien como intentos de hacerlo más humano, más justo, y más ampliamente accesible. Por supuesto, las personas inteligentes y de buena voluntad pueden estar e incluso están en desacuerdo con respecto a la aplicación precisa de estos principios. Y ni los papas, los obispos o los sacerdotes deberían involucrarse en el meollo de dichas conversaciones, dejando mejor los detalles a los expertos en las disciplinas relevantes. Pero los papas, obispos y sacerdotes pueden en verdad hacer llamados a favor de las reformas políticas si un mercado se ha convertido en explotador y por tanto auto-destructivo.
La segunda circunscripción de la que hablan los Papas –la moral- es incluso más importante que la primera. Una economía de mercado disfruta de una real legitimidad sí y solo sí está inmersa en el contexto de una vibrante cultura moral que educa a las personas en las virtudes de equidad, justicia, respeto por la integridad de las otras personas y la religión. Ciertamente, ¿cuán adecuados son los contratos –fundamentales para el funcionamiento de una economía de mercado- si la gente es indiferente a la justicia? ¿Cuán adecuada puede ser la propiedad privada si la gente no ve que robar es un hecho infame? ¿Es que la riqueza no destruirá al hombre rico que no aprecia el valor de la generosidad, o fracasa en desarrollar una sensibilidad hacia el sufrimiento del pobre? ¿El deseo de ganancias no conducirá acaso a la destrucción de la naturaleza, a menos que la gente se dé cuenta de que la tierra es un regalo de un Dios misericordioso que debe ser disfrutada por todos? Esta es precisamente la razón por la cual el relativismo moral y el indiferentismo que rigen en muchas partes del Occidente –animados por la ruptura de la familia y el debilitamiento de la práctica religiosa- representa una amenaza a la economía.
A la luz de estas explicaciones podemos escuchar las palabras del Papa con una mayor comprensión. Él pregunta “¿nos damos cuenta que ese sistema ha impuesto una mentalidad de lucro a cualquier precio, sin importarle la exclusión social o la destrucción de la naturaleza?” Aquí no habla del mercado como tal, sino de una actitud profundamente inmoral que se ha apoderado de demasiados individuos que usan el mercado. Y se queja de que impera “una búsqueda sin restricciones del dinero. Se abandona el servicio al bien común. Una vez que el capital se transforma en un ídolo y guía las decisiones de la gente, una vez que la codicia del dinero preside el sistema socioeconómico entero, arruina la sociedad, y condena y esclaviza a hombres y mujeres.”
Sin duda alguna, palabras fuertes, pero nos damos cuenta de nuevo de que la atención del papa no está enfocada en los mecanismos del capitalismo, sino en la maldad de aquellos que usan la economía de mercado de forma equivocada, avariciosamente haciendo un ídolo del dinero, y llegando a ser indiferentes a las necesidades de otros. En su llamado por una circunscripción ética de la vida económica, el lenguaje de Francisco es, si acaso, más suave y clemente que el de León XIII (“una vez que las demandas de la necesidad y el decoro han sido satisfechas, el resto de nuestras pertenencias es de los pobres”), o San Ambrosio (“si un hombre tiene dos camisas, una le pertenece; la otra le pertenece al hombre que no posee alguna.”)
Por tanto, deberíamos prestar atención al discurso profético del Papa Francisco y permitir que nos afecte, que nos moleste. Pero siempre deberíamos ubicarlo en el contexto de la rica y variada tradición del magisterio social católico.
El padre Robert Barron es el Rector del seminario Mundelein y fundador del ministerio global Word on Fire.
TRADUCCIÓN: Marcos Villasmil
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EL TEXTO ORIGINAL EN INGLÉS:
Is Pope Francis a Marxist Prophet?
In the wake of the publication of Pope Francis’s encyclical letter Laudato Si and of the pope’s recent speeches in Latin America, many supporters of the capitalist economy in the West might be forgiven for thinking that His Holiness has something against them.
Again and again, Pope Francis excoriates an economy based on materialism and greed, and with prophetic urgency, he speaks out against a new colonialism that exploits the labor of those in poorer countries. With startling bluntness, he characterizes the dominant economic form in the developed world as «an economy that kills.» Moreover, in a speech delivered in Bolivia, a country under the command of a socialist president, the pope seemed — almost in a Marxist vein — to be calling on the poor to seize power from the wealthy and take command of their own lives.
What do we make of this?
Well, a contextualization is in order. Pope Francis’s remarks, though a bit exaggerated, in the prophetic manner, are best understood in the framework of Catholic social teaching. One of the most significant constants in that tradition is a suspicion of socialism, understood as an economic system that denies the legitimacy of private property, undermines the free-market, and fosters a class struggle between the rich and the poor. The modern popes, from Leo XIII to Benedict XVI, have all spoken clearly against such systems, and it is hard to deny that experience has borne them out. Economies in the radically socialist or communist mode have proven to be, at best, inefficient and, at worst, brutally oppressive.
Fr. Robert Sirico, Michael Novak, Arthur Brooks, and many others are therefore right in suggesting that Catholic Social Teaching does not represent a tertium quid beyond capitalism and socialism; rather, it clearly aligns itself against socialistic arrangements and clearly for the market economy. John Paul II appreciated the free-market as the economic concomitant of a democratic polity, since both rest upon the dignity of the individual and his right to self-determination.
But this valorization of the market by no means implies that the Church advocates an unfettered capitalism. The modern popes have consistently taught that the market functions properly only when it is circumscribed both politically and morally — and it is precisely in this context that Pope Francis’s remarks should be understood.
Let us look first at the political circumscription. Pope Leo XIII and his successors have deeply felt the suffering of those who have been exploited by the market or who have not been given adequate access to its benefits. And this is why they have supported political/legal reforms, including child labor laws, minimum wage requirements, anti-trust provisions, work day restrictions, and the right of workers to unionize. All of these legal constraints, they have taught, should not be construed as erosions of the market, but rather as attempts to make it more humane, more just, and more widely accessible. To be sure, people of intelligence and good will can and do disagree regarding the precise application of these principles. And neither popes nor bishops nor priests should get into the nitty-gritty of those conversations, best leaving the details to those expert in the relevant disciplines. But popes, bishops, and priests can indeed call for political reforms if a market has become exploitative and hence self-destructive.
The second circumscription that the Popes speak of — the moral — is even more important than the first. A market economy enjoys real legitimacy if and only if it is set in the context of a vibrant moral culture that forms its people in the virtues of fairness, justice, respect for the integrity of the other, and religion. Indeed, what good are contracts — fundamental to the functioning of a market economy — if people are indifferent to justice? What good is private property if people don’t see that stealing is wicked? Won’t wealth destroy the rich man who doesn’t appreciate the value of generosity or fails to develop sensitivity to the suffering of the poor? Won’t the drive for profit lead to the destruction of nature, unless people realize that the earth is a gift of a gracious God and meant to be enjoyed by all? This is precisely why the moral relativism and indifferentism that holds sway in many parts of the West — fostered by the breakdown of the family and the attenuating of religious practice — poses such a threat to the economy.
In light of these clarifications, we can hear the Pope’s words with greater understanding. He asks, «Do we realize that that system has imposed the mentality of profit at any price, with no concern for social exclusion or the destruction of nature?» He is not speaking here of the market as such, but of a deeply immoral attitude that has seized the hearts of too many who use the market. And he complains, «An unfettered pursuit of money rules. The service of the common good is left behind. Once capital becomes an idol and guides people’s decisions, once greed for money presides over the entire socioeconomic system, it ruins society, it condemns and enslaves men and women.»
These are strong words indeed, but we notice again that the pope’s attention is not so much on the mechanisms of capitalism, but rather on the wickedness of those who are using the market economy in the wrong way, greedily making an idol of money and becoming indifferent to the needs of others. In his call for an ethical circumscription of economic life, Francis’s language is, if anything, milder than Leo XIII’s («once the demands of necessity and propriety have been met, the rest that one owns belongs to the poor») or St. Ambrose’s («if a man has two shirts in his closet, one belongs to him; the other belongs to the man who has no shirt»).
Therefore, we should attend to Pope Francis’s prophetic speech and allow it to bother us. But we should always situate it in the context of the rich and variegated tradition of Catholic social teaching.